Entre la gente española venida a Indias,
muy, muy entrado el siglo XVII —navegación en redondo... Sevilla... San
Lúcar... Virgen de Regla... Islas de
Barlovento...— llegaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete asturianos,
siete según el habla popular y tres al decir de los cronistas que a la letra
añaden : homes de Oviedo con entendimiento en la tiniebla de los metales,
trazaron, no con tinta, sino con bronce líquido y sonoro, en catedrales,
conventos, ermitas y beaterios, la historia de las campanas de una ciudad
siempre nueva, dado que sus fundadores, hidalgos y capitanes, perseguidos por
los terremotos, se la iban llevando en procesión de casas, una casa tras otra
de valle en valle, en procesión de iglesias, una iglesia tras otra de valle en
valle, en procesión de palacios, un palacio tras otro de valle en valle, que
tal parecía aquel ir dejando viviendas, templos y mansiones señoriales,
destruidas en un valle y levantadas en otro.
Legajos pagajosos y salobres, mordidos por
sellos y contrasellos, desenrollaron ante las autoridades eclesiásticas y
civiles los fundidores asturianos, folios con magullamientos de viaje que daban
testimonio de su arte y maestría en la fundición de campanas, sin contar las
cartas de presentación de canónigos corales y alcaldes ovitenses ni aquel
pergamino de hueso de agua que traía aún fresca, ahogada en arenilla, la firma
de don Sancho Alvarez de las Austrias, Conde de Nava y Noroña, al pie de
recomendaciones en que hacía constar de su puño y letra «yo mismo los escogí
entre los mejores y antes de partir les abrí mis brazos y mis cajas fuertes».
Aquella mañana de junio —un
junio de bandejas de frutas— hubo prisas, olvidos, idas y venidas, murmullos,
manejos, en el convento de las clarisas, como si el bis-bis de la llovizna que
caía fuera, prolongara su rumor en las galerías abovedadas del convento. Acartonadas en sus tocas, cuellos, petos y puños de lino
almidonado, monjas y novicias hablaban, todas a una, de las joyas que les
traerían sus familias para enriquecer el crisol de la campana encargada a los
fundidores llegados de Oviedo, sonora y preciosa, digna del templo de Santa
Clara de las Clarisas Celestes, que no acababa de salir de las manos de los
alarifes.
La piedra, como vivo canto, porosa, sin
secarse, recortada con tijeras de gracia en los cornisamentos y capiteles;
fragante la madera de los artesonados del techo, buque celestial que navegaba
en la luz de las altísimas ventanas; desafiante la cúpula; cabalístico el
frente plateresco, sensual y fugitivo, y de prodigio la osadía arquitectónica
de los cuatro arcos sostenidos en una sola columna.
Santa Clara de las Clarisas
Celestes no acababa de salir de las manos de los alarifes y qué contraste, aquella
mañana de junio, entre estos menudos indianos vestidos de aire, tan poco lienzo
llevaban sobre sus carnes morenas, más hechos para volar en andamios que para
andar en la tierra, y los asturianos, gigantes de caras enrojecidas y manos
como martillos, atareados noche y día en la fundición de la campana de las
clarisas.
La última campana. La de estas cordeleras
sería la última campana que fundirían antes de volverse a Oviedo o quizá a
Nueva España. Y se comentaba. En
noches de tertulias llorosas de estrellas y velones, se comentaba que aceptaron
el encargo a regañadientes y por insistencia de las monjas que les prometían
llamarla Clara, si su timbre era de oro, Clarisa, si sonaba a bambas de plata,
y Clarona, si hablaba con voz de bronce.
Grupos antagónicos
recorrían la ciudad casa por casa en demanda de oro, plata y otros metales. Gente de alcurnia, nobles y ricoshomes, los barrios linajudos en
procura de objetos de oro, joyas, monedas, medallas o polvo de oro de ése que
vendían los indios en cañutos de pluma de ave y ellos guardaban en bolsitas y
bolsones, así la campana tendría acento áureo y se llamaría Clara. Más
numerosos y más activos, los segundones iban y venían por calles y plazas con
música y pantomima, pidiendo que les regalaran todo lo que fuera plata para su
Clarisa, mientras cuarterones y marranos se conformaban con lo que les hicieran
el favor en siendo metal, que para ellos, la campana debía sonar a bronce,
sonar a yunque y llamarse Clarona.
