Lavan y se divierten las muchachas a orillas del arroyo. Sus
risas, antes de perderse en la espesura del monte saltan sobre las piedras del
arroyo, se dan un chapuzón que las enfría y se dejan ir de hoja en hoja hasta
perderse en las ondas de la brisa.
Las chicas se tiran agua a la cara. Se corren para mojarse.
Se persiguen con calabazas llenas de agua espumosa. Juegan y son felices a su
manera cantando un estribillo de moda:
“Juegan y se divierten
a su manera.
Esa es la vida
de las lavanderas”.
Pero esa tarde la vida de las jóvenes lavanderas cambiaría
para siempre. Jasy había decidido bajar a la tierra para dar uno de sus
acostumbrados paseos y venía acompañada por Mbyja. Las dos, cuando visitaban
los sitios terrenos, se convertían en muchachitas campesinas que iban de viaje
por el monte en busca de sus padres.
Jasy junto a Mbyja acertaron pasar por aquel arroyo donde
lavaban y jugaban las lavanderas. Extenuadas y sedientas estaban las dos mozuelas
y llegaron junto a las lavanderas. “¿Podrían darnos un poco de agua limpia para
calmar nuestra sed”, dijo Jasy. Las lavanderas, entre risas le contestaron que
allí no había nada para calmar la sed. Entonces Jasy y la pequeña siguieron su
camino.
De pronto las lavanderas aparentemente arrepentidas,
llamaron a las dos jovencitas mostrándoles dos calabazas en las que
supuestamente había agua fresca. Pero al llegar junto a ellas encontraron que
las calabazas estaban llenas de espuma y las chicas volvieron a irse, ahora la
más pequeña: Mbyja lloraba de sed. Las lavanderas prorrumpieron en risas cada
vez más estentóreas. Risas gordas que al pretender saltar de piedra en piedra
caían con fuerza en el agua del arroyo desintegrándose, risas espumosas que no podían
avanzar ni con la ayuda del viento.
Jasy entonces levantó la vista hacia los cielos como para
pedir ayuda y ante sus ojos apareció el gua’a divino que les dijo: “Allí hay un
manantial de agua fresca, vayan y beban” y acercándose a las lavanderas les
dijo: “Y para ustedes ahí va este castigo”.
Las lavanderas pretendieron huir asustadas del gua’a, pero
no tuvieron tiempo. Una de ellas alcanzó a decir “jaha” que por el susto le
salió como si dijera “chahã” pero en el acto fueron convertidas en dos aves
idénticas, de carne fofa como la espuma del jabón y, por lo desatentas que
fueron cuando humanas, hoy viven obligadas a prestar vigilancia a los demás
habitantes del monte. Es por eso que el chahã vive en pareja y en permanente
vigilia, avisando de los peligros al resto de los animales.
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