Este hombre que ahora trenza su látigo de ysypo resguardado
en las anchas alas de su raído sombrero de paja vive solo en el monte. Nadie lo
ve sino una sola vez al año. Aparece para comprobar que se cumpla la tradición
de siempre el primer día de octubre. Viene preparado, con su rebenque listo
para castigar a quienes se atrevan a desafiar la costumbre.
Le interesa sobremanera la cocina de cada casa. Pasa hasta
donde las ollas están hirviendo sin importarle nada más. Lo ha hecho durante
siglos. ¿Quién podría cuestionar su actitud?
Malhumorado y hombre de pocas pulgas el Karai se pasea por
los poblados haciendo sonar su látigo para anunciar su llegada. Las mayoría de
las mujeres le ceden el paso y le dejan espiar en las ollas. Pero aquellas que
no han seguido la tradición, pretenden ahuyentarlo, temerosas. Esas no se
salvan del castigo.
Karai Octubre le llaman. Medio petisón es el hombre y su
ancho sombrero lo achata aún más. Lleva puestas unas ropas roñosas y, como ya
dijimos, hace sonar su rebenque antes de entrar a espiar en las cocinas y en
las ollas.
Karai Octubre es la pobreza, la miseria, las penurias.
Se le ahuyenta solamente con una olla repleta de comida.
Si no encuentra suficiente se queda con esa familia para
todo el año y, además de los rebencazos, la miseria les acompañará por todo el
año, con sus nefastas consecuencias.
De ahí que en todas las casas, cada primero de octubre, no
falte el puchero bien servido. De esa forma la conciencia de toda la familia quedará
tranquila por el resto del año. En cambio aquellos que se resistan y mezquinen
la comida de ese día tendrán que convivir con el hambre por el resto del año.
Esta tradición enseña al campesino a prever el alimento para los suyos durante
los meses de “vacas flacas”, época que se inicia en octubre y que abarca los
últimos meses del año.
El premio es para los previsores.
El castigo, para los haraganes.
La leyenda de Mala Visión
Llevaban más de tres años conviviendo en matrimonio. Habían
sido felices en los primeros tiempos, pero el monstruo de los celos les había
arrebatado la risa. La mujer con sus sospechas fue empujando a su marido hacia
la infidelidad y éste, cansado de los reproches que recibía en su casa, optó
por buscar consuelo en otros brazos. El hecho de celar sin motivo terminó por
producir lo que se temía. El hombre, a pesar de su infidelidad, seguía viviendo
con su mujer.
Pero la mujer ya no vivía para construir una familia sino
para destruir el matrimonio.
Cada paso que daba tenía siempre un propósito destructivo.
Se pasaba la vida pensando en cómo hacer caer a su marido en
las trampas que a menudo le tendía. Sus pensamientos fueron cayendo en la
locura hasta que un día la idea terrible ardió en su mente enferma. “Y si
alguien me pregunta por él, le diré que se fue con otra”, se decía la mujer en
plena efervescencia de sus macabras ideas.
No tenían hijos así que eso le evitaba cualquier
inconveniente.
No habría testigos.
Una noche la mujer esperó pacientemente a su marido. En el
lugar de la cama donde ella debía estar acostada acomodó unas viejas cobijas
que formaron un bulto parecido a su cuerpo y con un garrote bien pesado se
sentó a esperar a su marido. Lo esperaba como esperan los sabuesos que han
rodeado a su presa: tranquilamente, sin apuros.
Cuando el hombre llegó, la mujer no tuvo inconvenientes con
su plan. Lo recibió con un terrible garrotazo en la cabeza. Crujieron los
huesos y el hombre se despidió de la vida. La mujer, por las dudas, arremetió
con su primitiva arma y le dio unos cuántos golpes más impulsados por la fuerza
del odio que había alimentado durante tanto tiempo.
Arrastró el cadáver del hombre hasta una carretilla, lo
cargó y en medio de la oscuridad de la noche lo llevó hasta una cueva alejada
de su casa. Allí, en el fondo de la gruta, volcó el cuerpo sin vida y
cubriéndolo con ramas secas le prendió fuego.
Aún se tomó el trabajo, la mujer, de borrar las huellas de
la carretilla. Hizo todo esto con gran paciencia y nadie la vio. El crimen
había resultado perfecto. Su rostro ahora se veía distendido, casi feliz.
Cuando, en los días siguientes sus vecinos preguntaron por el marido, ella
contestaba alegremente: “Terminó yéndose ese sinvergüenza, con alguna loca por
ahí”.
La mujer no esperaba lo que iba a suceder.
Una semana después que el marido ardió en la gruta, la noche
se presentó tormentosa. Negras las nubes se podían divisar cada vez que los
relámpagos iluminaban la escena. La mujer, tarareando una canción, preparaba la
cena. Siempre había tenido la costumbre de cantar mientras hacía las labores.
Un ventarrón violento y repentino vino a incomodar su paz. Saltaron los vidrios
de la ventana. La mujer se dio vuelta asustada y vio suspendido en el aire el
cuerpo de su marido, echando chispas, cubierto de brasas. Un aullido
espeluznante se escuchó en toda la región. La mujer cayó muerta de espanto en
el acto.
El alma en pena del marido muerto había regresado al hogar.