El parloteo de las clarisas no cesaba
aquella mañana de junio. Cuchicheos, manejos, olvidos, melindres, idas y
venidas. Una novicia echaría al crisol de la campana los anillos de boda de sus
abuelos muertos. ¡Anillos de boda! ¡Sortijas de amor! ¡Cintillos con más de dos granos de onza! ,
repetían, presurosas, confundidas, sin prestar oídos en ese momento a la
descripción que hacía una profesa del brazalete de oro blanco que le tenla
prometido su familia. Decorado con arabescos en
filigrana de oro amarillo, perteneció, en la Roma de los Césares, a una bacante
loca. ¿A una bacante loca?,
interesábanse todas y la más hermosa, sin alcanzar respiración, entornados los
ojos, temblorosas las pestañas, levantaba la mano para santiguarse imaginando
tocarse en la frente una diadema de diosa desnuda, en el pecho, entre sus
pechos, un disco de oro blanco con un escarabajo egipcio de alas de lapizlázuli
y en los hombros lluvias de zarcillos de ajorcas musulmanas.
¡Joyas de familia! ¡Oro enamorado! ,
exclamaba la más apasionada de las cordeleras, pronta a explicar, tras brevísimo
silencio, el inmenso sacrificio que significaba desprenderse de ellas. Por
encima del costo y el valor artístico, algunas de esas joyas eran obras
maestras de antigua orfebrería, estaba su significado afectivo, su valor
sentimental. Los objetos que amamos
no tienen precio y por eso resulta aún más grato al Señor enriquecer el crisol
de la campana —¡costara lo que costara se llamaría Clara!— con las joyas
amadas, ¡Joyas de familia! ¡Joyas de amor! ¡Oro
enamorado! ¡Relicarios medievales, cinturas de matrimonio, cruces de filigranas
trenzadas, broches florales, amuletos, macuquinas, empuñaduras de espadas,
sartales, rosarios, cascarones de relojes, sin la máquina, sólo el cascarón
áureo!
La única que no hablaba era una monja
conversa. La llamaban Sor Clarinera de Indias por su piel de tueste azulenco,
su cabello, nocturna seda de hilos dormidos, y sus pupilas amarillas, color de
oro. A falta de familia rica que le trajera joyas, debía conformarse con lo que
las otras monjas ponían en sus manos para que ella, pobrecita, también
enriqueciera el crisol, no se quedara sin echar algo, que un dije, que una
cadenita, que un alfiler, salvo que... sugería frotándose los ojos, gesto que
secundaban otras monjas, una heroísta portuguesa a la que llamaban Ju-noche, por
no decirle Ju-día, salvo que... y no pronunciaba el resto con los labios, sino
entre los dientes de hueso, salvo que... sor Clarinera de indias hiciera el
obsequio de sacarse las pupilas y las arrojara al ígneo y venturoso infiernillo
que alimentan con metales de toda laya los gigantes asturianos.
La de Indias encendía las
antorchas vivas de sus pupilas, joyeles que podían competir ventajosamente con
todo lo que las familias llevaban a las monjas, sin darse por aludida, sin
decir palabra rechazando la tentación de entregar a la brasca las pepitas
áureas que guardaban sus párpados, y eso que las celestes cordeleras la seguían
unas, la rodeaban otras, la buscaban todas, restregándose los ojos. Pero si despierta se defendía de la espantosa insinuación de la Junoche,
heroísta que hablaba y hablaba y hablaba de héroes y heroicidades, si despierta
salvaba sus ojos, dormida... quién gobierna a los que duermen, quién detiene a
los que sueñan... la libertad del pez, del ave, de los fantasmas que atraviesan
paredes como ella que, el cuerpo en la cama y el ánima en el aire, cruzaba
muros de metro y medio de espesor y dejaba caer en el crisol, sin que pudieran
evitarlo los Cristobalones que fundían la campana, no sólo sus pupilas,
burbujas doradas a temperatura de lava, sino sus córneas, blanco azuloso plomo
que transmutábase en oro místico. Qué horrible pesadilla, cambiar sus ojos por
luceros de lágrimas. Y seguir
mirando, a través de cortinas de agua, el dolor de las monjas por su
sacrificio, y el sucederse de oradores sagrados en el púlpito de las clarisas,
tocados con roquetes celestes, celebrando el triunfo de la Iglesia, en el
martirio de una nueva santa, las campanas echadas a vuelo, y entre las
campanas, la que tenía sus ojos. ¡Santa Clara de
Indias, saludábanla en el cielo, la que ve con los sonidos, ruega por nos!
