jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda de Ka’aguy Póra

Un grupo de hombres a caballo avanza por el monte.

Van contando sus hazañas y, chacoteando, se tientan unos a otros. Para quien los observa desde el follaje es claro que estos hombres están bajo el picante efecto de la caña. Han bebido y se han largado al monte en busca de presas. Lo hacen para competir entre ellos. Quien logre la pieza mayor se quedará con la gloria por un momento. Los otros deberán esperar una nueva oportunidad.

Armados de grandes escopetas avanzan por el monte.

Los caballos se muestran inquietos. Presienten algo malo.

Los hombres se detienen en un claro y rodeados de sus perros, dejan sus cabalgaduras y parten a pie entre el chircal. Buscan venados, chanchos salvajes, tapires...Cualquier animal que pueda ser cazado y les de ese momento de supremacía que tanto ansían.

El monte los mira con recelo.

Con sus pequeños ojos de gigante sigue cada paso que dan.

En el poblado, otro grupo de hombres se dedica a seguir los caminos del alcohol y esperan la vuelta de sus compañeros. Han prometido volver cuando baje el sol con las presas atadas a sus caballos. Desde lejos se sabrá quién trae la mayor por la polvareda que levantará.

Ladran los perros y olfatean el aire.

Han detectado algún animal. Corren los perros. Todos en una misma dirección.

Los hombres, achispados, siguen los pasos de los canes cazadores con las escopetas listas.

De pronto los ladridos cesan.

Los hombres detienen el paso, esperan.

Los perros comienzan a chillar como si alguien los estuviera apaleando.

Los hombres quedan como postes, clavados al suelo. En su borrachera entienden que algo grave está por ocurrir. Los perros, efectivamente, regresan dando chillidos lastimeros. Se acurrucan a los pies de los cazadores buscando protección.

Uno de los hombres envalentonando a los demás grita:

“Debe ser una manada de chanchos salvajes. Vamos a cazarlos.”

Y los demás siguen los pasos de quien se ha convertido en adalid. Corren hacia la arboleda de donde vinieron los perros.

“Rodiémoslos”, dice el líder, y los hombres se esparcen formando un semicírculo.

Son cazadores expertos. Muchas veces han entrado en el monte a y han vuelto con buenas piezas. Muchas veces han enfrentado el peligro de los tigres que aparecen de improviso saltando desde los árboles y de las serpientes que nunca se sabe de dónde aparecen.

Ahora entran en la arboleda cerrada por numerosas lianas y helechos gigantes.

El bosque los mira.

“Allí están”, dice el líder, y alza su escopeta para disparar sobre un chancho enorme que le viene a torear de frente. Suena el disparo, potente y seco. Retumba largamente con un largo chiflido por todo el monte. El animal cae y comienza un berrinche agónico que los hombres festejan con risotadas. Los otros chanchos de la manada huyen hacia otro sitio más espeso.

“Difícil que puedan superarme. Es el más grande de la manada”, dice el líder de los cazadores.

Bromas y chacota están en la punta de la lengua de los otros. Todo es algarabía. El cazador pela de su cintura un gran cuchillo y mirando a los ojos del animal le produce un gran corte a la altura del cuello. El chorro de sangre salta bañándole el pecho y los otros festejan con ruidosos sapukái.

El cazador ata las patas delanteras del chancho con una cuerda y ata la cuerda a un árbol cercano. “Para que no se lo lleve el Ka’aguy Póra”, dice malicioso tentando a los otros. Ríen los cazadores. Todos. Todos, excepto uno. El más viejo mueve la cabeza negando y murmulla para sí. “Lo ha convocado” dice el viejo, pero nadie lo escucha.

“Vamos a buscar a los otros”, dice uno de los cazadores.

Y la cacería se reinicia. La manada que se encontraba cerca de allí observando a los hombres desde la espesura, corre alocada hacia otro sitio. Los hombres vuelven a hacer un rodeo.

La caza ha continuado y varias son las presas que traen arrastrando con cuerdas. Tácitamente, el lugar donde fue cobrada la primer pieza ha quedado designado como el lugar de encuentro. Hacia allí marchan los cazadores. Ninguno ha podido cazar un animal más grande que el primero y todos vienen hablando del tema.

Cuando llegan al sitio, no encuentran al gran chancho.

“Ka’aguy Póra” dice el viejo entre dientes.

Los hombres, azorados, no saben qué decir.

“Me robaron la presa” grita el que en un momento se erigió en líder del grupo. Obnubilado por el alcohol y la sangre el hombre busca un culpable. “Ese fuiste vos, viejo”, grita el hombre. “Ka’aguy Póra” vuelve a decir el viejo entre dientes. “Ahora entiendo, cuando desapareciste fue para robarme la pieza. ¿Dónde la pusiste?” increpa al hombre. “Estamos cazando sin necesidad”, dice el viejo. “Eso no te da derecho” insiste el hombre sacando amenazadoramente su cuchillo por segunda vez en el día. El viejo no se defiende. Un rugido terrible se escucha en el monte. Los hombres quedan paralizados, pues de inmediato y detrás del cazador que amenaza al viejo un gigante de cinco metros de altura aparece haciendo a un lado los árboles. En su enorme cabeza los ojos fulgurantes hipnotizan a los cazadores. “Ka’aguy Póra” dice el viejo entre dientes y es lo único que seguirá diciendo por el resto de sus días.

Agita su salvaje crin el gigante y una especie de pipa hecha con una calavera que lleva en su mano. Ruge furioso el monstruo y se abalanza sobre los hombres.

En vano esperaron en el poblado la vuelta de los cazadores a la puesta del sol. Los hombres siguieron bebiendo hasta caer en un profundo sueño.

Al día siguiente, preocupados y sobrios, los hombres del poblado se organizan para salir a buscar a los cazadores perdidos. Los más optimistas dicen que no vale la pena. Que pronto volverán. Que se habrán quedado en el monte para cobrar más piezas. Pero algunos temen. El monte es peligroso.

Ninguno sabe que todos los preparativos serán inútiles.

Por el camino se acerca un hombre de a pie.

Es el viejo.

Es el único sobreviviente.

Delira y repite en su extravío: “Ka’aguy Póra”.


Los hombres del poblado lo rodean pidiendo explicaciones sobre los demás cazadores. Pero el viejo parece saber sólo dos palabras: “Ka’aguy Póra”. Una y otra vez contesta el viejo “Ka’aguy Póra”. Hasta que al fin los hombres entienden. Conocedores de la leyenda y temerosos de internarse en el monte dejan al viejo en paz. Ka’aguy Póra le ha perdonado la vida pero le ha quitado el juicio.

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