Y asoma por las vegas el
Cadejo, que roba mozas de
trenzas largas y hace ñudos
en las crines de los caballos
Cadejo, que roba mozas de
trenzas largas y hace ñudos
en las crines de los caballos
Madre Elvira de San Francisco, prelada del
monasterio de Santa Catalina, sería con el tiempo la novicia que recortaba las
hostias en el convento de la Concepción, doncella de loada hermosura y habla
tan candorosa que la palabra parecía en sus labios flor de suavidad y de
cariño.
Desde una ventana amplia y sin cristales
miraba la novicia volar las hojas secas por el abraso del verano, vestirse los
árboles de flores y caer las frutas maduras en las huertas vecinas al convento,
por la parte derruida, donde los follajes, ocultando las paredes heridas y los
abiertos techos, transformaban las celdas y los claustros en paraísos olorosos
a búcaro y a rosal silvestre; enramadas de fiesta, al decir de los cronistas,
donde a las monjas sustituían las palomas de patas de color de rosa, y a sus
cánticos los trinos del cenzontle cimarrón.
Fuera de su ventana, en los hundidos
aposentos, se unía la penumbra calientita, en la que las mariposas asedaban el
polvo de sus alas, al silencio del patio turbado por el ir y venir de las
lagartijas y al blando perfume de las hojas que multiplicaban el cariño de los
troncos enraizados en las vetustas paredes.
Y dentro, en la dulce compañía de Dios,
quitando la corteza a la fruta de los Ángeles para descubrir la pulpa y la
semilla que es el Cuerpo de Cristo, largo como la medula de la naranja —¡vere
tu es Deus absconditus!—, Elvira de San Francisco unía su espíritu y su carne a
la casa de su infancia, de pesadas aldabas y levísimas rosas, de puertas que
partían sollozos en el hilván del viento, de muros reflejados en el agua de las
pilas a manera de huelgo en vidrio limpio.
Las voces de la ciudad turbaban la paz de
su ventana, melancolía de viajera que oye moverse el puerto antes de levar
anclas; la risa de un hombre al concluir la carrera de un caballo o el rodar de
un carro, o el llorar de un niño.
Por sus ojos pasaban el caballo, el carro,
el hombre, el niño, evocados en paisajes aldeanos, bajo cielos que con su
semblante plácido hechizaban la sabia mirada de las pilas sentadas al redor del
agua con el aire sufrido de las sirvientas viejas.
Y el olor acompañaba a las imágenes. El
cielo olía a cielo, el niño a niño, el campo a campo, el carro a heno, el
caballo a rosal viejo, el hombre a santo, las pilas a sombras, las sombras a
reposo dominical y el reposo del Señor a ropa limpia...
Oscurecía. Las sombras borraban su
pensamiento, relación luminosa de partículas de polvo que nadan en un rayo de
sol. Las campanas acercaban a la copa vesperal los labios sin murmullo. ¿Quién
habla de besos? El viento sacudía los heliotropos. ¿Heliotropos o hipocampos? Y
en los chorros de flores mitigaban su deseo de Dios los colibríes. ¿Quién habla
de besos? ...
Un taconeo presuroso la sobrecogió. Los
flecos del eco tamborileaban en el corredor...
¿Habría oído mal? ¿No sería el señor
pestañudo que pasaba los viernes a última hora por las hostias para llevarlas a
nueve lugares de allí, al Valle de la Virgen, donde en una colina alzábase
dichosa ermita?
Le llamaban el hombre-adormidera. El viento
andaba por sus pies. Como fantasma se iba apareciendo al cesar sus pasos de
cabrito: el sombrero en la mano, los botines pequeñines, algo así como dorados,
envuelto en un gabán azul, y esperaba los hostearios en el umbral de la puerta.
Si que era; pero esta vez venía
alarmadísimo y a las volandas, como a evitar una catástrofe.
—¡Niña, niña! —entro dando voces—, ¡le
cortarán la trenza, le cortarán la trenza, le cortarán la trenza! ...
Lívida y elástica, la novicia se puso en
pie para ganar la puerta al verle entrar; más calzada de caridad con los
zapatos que en vida usaba una monja paralítica, al oírle gritar sintió que le
ponía los pies la monja que paso la vida inmóvil, y no pudo dar paso...
... Un sollozo, como estrella, la titilaba
en la garganta. Los pájaros tijereteaban el crepúsculo entre las ruinas pardas
e impedidas. Dos eucaliptos gigantes rezaban salmos penitenciales.