Cendales, serafines, rosicler y azucena... ¡Santa Clarinera, virgen y mártir,
saludábanla en la tierra, ruega por nos! Pero, ¿sacarse los ojos, perforarse la
lengua no eran sacrificios de su antigua raza? La sangre corría por sus
mejillas más pesada que el llanto, más abundante que el llanto, más
incontenible que el llanto y celajerías de sacerdotes del culto solar cubrían
la parte del firmamento que se había rasgado para que ella contemplara las dominaciones,
los tronos, los coros de los ángeles. Los asturianos convertidos en
Cristobalones cruzaban de un lado a otro el río de la muerte. Extraño, iban
como colgados. En el aire iban. Moviendo los pies en el vacío iban. Cielo sin
sentido. Altas nubes. Más y más altas. ¡El arbitrario, el usurero, el cojo, se
le asomaba en sueños a gritarle la Junoche, el que niega la luz de cualquier
modo, el que gastó el vientre de su madre, inútilmente vientre, inútilmente
madre, te llamará demente al servicio del Angel Alirrojo, por haber hecho
entrega de las preciosas pepitas de tus ojos, pero qué importan iniquidad y
sinrazón, si por tu sacrificio, nuestra campana ya no se llamará sólo Clara,
sino Clara de Indias, porque fue más el oro de tus ojos que todo el oro que nos
trajeron los peregrinos llegados de Castilla del Oro. En el filo de tu nariz
(seguía soñando, soñaba que por la ternilla le pasaba los dedos la Junoche), se
unen tu raza tibia, trigueña, con todos sus sacrificios, y tu raza española,
brava y también ensangrentada. Cada lado de tu nariz es una vertiente. ¡Sangre
de las dos razas, ceguera de las dos razas, llanto de las dos razas!
Le parecía extraño estar despierta, vestida
de aire, respirando, vestida de espejo mirando con todo su cuerpo de agua a la
que había amanecido tendida junto a ella, ella fuera del sueño, no la que se
durmió anoche, otra... Se sentía extraña en la primera luz que se colaba por
las rendijas de la puerta y el ventanuco de su celda. No tenía explicación haber sufrido tanto al
entregar sus ojos y amanecer con ellos... la cabeza hueca, el cuerpo molido y
los oídos con el silencio de los estanques que se van quedando sin agua...
lluvias de miniatura... llantos de miniatura comparados con los ríos de
lágrimas que lloró anoche dormida.
Maitines. Las clarisas celestes al darle o
devolverle los buenos días, se frotaban los ojos, bulliciosas, alegres,
lisonjeras. ¿Sabrían lo de su sueño o serían obreras de burlas al servicio de
la Junoche, heroísta a la que el reumatismo deformante iba sacando médanos de
huesos y nuégados de carne?
Lloró de júbilo en la sobrehora después de
vísperas. Durante el Magníficat, tocó su frente un ángel de espejos giratorios
y fue la revelación. Perlaba sus sienes sudor de vidrio molido. Entregar sus
ojos sólo en préstamo. La campana se llamaría Clara de Indias y como ella sería
conversa. Qué vehemencia, qué arrebato, qué no saber dónde posar sus pupilas
que se despedían de todos y de todo, ora en los paraísos dorados de los
altares, ora en el iris que regaba colores en el lomo de los cortasilencios de
polvo de caleidoscopios que entraban por los ventanales, ora en los
arquitrabes, ora en los encajes, linos, terciopelos, damascos, tafetanes
amontonados en los escaños, para ser llevados a la sacristía, ora... se le
nublaron las cosas y lo que era gozo colgaba de sus lágrimas, dedos de
tirabuzones de congoja, y no fue lejos, allí mismo dejóse caer de rodillas en
un confesonario para gritar al oído del confesor su satánico orgullo.
Pero el sacerdote se negaba a absolverla.
