Un día la lechuza y el mono
descubrieron sus costumbres.
El mono se rascaba continuamente por todo el cuerpo y la lechuza movía
la cabeza para un costado y para el otro sin parar. Esto les provocó tanta risa
que comenzaron a burlarse el uno del otro.
—Ja, ja, ja; tenga cuidado don Mono, no sea cosa que se le gasten las
uñas —se burlaba la lechuza.
—Mejor cuídese usted, doña Lechuza —decía el mono—; cualquier día de
estos se le cae la cabeza de tanto dar vueltas y los vecinos van a comentar.
—¿Y qué van a comentar los vecinos?, si se puede saber.
—Miren a doña Lechuza, no tiene cabeza.
Burla va, burla viene, al fin terminaban peleándose y cada uno se
retiraba a su casa de mal humor. Sin embargo, al otro día, volvían a trabarse
en una nueva discusión y los animales de la selva se preguntaban cuándo
terminaría todo esto ya que estaban cansados de oírlos pelear.
Así pasó el tiempo, hasta que un día resolvieron hacer una apuesta. Se
trataba de comprobar quién aguanta más, si el mono sin rascarse o la lechuza
sin mover la cabeza.
Invitaron a todos los animales a presenciar el desafío. Una comadreja
y un tucán serían los jueces.
El día fijado se acomodaron todos en un claro de la selva formando un
círculo y, en el medio, el mono y la lechuza se pararon frente a frente.
El tucán dio la orden de empezar y el mono y la lechuza se miraron
fijamente tratando de no moverse; así pasaron un buen rato.
Al fin el mono, no pudiendo aguantar más la picazón, dijo a la
lechuza:
—Si viene un ladrón, yo saco un revólver... ¡y ahí viene uno! —gritó y
aprovechó para rascarse mientras hacía el ademán de sacar el revólver.
—¡Yo ya lo estoy viendo! —gritó la lechuza que no quiso perder la
oportunidad para mover la cabeza.
—¡Y los dos están perdiendo! —gritó el tucán.
Esto les causó tanta gracia a los animales que estaban presenciando la
apuesta, que comenzaron a revolcarse por el suelo, muertos de risa.
Por supuesto el mono y la lechuza perdieron.
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