Atada a los pies de un cadáver, sin poder
moverse, lloró desconsoladamente, tragándose las lágrimas en silencio como los
enfermos a quienes se les secan y enfrían los órganos por partes. Se sentía
muerta, se sentía aterrada, sentía que en su tumba —el vestido de huérfana que
ella llenaba de tierra con su ser— florecían rosales de palabras blancas, y
poco a poco su congoja se hizo alegría de sosegado acento... Las monjas —rosales
ambulantes— cortábanse las rosas unas a otras para adornar los altares de la
Virgen, y de las rosas brotaba el mes de mayo, telaraña de aromas en la que
Nuestra Señora caía prisionera temblando como una mosca de luz.
Pero el sentimiento de su cuerpo florecido
después de la muerte fue dicha pasajera.
Como a una cometa que de pronto le falta
hilo entre las nubes, la hizo caer de cabeza, con todo y trapos al infierno, el
peso de su trenza. En su trenza estaba el misterio. Suma de instantes
angustiosos. Perdió el sentido en sus suspiros y hasta cerca del hervidero
donde burbujearan los diablos tornó a sentirse en la tierra. Un abanico de
realidades posibles se abría en torno suyo: la noche con azucares de hojaldre,
los pinos olorosos a altar, el polen de la vida en el pelo del aire, gato sin
forma ni color que araña las aguas de las pilas y desasosiega los papeles
viejos.
La ventana y ella se llenaban de cielo...
—¡Niña, Dios sabe a sus manos cuando comulgo!
—murmuró el del gabán, alargando sobre las brasas de sus ojos la parrilla de
sus pestañas.
La novicia retiró las manos de las hostias
al oír la blasfemia ¡No, no era un sueño! Luego palpose los brazos, los
hombros, el cuello, la cara, la trenza... Detuvo la respiración un momento,
largo como un siglo al sentirse trenza. ¡No, no era un sueño, bajo el manojo
tibio de su pelo revivía dándose cuenta de sus adornos de mujer, acompañada en
sus bodas diabólicas del hombre-adormidera y de una candela encendida en el
extremo de la habitación, oblonga como ataúd! ¡La luz sostenía la imposible
realidad del enamorado, que alargaba los brazos como un Cristo que en un
viático se hubiese vuelto murciélago, y era su propia carne! Cerró los ojos
para huir, envuelta en su ceguera, de aquella visión de infierno, del hombre
que con sólo ser hombre la acariciaba hasta donde ella era mujer —¡La más
abominable de las concupiscencias!—; pero todo fue bajar sus redondos párpados
pálidos como levantarse de sus zapatos, empapada en llanto, la monja
paralítica, y más corriendo los abrió... Rasgó la sombra, abrió los ojos,
salióse de sus adentros hondos con las pupilas sin quietud, como ratones en la
trampa, caótica, sorda, desemblantadas las mejillas —alfileteros de lágrimas—,
sacudiéndose entre el estertor de una agonía ajena que llevaba en los pies y el
chorro de carbón vivo de su trenza retorcida en invisible llama que llevaba a
la espalda ...
Y no supo más de ella. Entre un cadáver y
un hombre, con su sollozo de embrujada indesatable en la lengua, que sentía
ponzoñosa, como su corazón, medio loca, regando las hostias, arrebatóse en
busca de sus tijeras, y al encontrarlas se cortó la trenza y, libre de su
hechizo, huyó en busca del refugio seguro de la madre superiora, sin sentir más
sobre sus pies los de la monja...
*
* *
Pero, al caer su trenza, ya no era trenza:
se movía, ondulaba sobre el colchoncito de las hostias regadas en el piso.
El hombre-adormidera buscó hacia la luz. En
las pestañas temblábanle las lágrimas como las últimas llamitas en el carbón de
la cerilla que se apaga. Resbalaba por el haz del muro con el resuello
sepultado, sin mover las sombras, sin hacer ruido, anhelando llegar a la llama
que creía su salvación. Pronto su paso mesurado se deshizo en fuga espantosa.
El reptil sin cabeza dejaba la hojarasca sagrada de las hostias y enfilaba
hacia él. Reptó bajo sus pies como la sangre negra de un animal muerto, y de
pronto, cuando iba a tomar la luz, saltó con cascabeles de agua que fluye libre
y ligera a enroscarse como látigo en la candela, que hizo llorar hasta
consumirse, por el alma del que con ella se apagaba para siempre. Y así llego a
la eternidad el hombre-adormidera, por quien lloran los cactus lágrimas blancas
todavía.
El demonio había pasado como un soplo por
la trenza que, al extinguirse la llama de la vela, cayó en piso inerte.
Y a la medianoche, convertido en un animal
largo —dos veces un carnero por luna llena, del tamaño de un sauce llorón por
la luna nueva—, con cascos de cabro, orejas de conejo y cara de murciélago, el
hombre-adormidera arrastró al infierno la trenza negra de la novicia que con el
tiempo sería madre Elvira de San Francisco —así nace el cadejo—, mientras ella
soñaba entre sonrisas de ángeles, arrodillada en su celda, con la azucena y el
cordero místico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario