Éstas son las tierras de Carapeguá,
ciudad ubicada en el
departamento
Paraguarí: escenario de la leyenda del pombéro.
En medio de la noche Itivere despertó con la sensación de
que algo rondaba su choza. Salió y anduvo un buen rato por los alrededores del
monte con pasos sigilosos pero nada pudo ver ni escuchar. Sólo algunos pájaros
nocturnos, breves aleteos y graznidos apenas perceptibles.
Itivere piensa en Guyravera, su amada esposa.
Guyravera descansa, enorme la curva de su vientre. Habita en
él la vida de un nuevo ser que pronto brillará para ellos. Guyravera sueña
paraísos de paz y ni siquiera en sueños atisba la desgracia que el destino les
ha entregado hace ya un buen tiempo.
Itivere mira al cielo cara a cara al jaguaveve que parece
estar quieto pero que, él lo sabe, pronto se irá. Mira confiado a la desgracia,
la desafía. Cree que enfrentando al astro, las desgracias huirán muertas de
miedo. Confía en su poder. En su fuerza hay algo natural que siempre lo ha
sacado a flote en los momentos más acuciantes. Confía en sus propias fuerzas.
Itivere no ha escuchado los silbidos fuertes y agudos que
desde hace varias lunas rodean el poblado y en particular su choza. Un silbido
que parece salir de la oscuridad misma de la noche. Un silbido cargado de
magia, algo que Itivere desprecia.
Desde cientos de años atrás los akahendy merodean los
poblados guaraníes. Siempre con la esperanza de engendrar en una mujer de
suprema belleza que mejore las extrañas características de su raza. Los
akahendy, homúsculos pequeños, nunca descubrieron las distintas formas de generar
el fuego. En las noches más oscuras roban los tizones de los fogones y los
llevan hasta sus poblados. Son expertos, eso sí, en preparar elíxires y filtros
con hierbas y mieles. Son expertos en esa magia que proviene del poder de las
hierbas.
El cuerpo de estos pequeños seres, que no superan la
estatura de un niño de diez años, está cubierto de vellos de una gran suavidad
los cuales les crecen incluso en las palmas de las manos y en las plantas de
los pies.
Pueblo rencoroso, los akahendy, marcan a sus víctimas
tocándolas con sus velludas manos. Una caricia imperceptible que provoca un
escozor de extraña sensación en las niñas y que les hace amigas de las sombras
para siempre.
Los akahendy son más veloces que el viento y para no ser
descubiertos se mimetizan como si fueran
ñandúes empollando, o como troncos secos o como matorrales. La forma de
su cuerpo y sus extrañas vestimentas hechas de pieles, plumas y hojas les
ayudan a despistar a sus enemigos.
Capaces de la amistad, los akahendy esperan la ofrenda de
los pueblos que cerca de los matorrales les dejan caña, tabaco y miel. La
respuesta generalmente no se hace esperar. Los akahendy retribuyen las ofrendas
con huevos de pájaros, panales llenos de miel, y otras delicias del monte. Pero
también son muy vengativos cuando la ofrenda no llega.
Guyravera ya siente los primeros síntomas del parto. Se
recuesta dentro de la choza y al poco tiempo, cerca de la medianoche, nace una
niña. Itivere escucha un silbido largo y profundo. Sale a ver, siente pasos y
un tizón encendido escapa del poblado hacia el monte a gran velocidad. Itivere
lo entiende todo. Los akahendy han robado el fuego de la vida a su pequeña
hija. Lleno de furia intenta perseguir al duende pero sus fuerzas se acaban
bien pronto. Es imposible perseguir a quien corre más rápido que el viento.
Desesperanzado vuelve al poblado. Su niña es más hermosa de lo que hubiese
podido imaginar pero él sabe que el fuego de la vida ya no le pertenece. Ha
sido tocada por las heladas manos del akahendy.
Itivere se revuelve en su propia impotencia. Sabe que con la
fuerza no podrá lograrlo. Entonces decide granjearse su amistad. Tal vez de esa
forma logre liberar a su hija del maleficio. Itivere deja ofrendas a los
duendes. Una y otra vez las ofrendas desaparecen pero no son retribuidas. Signo
inequívoco de que la amistad no será dada.
Ha crecido la niña. Su padre la observa con pena. Trata de
seguir sus movimientos pero al menor descuido Iramara se pierde de la vista de
los suyos. La niña prefiere los lugares oscuros del monte. La penumbra es su
aliada y se siente atraída irremediablemente hacia ella.
Una tarde en que Iramara se ha desprendido de la vigilancia
de su padre y se encuentra en lo espeso del monte trepada a un añoso árbol, es
sorprendida por un hombrecillo que se presenta ante ella de improviso y festeja
su gusto por las sombras.
“Si te gusta la sombra y la oscuridad de los montes,
entonces también te gustará la miel, tanto como a mí” dice el hombrecillo.
La niña acepta la miel que el duende le alcanza y siente que
la presencia de aquel ser le hace sentirse más segura. Menos rara. Aceptada y halagada la niña entabla una
conversación fluida con el duende que no se limita tan sólo a esa tarde, sino a
muchísimas tardes más.
El hombrecito le realiza permanentes obsequios y la niña se
siente a gusto con él.
