jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda de Karai Vos

Casi sin responder, el viejo echa en su bolsa vieja y raída el pan que en aquel rancho acaban de darle. Karaí Vosã anda por las calles constantemente.

Nadie sabe lo que lleva en su bolsa de arpillera pero allí mete todo lo que encuentra. Seguramente un entrevero de cosas. Se le ha visto meter la comida que en las casas le regalan, las latas viejas que por ahí encuentra y que levanta quién sabe para qué, tornillos y clavos en desuso, algún cachorro abandonado también ha ido a parar a la bolsa del viejo.

Se dice que está loco porque habla solo.

Se dice que no tiene casa ni sitio donde dormir porque siempre se lo ve vagando por las calles.

Se dice que es un asqueroso porque casi nunca se baña y se encima unas ropas con otras.

Se dice que se alimenta de sus perros a los que tiene a su alrededor por medio de hechizos.

Se dice que cuando encuentra un niño solo por las siestas lo mete en la bolsa y se lo lleva, para luego matarlo y comerlo. El Karai Vosã, el hombre de la bolsa o el señor de la bolsa es un personaje infaltable en todos los pueblos. Los niños le temen y huyen de su presencia.

Mentando al karai Vosã, las madres logran que sus hijos desobedientes se queden en casa en las pesadas siestas de verano. La hora que más le gusta a Karai Vosã. La hora en que sale especialmente a cazar niños. Si te encuentra solo en la calle, estás perdido. Hay que tener cuidado porque con su mirada ladina te puede paralizar. No lo mires mucho si es que te topás con él por ahí.

La leyenda de la Niña Francia

Es domingo. En la iglesia de Trinidad la gente se arremolina a la salida de misa.

Un muchacho alto y de elegante porte avanza con paso firma hacia la arboleda del fondo de la Iglesia. Por la otra galería una niña ha salido de la iglesia y con pequeños pasos también se dirige hacia allí. Van a encontrarse en secreto.

Están enamorados y si tuviéramos que remitirnos a los inicios de este amor diríamos que todo comenzó cuando el muchacho levantó el pañuelo que la niña dejó caer a la salida de misa un domingo, hace ya algunos meses. La pasión ha ido alimentándose en secreto y el amor fue creciendo. Ahora los jóvenes hablan sobre la posibilidad de comprometerse. El muchacho no se anima a enfrentar al tutor de la niña sin que ésta hable antes con él explicándole sus sentimientos. ¡Nada más y nada menos que el Supremo! Don José Gaspar Rodríguez de Francia, en el apogeo de su gobierno, se muestra inaccesible aún para la niña. Aunque suele visitarla es parco. Parece haber perdido el don de la elocuencia que lo llevó a encabezar el primer grito de independencia americano.

La niña promete hablar con su tutor a la brevedad.

El mozo promete volver a verla a través de la reja de su casa y llevarle flores silvestres.

En los breves minutos que están juntos experimentan el goce juvenil de amor sano y sincero. Sus miradas, sus breves caricias y un furtivo y delicado beso engalanan el encuentro.

Días más tarde el Supremo visita la casa de la niña, se interesa por su estado de salud, conversa con las criadas que tienen la misión de cuidarla. Vela, celoso, porque en esa casa no falte nada. La niña debe criarse con las necesidades satisfechas.

La niña pide hablar con él.

Se sientan ambos en sendas sillas de asientos de mimbre. La niña tímidamente pero decidida  le cuenta que tiene un pretendiente y que el joven desea hablar con él. ¡Cómo se atreve! piensa Don Gaspar. Pero su semblante se mantiene serio escuchando a la niña. Pregunta con interés fingido el nombre del muchacho. José Antonio Rojas de Aranda, responde la niña. Pregunta en dónde se ven. A la salida de misa, los domingos en Trinidad, responde la niña. Pregunta si está segura de su amor. Y la niña sonríe sonrojándose. Ya no pregunta: Puedes retirarte, dice ahora y la niña avergonzada pero feliz de haber confesado su amor va hacia sus habitaciones.

El Supremo llama a las criadas y sentencia con voz grave y alta, como para ser escuchado por la niña. Ninfa, la niña no volverá a salir de esta casa. Se prohíbe terminantemente las misas del domingo y cualquier otra actividad. Dicho esto, Don Gaspar sale al patio, desata su caballo, se acomoda en la silla y emprende la marcha hacia su quinta de Yvyrai.

La niña, que ha escuchado las palabras del tutor, rompe a llorar amargamente.

A su mente venía la conversación con el Supremo. No se había explicado bien. No había insistido. No había demostrado la suficiente pasión. Se culpó de estas y otras muchas cosas. Las horas fueron apagando el llanto y encendiendo nuevas esperanzas. La noche se iba cerrando sobre la arboleda de naranjos que rodeaba la casa y con la noche llegaría el amado. El siempre tenía una salida para las situaciones más difíciles.