¿Sacarse los ojos? ¿Rivalizar con religiosas de más alcurnia ofreciendo en
préstamo los pepitones áureos de sus pupilas, oro lavado en llanto, para
enriquecer la amalgama de la campana que no se llamaría Clara, sino Clara de
Indias?
No la absolvía. No levantaba la mano. No
pronunciaba las palabras sacramentales.
Esperó y esperó, anonadada por la
inmensidad de su culpa a juzgar por el silencio del confesor, sin fuerzas para
levantarse, para despegar del suelo las rodillas hundidas en el frío de la
tierra toda, antes que le diera la absolución.
La cabeza colgaba sobre el
pecho, abatida, llorosa, con movimientos de autómata, dejó la rejilla del
confesonario para asomarse a la puerta y suplicar al confesor, aun a costa de
la más terrible penitencia, que la absolviera. Si la
penitencia era sacarse los ojos, se los sacaría. No lo dijo, no tuvo tiempo y
se desploma si no se detiene de los encajes de madera de las ventanillas que
ocultaban bajo un bonete de tres picos, una cara apergaminada, sin ojos, sólo
los agujeros, sin nariz, los dientes con risa de calavera. Todas hablaban en el
convento de la momia que salía a confesar y ella aquella noche la había
visto...
Y oído :
¡No resucitarán los muertos, resucitará la
vida! Sacrificaste tus ojos en el sueño (no estaba enteramente dormida,
Padre...), y los recobraste al despertar. Ahora que estás despierta (no estoy
enteramente despierta, Padre...), repite la hazaña, da tus ojos en préstamo y
los recobrarás el día de la resurrección. Al acabar el mundo brillarán antiguos
soles apagados por siglos y tú despertarás con tus ojos, como despertaste esta
mañana. Pero anda, corre, entrégalos antes que termine la fundición de la
campana, si dudas será tarde y no se llamará Clara de Indias, por haber negado
tú, tú... el oro de tus ojos que sólo se te pedía en préstamo, sólo en
préstamo, porque al derretirse la campana con el calor que hará el Día del
Juicio, tus pupilas escaparán en busca de los cuencos vacíos ‘de tu cara
juvenil, todos resucitaremos jóvenes, y qué felicidad entonces contemplar con
ojos que supieron de gloria, repique de fiesta, que supieron de alarma, de
angustia, de amor, de duelo, qué felicidad contemplar la realidad sagrada de
los tiempos. Resucitarás con tus ojos fuera de la realidad del hombre, en la
realidad de Dios...
Dejó atrás, perseguida por la momia, filas
de monjas que se frotaban los párpados, instigadas por la Junoche, recordándole
que la campana debía llamarse Clara y que faltaba el oro de sus ojos... Sus
ojos... Sus ojos... Que nadie viera, que nadie supiera...
Sacárselos al borde del crisol... Arderían
como dos bengalas en el dormido, calcinante y agujoso caldo... Sin pies, si
ella... Ella sin ella... Trompetas... Angeles... La palma del sacrificio... Oír
sin pensamiento los gritos de regocijo, el alboroto, la algazara de los que
celebraban con toritos de pólvora, serpientes de luces y gigantes de fuego, el
final de la fundición de la campana... Al tanteo empezó a sacar el clavo que
mantenía fijos al madero los dos dolidos pies del Cristo de la sacristía. El
tumulto de los que movían a las puertas del convento se acercaba. Venían por
sus ojos, llegaban por sus ojos, avanzaban sin llegar por pasillos
inacabables... pasos... voces... manos, sus manos que seguían escogiendo, entre
custodias y vasos sagrados, incensarios y reliquias de oro macizo, píxides,
benditeras, hisopos, hostearios, pasamanerías, jocalias, algo que pudiera
salvarla de su sacrificio, pero todo era oro inválido de iglesia junto al oro
de sus ojos lavado en la desembocadura de cien ríos de lágrimas. Sacó un
pañuelo para secarse la cara vuelta hacia la ventana entreabierta sobre un
patio encendido de fuegos de artificio, antorchas friolentas, humo de colores y
buscapiés enloquecidos. Más de uno se coló en la sacristía y fue, vino, volvió,
en zig-zag de relámpago de pólvora. Los que exigían la entrega de sus ojos
seguían avanzando. Pasos. Voces. Manos,
sus manos multiplicadas en el afán de arrojar por tierra cálices, cruces,
copones, ostensorios, patenas, vinajeras, aguamaniles de oro, ínfulas de
mitras, flabelas orificadas, cíngulos de borlas luminosas... qué podía valer
todo eso junto a sus ojos... por el suelo todo, sobre las alfombras, sobre los
muebles, sobre las saliveras... ornamentos, misales, alas de ángeles, coronas
de mártires, candelabros, mundos, cetros, agnus, griales, portapaces, todo
quemado por los canchinflines y deshecho por sus pies en danza luciferina, ya
heridas sus pupilas por el cortafrío de todas las tinieblas, el clavo que
mantenía sujetos al madero los dosdolidos pies del Señor que ella volvió a
clavar con un beso de ciega...
