Escazú, la ciudad de las brujas, se encuentra sobre la falda de los
cerros de Alajuela, como si hubiera venido rodando desde arriba con su pedregal
y sus guaridas.
Allí, en una casa blanca con una puerta azul, en compañía de cinco
perros, vivía la bruja Elvira.
Según cuentan los vecinos, fue
muy bonita y se casó cuando aún era una niña con un joven del lugar. Formaban
una hermosa pareja y vivieron muchos años felices, hasta que un día, el joven
esposo salió como de costumbre para su trabajo y no volvió nunca más.
Miles de suposiciones se hicieron los pobladores de la ciudad, pero un
profundo misterio rodeaba la extraña desaparición del muchacho.
Elvira buscó sin descanso a su marido y como no conseguía saber nada
de él, comenzó a consultar a hechiceros y adivinos como último recurso.
Poco a poco fue conociendo las artes de unos y de otros y sin darse
cuenta aprendió el oficio hasta terminar por ejercer, con mucha sabiduría, el
arte de la brujería.
Pese a todo nunca logró saber nada de su querido esposo.
Pasó el tiempo, Elvira se fue acostumbrando a vivir sola, con la única
compañía de sus recuerdos más queridos y sus cinco perros.
Entonces decidió ocuparse en algo y comenzó a usar todo lo que había
aprendido.
Pronto se corrió la voz de que Elvira, la bruja, como habían empezado
a llamarla, sabía curar los males del cuerpo y del alma y así fue cómo
empezaron a llegar los vecinos en busca de alivio para sus dolores.
Una tarde calurosa del tercer mes del año, una muchacha de ojos color
café golpeó con sus nudillos la puerta azul de la casa blanca.
—¿Quién llama? —preguntó la bruja.
—¿Déjeme entrar, doña -rogó la joven.
La bruja abrió la puerta y se encontró con la imagen viva de la
desesperación.
—¿Qué tienes, hija?
—¡Ay doña, me quiero morir! —respondió la joven mientras se retorcía
las manos nerviosa.
—Contáme, a ver si te puedo ayudar —la animó Elvira.
—Mire doña..., estoy de novia con un joven hace ya unos meses y... al
principio nos llevábamos bien, pero ahora no sé qué le pasa, cada vez se aleja
más de mí, como si ya no me quisiera más.
—¿Y vos? —preguntó la bruja.
—Yo... yo lo quiero mucho —contestó la joven entre sollozos.
—Y... ¿qué querés de mí? —inquirió Elvira.
—Un aguizote para enamorarlo.
—Bueno, bueno..., no te desanimes, veré qué puedo hacer —contestó la
bruja.
Se dirigió hacia un gran aparador muy antiguo lleno de frascos,
estatuillas raras, bichos embalsamados y un viejo cofre de cedro amargo,
adornado con tachuelas doradas. Lo abrió y se dispuso a buscar el talismán que
le daría la felicidad.
Ahí estaban la "piedra del venado", el "ojo de
buey", los muñecos de cera, y en unos cacharritos de barro, el "agua
serena" en donde se bañaban por las noches los pájaros del buen agüero.
La bruja se quedó un largo rato mirando aquellas cosas, luego cerró el
cofre y miró a la muchacha.
Era bonita y graciosa pero tan mal arreglada...
Se quedó pensando y después dijo:
—Sí, sí —enseguida colocó en un ángulo del cuarto una gran tina, trajo
algunos baldes de agua tibia de la cocina y volvió a decir:
—Sí, sí —y cuando la tina estuvo llena, miró a la joven y le pidió que
se sacara la ropa.
—¿Cómo?
—Sacate la ropa, hijita —aclaró la bruja.
—¿Para qué? —preguntó sorprendida la muchacha.
—Te voy a bañar con el "agua serena". Da muy buenos
resultados —respondió la bruja sin dejar de preparar el baño.
—¿Aquí?
—Claro pues.
—Me da vergüenza —murmuró la joven.
—No debes tener vergüenza conmigo; yo puedo ser tu madre —dijo la
bruja riendo.
Mientras tanto deshojaba flores de platanillo y las arrojaba en el
agua diciendo:
—Cegua, recegua, nariz de manegua.
Ayudó a la muchacha a entrar en la tina y sin dejar de decir:
"Cegua, recegua, nariz de manegua", comenzó a derramar agua con una
jarra sobre los hombros y sobre la cabeza.
"Cegua, recegua, nariz de manegua", repetía como si fuera
una oración mientras el agua corría por todo su cuerpo.
Terminado el baño, Elvira la cubrió con un gran lienzo, la hizo sentar
en un taburete y comenzó a alisar sus cabellos terminando el peinado con dos
largas trenzas que anudó graciosamente en la nuca. Le colocó una flor sobre la
oreja izquierda, la ayudó a ponerse una túnica que tenía de cuando ella era más
joven y dándole una palmadita la despidió sonriendo.
—¿Y el aguizote, doña? —preguntó la joven.
—El aguizote sos vos, tonta —respondió la bruja poniéndola frente a un
espejo.
La muchacha se miró sorprendida y comprendió; su rostro se iluminó de
alegría.
Un beso fue todo el pago y se alejó feliz.
Escazú era un poblado pequeño, y como en los pueblos pequeños todo se
sabe, también se supo que hubo una boda con una gran fiesta donde una muchacha
de ojos color café se había casado con un joven del lugar.
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