Un grupo de hombres a caballo avanza por el monte.
Van contando sus hazañas y, chacoteando, se tientan unos a
otros. Para quien los observa desde el follaje es claro que estos hombres están
bajo el picante efecto de la caña. Han bebido y se han largado al monte en
busca de presas. Lo hacen para competir entre ellos. Quien logre la pieza mayor
se quedará con la gloria por un momento. Los otros deberán esperar una nueva
oportunidad.
Armados de grandes escopetas avanzan por el monte.
Los caballos se muestran inquietos. Presienten algo malo.
Los hombres se detienen en un claro y rodeados de sus
perros, dejan sus cabalgaduras y parten a pie entre el chircal. Buscan venados,
chanchos salvajes, tapires...Cualquier animal que pueda ser cazado y les de ese
momento de supremacía que tanto ansían.
El monte los mira con recelo.
Con sus pequeños ojos de gigante sigue cada paso que dan.
En el poblado, otro grupo de hombres se dedica a seguir los
caminos del alcohol y esperan la vuelta de sus compañeros. Han prometido volver
cuando baje el sol con las presas atadas a sus caballos. Desde lejos se sabrá
quién trae la mayor por la polvareda que levantará.
Ladran los perros y olfatean el aire.
Han detectado algún animal. Corren los perros. Todos en una
misma dirección.
Los hombres, achispados, siguen los pasos de los canes
cazadores con las escopetas listas.
De pronto los ladridos cesan.
Los hombres detienen el paso, esperan.
Los perros comienzan a chillar como si alguien los estuviera
apaleando.
Los hombres quedan como postes, clavados al suelo. En su
borrachera entienden que algo grave está por ocurrir. Los perros,
efectivamente, regresan dando chillidos lastimeros. Se acurrucan a los pies de
los cazadores buscando protección.
Uno de los hombres envalentonando a los demás grita:
“Debe ser una manada de chanchos salvajes. Vamos a
cazarlos.”
Y los demás siguen los pasos de quien se ha convertido en
adalid. Corren hacia la arboleda de donde vinieron los perros.
“Rodiémoslos”, dice el líder, y los hombres se esparcen
formando un semicírculo.
Son cazadores expertos. Muchas veces han entrado en el monte
a y han vuelto con buenas piezas. Muchas veces han enfrentado el peligro de los
tigres que aparecen de improviso saltando desde los árboles y de las serpientes
que nunca se sabe de dónde aparecen.
Ahora entran en la arboleda cerrada por numerosas lianas y
helechos gigantes.
El bosque los mira.
“Allí están”, dice el líder, y alza su escopeta para
disparar sobre un chancho enorme que le viene a torear de frente. Suena el
disparo, potente y seco. Retumba largamente con un largo chiflido por todo el
monte. El animal cae y comienza un berrinche agónico que los hombres festejan
con risotadas. Los otros chanchos de la manada huyen hacia otro sitio más
espeso.
“Difícil que puedan superarme. Es el más grande de la
manada”, dice el líder de los cazadores.
Bromas y chacota están en la punta de la lengua de los
otros. Todo es algarabía. El cazador pela de su cintura un gran cuchillo y
mirando a los ojos del animal le produce un gran corte a la altura del cuello.
El chorro de sangre salta bañándole el pecho y los otros festejan con ruidosos
sapukái.
El cazador ata las patas delanteras del chancho con una
cuerda y ata la cuerda a un árbol cercano. “Para que no se lo lleve el Ka’aguy
Póra”, dice malicioso tentando a los otros. Ríen los cazadores. Todos. Todos,
excepto uno. El más viejo mueve la cabeza negando y murmulla para sí. “Lo ha
convocado” dice el viejo, pero nadie lo escucha.
“Vamos a buscar a los otros”, dice uno de los cazadores.
Y la cacería se reinicia. La manada que se encontraba cerca
de allí observando a los hombres desde la espesura, corre alocada hacia otro
sitio. Los hombres vuelven a hacer un rodeo.
La caza ha continuado y varias son las presas que traen
arrastrando con cuerdas. Tácitamente, el lugar donde fue cobrada la primer
pieza ha quedado designado como el lugar de encuentro. Hacia allí marchan los
cazadores. Ninguno ha podido cazar un animal más grande que el primero y todos
vienen hablando del tema.
Cuando llegan al sitio, no encuentran al gran chancho.
“Ka’aguy Póra” dice el viejo entre dientes.
Los hombres, azorados, no saben qué decir.
“Me robaron la presa” grita el que en un momento se erigió
en líder del grupo. Obnubilado por el alcohol y la sangre el hombre busca un
culpable. “Ese fuiste vos, viejo”, grita el hombre. “Ka’aguy Póra” vuelve a
decir el viejo entre dientes. “Ahora entiendo, cuando desapareciste fue para
robarme la pieza. ¿Dónde la pusiste?” increpa al hombre. “Estamos cazando sin
necesidad”, dice el viejo. “Eso no te da derecho” insiste el hombre sacando
amenazadoramente su cuchillo por segunda vez en el día. El viejo no se
defiende. Un rugido terrible se escucha en el monte. Los hombres quedan
paralizados, pues de inmediato y detrás del cazador que amenaza al viejo un
gigante de cinco metros de altura aparece haciendo a un lado los árboles. En su
enorme cabeza los ojos fulgurantes hipnotizan a los cazadores. “Ka’aguy Póra”
dice el viejo entre dientes y es lo único que seguirá diciendo por el resto de
sus días.
Agita su salvaje crin el gigante y una especie de pipa hecha
con una calavera que lleva en su mano. Ruge furioso el monstruo y se abalanza
sobre los hombres.
En vano esperaron en el poblado la vuelta de los cazadores a
la puesta del sol. Los hombres siguieron bebiendo hasta caer en un profundo
sueño.
Al día siguiente, preocupados y sobrios, los hombres del
poblado se organizan para salir a buscar a los cazadores perdidos. Los más
optimistas dicen que no vale la pena. Que pronto volverán. Que se habrán
quedado en el monte para cobrar más piezas. Pero algunos temen. El monte es
peligroso.
Ninguno sabe que todos los preparativos serán inútiles.
Por el camino se acerca un hombre de a pie.
Es el viejo.
Es el único sobreviviente.
Delira y repite en su extravío: “Ka’aguy Póra”.
Los hombres del poblado lo rodean pidiendo explicaciones
sobre los demás cazadores. Pero el viejo parece saber sólo dos palabras:
“Ka’aguy Póra”. Una y otra vez contesta el viejo “Ka’aguy Póra”. Hasta que al
fin los hombres entienden. Conocedores de la leyenda y temerosos de internarse
en el monte dejan al viejo en paz. Ka’aguy Póra le ha perdonado la vida pero le
ha quitado el juicio.
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