El mundo testimonio de las cosas
corroboraba las presunciones humanas de lo que fue, además del crimen, la más
abominable de las orgías, una saturnal en campo sagrado, todo lo que yacía por
tierra y sobre las alfombras con chamuscones de pólvora, lo probaba.
El Comisario del Santo
Oficio ordenó encarcelar preventivamente a los salitreros y fabricantes de
cohetes, toritos y fuegos artificiales. La Superiora
de las clarisas apenas se tenía en pie. El llanto rodaba por sus mejillas
lívidas como agua sobre mármol Entre lágrimas alcanzó a ver los ojos limpios y
helados del Padre Provincial. Apoyado en su bastón, a él también por momentos
le flaqueaban las piernas, consultaba a la madre con los ojos la conveniencia
de que ellos dos hicieran reservas ante el delegado inquisitorial, por la
captura de buenos cristianos sospechados de satanismo por ser entendidos en las
artes de la pólvora.
Pero aquél se adelantó. Que no sólo eso
pensaba hacer con ellos, excomulgaría a más de uno, a más de uno quemaría vivo
y muchos, si no todos, vestirían el sambenito, que no se manejan estruendos y
bengalas, sin connivencias, sin vinculaciones con el Cohetero Impar.
¿Y los asturianos fundidores de campanas?,
se preguntaron con la mirada al mismo tiempo, la Superiora y el Provincial.
¿Por qué no captura a esos manipuladores de metales a temperaturas de lava
volcánica, algo más diabólico e infernal que las inocentes pólvoras de los
juegos de artificio, con el agravante de su presencia dentro del convento,
mientras fundían la campana, y su amistad, casi familiar, con las más jóvenes
cordeleras? ¿Qué espera el Santo Tribunal para encarcelarlos?
Esperaba que regresaran, debidamente
diligenciados, ciertos pliegos que se enviaron a ultramar, recabando algunos
informes más para desenmascararlos. No eran asturianos ni fundidores de
campanas. Eran piratas. ¿Y las cartas de presentación y las recomendaciones?
Alguien habló del Conde de Nava y Noroña,
don Sancho Alvarez de las Asturias, el cual los escogió y contrató en Oviedo, y
también le fue recado.
Deus Zibac, como mal
llamaban al inquisidor, aunque el apodo le iba mejor que el nombre, se llamaba
Idomeneo Chindulza, era una mezcla de español y de indio que ni él mismo se la
aguantaba. Los dos malos olores. Las dos envidias. Y como por real cédula se dispuso que ser indio no
era una mancha para obtener limpieza de sangre, el Inquisidor la obtuvo, y se
limpió todo, menos el rostro picado de viruelas.
«Deus» por lo español y «Zibac» por lo
indio, Deus Zibac quería decir «Dios hecho de zibaque».
Su lengua de soga de ahorcar le llegaba
hasta las orejas carbonosas, cuando se relamía pensando en los cogotes de toro
de los para él falsos asturianos. Corsarios, se repetía Chindulza, que
sorprendieron en alta mar a los verdaderos fundidores ovitenses y se ampararon
de sus identidades. A fuerza de cavilar se le hizo evidente y no creyó
necesario, dados los antecedentes que recogían a diario del espantoso crimen de
la sacristía, esperar la vuelta de los exhortos mandados a ultramar. Terminada
la fundición de la campana, Deus Zibac procedió a la captura de aquellos
gigantones. ¿Eran o no eran piratas? En la duda, ahorca, Zibac, en la duda
ahorca. El más viejo tenía una sirena tatuada en un brazo. Esto lo denunciaba.