Allí va el Supremo. Precedido a buena distancia por los guardias que van anunciando su paso. Las ventanas de las pocas casas que se levantan en el camino corren las cortinas, cierran las persianas. Apagan las luces.

El trote lento de su caballo lo lleva a perderse en sus pensamientos. Marcha solo el animal. Ya sabe el camino de memoria. Fiel compañero aquel caballo. El Supremo recuerda sus años mozos. Sus aventuras amorosas. Aquellos Rojas de Aranda tenían en sí mismos el poder de la seducción. Uno de ellos se había interpuesto en el amor que José Gaspar profesaba por una joven y lo había humillado conquistando a quien él tanto amaba.

La soledad había vuelto agrio al Supremo. El poder lo había aislado de la gente.

Ahora otro Rojas de Aranda en su camino queriendo llevarse el único afecto de su vida. Pero esta vez era él quien podía evitar la concreción del amor. El destino había dado una vuelta completa. Jamás permitiría que uno de aquellos se entrometiera en su vida. ¡Jamás!

Diez de la noche. Un jinete llega hasta el naranjal y se apea de su caballo. Lo esconde entre los árboles y se dirige a hacia la casa. El perro guardián, Sultán, sale a recibirlo con festejos. Se diría que es el dueño de la casa pero no enfila hacia el portal. Da un rodeo y se acerca hacia una de las ventanas enrejadas. Allí lo espera la niña. Se echa el sombrero hacia atrás, cruza su brazo entre los barrotes y toma por la cintura a la prenda de su amor. Impaciente por saber las noticias de la entrevista inquiere a la niña: “¿Qué pasó con nuestra petición?”. La niña relata la entrevista con el Supremo. “Traerán otro perro guardián”, dice la niña. “No te preocupes, me haré su amigo, ya ves que con Sultán no me ha sido muy difícil”, dice el mozo acariciando la cabeza del perro que está a su lado.

Las palabras de amor de José Antonio borran las amargas huellas que dejaran las palabras de el Supremo. “Todo se arreglará muy pronto”, dice el muchacho antes de marcharse.

Nunca más se supo de él.

¿Acaso fue secuestrado por los guardias del Supremo?

¿Acaso fue enviado a otras tierras?

¿Acaso fue asesinado?

Lo cierto es que el joven desapareció como por arte de magia. Nunca más volvió a visitar a la niña y la niña nunca más volvió a salir de aquella casa. Los días que pasaron por su vida fueron todos iguales. La niña no dirigía su mirada a nadie. Apenas si probaba bocado de las comidas que les servían las criadas de Francia. No hablaba nunca con nadie. No contestaba las preguntas que se le hacían. Pero por las noches, se pegaba a la reja de su ventana y miraba la luna añorando a su amado. De pronto le parecía que asomaba entre los naranjos la esbelta figura, pero todo se reducía a su imaginación. El hombre de sus sueños no volvería a aparecer. Sultán ya no hacía fiestas a nadie. Ladró, eso sí durante muchas noches desconsoladamente. Ladró insistente una noche nublada en la cual las estrellas se escondían en los oscuros nidos de las nubes. El Supremo estaba allí. Había pasado largo tiempo desde aquella noche aciaga en la que pronunció su sentencia. Ahora volvía. ¿Qué extraños designios lo traían nuevamente a la casa? Nadie lo sabrá jamás.

“Tu padre quiere verte”, anunció Ninfa a la niña.

La niña enloquecida por la furia contenida durante tanto tiempo le respondió con gritos bien entendibles. “El no es mi padre. Es un monstruo. Me quitó el amor. No quiero verlo”, gritaba la niña mientras las mulatas del servicio la arrastraban ante la presencia del Supremo. La niña se paró frente a él con toda la arrogancia de la juventud: “Te odio. Te odiaré toda la vida. Tú no eres mi padre”, le dijo mirándolo a los ojos. La niña escupió en el suelo: “Me das asco”, le dijo y luego inició una carcajada terrible en la que ya se podía entrever la demencia. El Supremo dio media vuelta y se retiró. Nunca más volvería a aquella casa.

A la muerte del dictador, en su testamento no se encontró ninguna mención a la niña. Nadie sabía su verdadero nombre excepto él, así que la niña quedó sin nombre para la eternidad. A la muerte de Ninfa, la celadora, las mulatas se hicieron cargo de la niña. Se mudaron a una casa del centro y allí continuó su eterno encierro.

Las mulatas se turnaban para el trabajo de la casa y también para las salidas, en las cuales vendían productos casa por casa. La gente deseosa de conocer los secretos de la niña preguntaban por ella, pero las mulatas se guardaron siempre de hablar. Vendían sus productos, contestaban amablemente lo que podían y callaban cuando les hacían preguntas indiscretas.

La niña Francia murió, tal vez de pena, tal vez de locura de amor, una mañana soleada... Nunca pudo caminar libremente por las calles. Cuatro soldados llevan su ataúd y las fieles mulatas le acompañan como único cortejo.


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