Un gran incendio se desató más tarde en aquella casa y nadie
supo lo que había sucedido. Sólo encontraron el cuerpo sin vida de la mujer.
Pero el alma de aquel hombre, que también tenía su culpa, aún vaga por los
caminos y cuando ve viajeros solitarios o desprevenidos, suele lanzar sus
aullidos. Si alguno responde a sus gritos, entonces se presenta y con su imagen
terrorífica, lanzando chispas, enloquece o mata.
La leyenda de Kurusu Bartolo
Corre el año 1816. Corre Pai Bartolo hacia la iglesia. Ya es
hora de la misa. El sacristán ya ha llamado a los feligreses haciendo sonar la
campana y los pocos hombres y mujeres que pueblan los viejos bancos están
ansiosos de cumplir con la obligación cristiana de la santa misa.
Pai Bartolo viene de los campos sembrados. Ha estado
hablando con los campesinos pero antes visitó a dos familias que se dedican al
trabajo del tejido.
Ahora está en el altar sudoroso pero feliz de haber llegado
a tiempo para cumplir con su obligación. Las lecturas las hace el sacristán y
Pai Bartolo se reserva el sermón. Habla Pai Bartolo del escaso interés que en
la población despierta la palabra de Dios. Hace responsable de ello al gobierno
del El Supremo que difunde el materialismo y se olvida del alma de las gentes.
Habla con pasión y devoción. Habla convencido de que sus palabras transmiten la
verdad.
Así es Pai Bartolo, un hombre apasionado.
Un hombre que anda por los caminos de la vida contagiando a
la gente con su entusiasmo.
Esto es Villarrica del Espíritu Santo y aquí Pai Bartolo es
como de la familia. De todas las familias que viven, sueñan y trabajan en esta
ciudad. Es que Pai Bartolo recorre casa por casa con la esperanza de lograr que
se sumen a la escasa feligresía que asiste y colabora con la iglesia. No son
buenos tiempos para la iglesia en Paraguay. Por eso mismo hay que andar el
doble, dice Pai Bartolo.
Es un poco acelerado el cura, eso hay que decirlo. A veces le pide cosas a la gente
que la gente no puede dar. No, nada material, es con respecto a las actividades
de la iglesia. Las cosas espirituales. El compromiso. Esas cosas.
Pero eso es lo mínimo que se puede pedir a un católico, dice
Pai Bartolo.
En estos tiempos es distinto, le contestan a veces. Dios no
solamente está en su iglesia Pai, le dicen otros. Dios está más en nuestros
campos que en esa su iglesia, dicen. Para qué me voy a ir, para que digan que
soy un chupamedias del cura. Las cosas que Pai Bartolo escucha habitualmente
son para un hombre de fe a veces terribles, pero sin embargo sigue adelante.
Algunos campesinos reconocen que el entusiasmo de Pai
Bartolo es capaz de hacer brotar los almácigos más rápidamente. Las plantas
crecen más rápido cuando cruza por las quintas Pai Bartolo con su paso
inquieto. Los tejidos parecen avanzar el doble cuando él habla con quienes operan los telares.
Claro, esa inquietud, ese dinamismo, ese aceleramiento
tienen un precio. Más de una vez lo ha visto el sacristán sofocado y ahogado en
sus preocupaciones, pero Pai Bartolo rechaza cualquier tipo de ayuda. No más que un vaso de agua que
a veces era insuficiente para salir del trance en que sus propios nervios le
encerraban.
No se sabe bien cuando, pero Pai Bartolo un día olvidó el
camino de la iglesia y un campesino tuvo
que acercarlo con buena voluntad. Otro día se le encontró divagando por el
campo. Pai Bartolo empezó a hablar solo por las calles. La gente primero pensó
que era producto de su natural forma de ser, pero cuando comenzó a pasar frente
a sus conocidos sin dirigirles la palabra se dieron cuenta de que alguna grave
enfermedad le estaba aquejando.
Los familiares de Pai Bartolo entonces decidieron hablar con
el sacristán el cual confirmó sus temores. Decidieron entonces llevarlo a su
chacra y cuidarlo de que no salga pues todas las cosas se tornaban peligrosas
ante el comportamiento que por su enfermedad demostraba Pai Bartolo.
Pai Bartolo no aceptó esta situación de buenas a primeras y
una noche de tormenta logró escapar a los cuidados de su familia y salió a
caminar por los campos cercanos. En el camino intentó cruzar un arroyo pero
cayó en él y murió ahogado. Los lugareños le dieron sepultura junto a aquel arroyo
y señalaron el sitio con una cruz.
La cruz fue ganando fama de milagrosa y parece que escuchaba
particularmente los ruegos de los campesinos que llegaban a pedirle que les
enviara la lluvia. Tiempo después la cruz fue retirada y llevada a un oratorio
que a efecto de adoración le había construido don Hilario Meaurio en su
domicilio. Aún hoy se le adora cerca de allí y cada 3 de mayo, día de la cruz,
se acostumbra a hacer el sabroso Chipa Kurusu. Cuando los campesinos acuden a
ella ansiosos de lluvia para sus sembrados es infalible. El noveno día de la
novena, según cuentan, la lluvia siempre llega. Lo curioso es que cada tarde,
entre cánticos y sones de tambores suelen llevar la cruz en procesión para
darle un baño en aquel arroyo donde Pai Bartolo encontrara la muerte.
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