Pirata y hereje. ¡Herejes! ¡Herejes! La voz corría, exigía, exigía justicia.
¡Justicia! ¡Justicia! Los demonios asturianos. La campana de las clarisas
fundida por piratas. Que no se toque nunca. Que se destruya. Que se lance desde
el campanario al vacío para que se haga pedazos. ¡Hija de herejes! ¡Obra de
piratería! ¡Justicia! ¡Justicia! ...
Deus Zibac puso manos a las sogas, sogas a
los pescuezos de los gigantes y siete días y siete noches estuvieron los
cuerpos de aquellos cristobalones colgados en la explanada del Calvario y siete
días y siete noches las campanas de las iglesias tocaron a muerto, no por los
ahorcados, por la campana difunta.
Ventanas, puertas, bocacalles, cercas,
arcos, atrios, puentes dejaban atrás los jinetones, al entrar a la ciudad,
seguidos de mulas de gran alzada en que traían la carga y el correo llegados al
Golfo Dulce en naos de ultramar.
Diligenciados los requerimientos,
reconocidas las firmas de canónigos y alcaldes ovitenses, abundantes los
testimonios de los que bajo juramento respaldaban la conducta intachable de los
fundidores, Deus Zibac no pudo levantar la manos que apoyó, abiertas en
abanico, sobre la mesa de audiencias, al inclinarse a leer los documentos, y
como si le clavaran los dedos con fuego, llovieron goterones de las palmatorias
cuyo resplandor de incendio llegaba a sus ojos como la luz muerta de una
batalla perdida. Las letras, las palabras, las frases, bailaban frente a él que
no parecía leerlas, sino tragárselas, traga-atragantarse con ellas. Se le
doblaron los brazos, las manos en guantes de cera, de gotas de cera blanca, y
cayó de pecho sobre la mesa, sobre los pergaminos, sobre los documentos que
denunciaban su oprobio... De bruces, los ojos vidriados y una baba de reptil
sobre los pliegos, ya no oyó el romance callejero...
Los jinetones preguntan
por la campana difunta...
¡La enterraron!, les responden.
Por donde vinieron vuelven.
por la campana difunta...
¡La enterraron!, les responden.
Por donde vinieron vuelven.
Los jinetones preguntan
¿dónde están los fundidores?
¡Ahorcados!, les contestan.
Por donde vinieron vuelven...
¿dónde están los fundidores?
¡Ahorcados!, les contestan.
Por donde vinieron vuelven...
¡Campana de las clarisas,
la que se quedó sin lengua,
no le pusieron badajo
los piratas ahorcados
que no eran piratas, no,
sino muy buenos cristianos!
la que se quedó sin lengua,
no le pusieron badajo
los piratas ahorcados
que no eran piratas, no,
sino muy buenos cristianos!
Y pisando los talones a
esas cabalgaduras, otras. Las de los carros y jinetes
de servicio y lanza que acompañaban al Magnífico Señor Don Sancho Alvarez de
las Asturias. Nada le detuvo en Oviedo. Acudir a sus recomendados. Llegar a
tiempo. ¿Quién osó poner en duda credenciales escritas de su puño y letra?
Viaje azaroso el suyo. Corrió más de
una borrasca, hubo racionamientos de agua, ancoradas en islas, cambios de
rumbo, avistamiento de corsarios en menor peligro para ellos que no llevaban
oro, aunque muchas veces aquellos robadores del mar asaltan los bajeles por
esclavos o bizcocho.
Ciudad episcopal. Plantajes y jardines.
Huertos de frutas y. hortalizas de regadillo. Don Sancho amadrigó lágrimas bajo
los párpados cerrados. Llorar. No le quedaba otra cosa a la vista de la
explanada del Calvario, trágico anfiteatro en el que se ahorcó a los fundidores
de la campana de las clarisas.
¿Dónde estaba esa campana?
Si Deus Zibac, el
inquisidor, el terrible Idomeneo Chindulza, no muere de apoplejía la noche en
que llegaron a su poder los pliegos de ultramar ratificando la condición de
cristianos sin tacha de los ahorcados, don Sancho Alvarez de las Asturias
habría tenido que pedir que se desenterrara, pues aquél había exigido que se
cumpliera su orden de enterrarla bajo muchos codos de tierra con el nombre de
la campana difunta.