Ahora, Iramara es una adolescente hermosa. Ha pasado mucho
tiempo desde aquel primer encuentro con Timbe, el duende, y se han hecho muy
amigos.
El hombrecito le ha estado embrujando con la magia de sus brebajes.
Iramara ya está lista para la gran expedición de la que siempre hablan cuando
están juntos. Partir a tierras lejanas, abandonar la aldea a la que nada ni
nadie la ata, irse por los caminos del monte... Iramara lo siente en su sangre
joven en la que el deseo también empieza a bullir, no sólo por el desarrollo
natural sino, y sobre todo, por los brebajes que Timbe le proporciona.
Itivere y Guyravera se han vuelto taciturnos de tanta
tristeza. Su hija, la luz de sus ojos, los desprecia. No contesta a sus
preguntas. Se encierra en un ensimismamiento en el que ellos ven el fin. Ambos
han decidido irse de la aldea. Llevarse lejos de allí a Iramara, arrancarla de
las garras de los akahendy y comenzar una nueva vida más allá del horizonte. Lo
han pensado mucho y al fin se han decidido. No encuentran otra forma de salvar
la vida de su amada hija.
Pero los akahendy también han decidido con respecto a la
vida de Iramara.
“Ha llegado el momento”, dice Timbe a sus congéneres.
“Hoy traeré a Iramara”, repite el duende y una multitud de
hombrecitos aúllan de placer y lanzan risotadas sin sentido mientras se
revuelcan en el campo pelado.
“Mañana partiremos”, dice Itivere a Guyravera.
La mujer calla, presiente que todo será inútil pero no
contrariará a su esposo.
Itivere vigila su choza. Duerme Guyravera. Duerme Iramara.
Pero la noche no duerme. La oscuridad de unas nubes densas y negras va
cubriendo el cielo. Se escucha un silbido. La luna ya ha desaparecido del
cielo. Algunos relámpagos caen en la lejanía como agujas de fuego.
Un descuido apenas y la niña ha desaparecido. Itivere
descubre la hamaca vacía. No recuerda haberse dormido. Despierta a Guyravera.
Iramara se ha ido.
“Volverá” dice la madre. Pero la niña ya no ha de volver.
Cerca de los pantanos, en la zona más oscura, se puede ver
lo que Itivere y Guyravera no quieren imaginar. Allí están Iramara y Timbe. El
duende la convence para partir. Le da de beber los zumos mágicos y se la lleva.
La niña va sentada en un especie de trono que los akahendy han construido sobre
dos varas. Varios hombrecitos se turnan para llevar las varas sobre sus
hombros.
Cuando llegan a su destino la tierra y los árboles y los
matorrales parecen despertar. De todos lados surgen más y más hombrecitos.
Hediondos y zaparrastrosos. Excitados por la presencia de la bellísima
adolescente rodean el pequeño trono con frenesí ensordecedor. Gritos. Zapateos.
Risas y un olor inmundo que casi desmaya a Iramara. Nuevamente Timbe le alcanza
zumos mágicos y la niña entra en un estado de sopor del que ya no saldrá nunca
más. Ella no imagina que será fecundada por estos pequeños monstruos, no
entiende del todo lo que sucede, no entiende la lascivia de los hombrecillos
diabólicos. Pero está allí en medio de la turba y nada puede hacer.
Itivere, al amanecer, viendo que su hija no regresa, decide
reunir a su tribu y partir en su busca. Allá van los bravos indios en busca de
las tierras de Karapegua, en busca de los akahendy para exterminarlos. Dos días
caminaron los indios hasta llegar a las planicies de Karapegua que tienen
frente a ellos. Amanece nuevamente y el jefe, Itivere, siente la proximidad de
su hija. La vé y corriendo a su encuentro la toma entre sus brazos y sale del
círculo de duendes, incendiándolo todo. Los indios ponen fuego a todos los
matorrales y el fuego se extiende de inmediato rodeando a los hombrecitos
infernales.
“Ahora están donde deben estar”, dice Itivere con su hija en
brazos mientras se aleja caminando por la orilla de un río. La venganza está
hecha y el guerrero siente que su hija está a salvo aunque la observa temblar
en sus brazos. Un sudor helado cubre el cuerpo de la niña que poco después
muere. Su padre con el llanto incontenible la entierra junto al río y regresa
vencido a su aldea.
Aunque Itivere creyó haber destruído a la raza de los
akahendy con aquel monumental incendio, algunos de ellos lograron escapar.
Itivere y Guyravera murieron poco después de pena y desconsuelo. Los akahendy
sobrevivientes se distribuyeron por distintas tierras y aún hoy continúan haciendo
de las suyas en los alrededores de los poblados. Se les conoce con el nombre de
Pombéro, a raíz de sus manos velludas y continúan dando su protección a quienes
les acercan ofrenda de tabaco, caña y miel. Aparecen en los lugares donde se
los nombra y atacan de vez en cuando a las adolescentes insistiendo con su
manía de fecundar a las mujeres bellas para mejorar su raza. Se los encuentra
solos, y utilizan andrajos mugrosos como vestimenta, llevando casi siempre un
rotoso sombrero de paja que les cubre el rostro.
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