La Real Audiencia discutía, mientras tanto,
si para recibir y desagraviar a tan Magnífico Señor llegado de Oviedo y
exculpar y volver al seno de la iglesia a los asturianos, debía revivirse la
campana de las clarisas. ¿Revivirse...? Se alzaron voces airadas en la sala de
acuerdos. ¿Revivir una campana? Revivir o habilitar. ¡No, no, la palabra había
sido dicha, revivir, y debía retirarse antes de seguir la discusión, ,pues era
una blasfemia imperdonable ¡Sólo Jesucristo Señor Nuestro, revivió, volvió de
entre los muertos! Y estuvo a punto
de naufragar en agua de saliva la propuesta de poner lengua a la campana
difunta y echarla a vuelo el día que fuera recibido por la ciudad, el buen. don
Sancho, si uno de los fiscales no interviene y hace ver que las campanas mueren
y reviven litúrgicamente durante la Semana Santa. Mueren,
es decir, enmudecen el Miércoles Santo, después de los oficios, y reviven el
Sábado de Gloria.
La gente. Las calles. El bando real. La
noticia. Se tocará por fin la campana de las cordeleras. No se abrió mucho el
compás, pero sí lo bastante para hacer amplia y honda su cavidad bucal, una
argolla por galillo que esperaba la lengua del badajo, interior escamoso en
contraste con el pulimento exterior, revestido de signos zodiacales, festones
con sus borlas, serafines y en lugar principal, una mitra que repetía la enorme
mitra tallada en madera del altar mayor. Sólo quedaba el misterio del sonido, para bautizarla Clara, Clarisa o
Clarona, según tuviera retintín de oro, retantán de plata o retuntún de bronce.
El día del desagravio, don
Sancho, acompañado por el Capitán General y el primer Obispo arzobispado, llegó
a la plataforma por una escalera recubierta de suntuosos lienzos, donde
dominando la majestad de la plaza, se alzaba la campana, entre festones de
flores coloridas, frutas perfumadas, hojas de dura estirpe en coronas de encina
y laurel, oriflamas, lienzos con escudos, alegorías, armas, emblemas y
espejillos que multiplicaban los rayos oblicuos del sol que se hundía entre los
volcanes cuellilargos, decoración luminosa que hacía más visible un lienzo de
catafalco sembrado de estrellas y bordado con los instrumentos de tortura de la
Pasión —clavos, martillos, escaleras, lanzas, látigos—, lienzo de tinieblas
tendido bajo la campana en memoria de los que como frutos de muerte colgó de
árboles estériles, en la explanada del Calvario, el inquisidor Deus Zibac.
Don Sancho recibió de manos
del Alcalde Mayor y por encargo del Cabildo, la cuerda que pendía del badajo
—se adornó con piedras preciosas para que el Magnífico Señor de Oviedo olvidara
la soga de los ahorcados—, y le pidió hiciera merced de dar los primeros
golpes.
Fue el alboroto. Nadie se quedó en su
sitio. Masa de pueblo hasta donde la vista llegaba, convertida en mar bravío.
Indios que escupían por los ojos flechas de odio silencioso, mulatos, negros,
mestizos, españoles de primera agua con memoria de conquistadores, otros
después llegados, todos atónitos, esclavos y vasallos, sin dar crédito al
sobrehílo de palabras que acompañaba el sonar de la campana..
...absuélvame! absuélvame! —se oía la voz
de la monja conversa, llegaba de ultratumba y apenas formaba las palabras—.
...absuélvame, Padre, absuélvame, yo me saqué los ojos! ...Clara de Indias...
se llamará Clara de Indias por mis ojos de oro... yo di mis ojos de oro para
que se llamara Clara de Indias...! ...liberé los pies del Señor y me clavé el
garfio en lo más profundo de las pupilas que cayeron al crisol... mezcla de
Cristo y Sol... del Sol de mi raza tenue, sacrificada y sacrificadora y de
Cristo lo español, bravo y también ensangrentado...
Don Sancho, sin dar crédito a lo que oía
golpeaba más y más duro, hasta que la campana, extinguida la voz de la monja,
se fue enronqueciendo y dejó de sonar. Volvía a ser la campana difunta, Clara
de Indias, la campana de los piratas.
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