Era una de las más florecientes poblaciones de la región, y la
habitaban, por consecuencia, familias muy distinguidas. A una
de éstas pertenecía un joven guerrero, muy apuesto por cierto,
toda vez que había hecho furor entre las doncellas de la comarca,
a quienes se les iban los ojos tras él. Por otra parte, había
llevado a cabo tantas y tan espléndidas victorias, que su fama
se había extendido hasta más allá de los límites de las tierras que
habitaba el numeroso pueblo maya. Llevaba siempre, como emblema
de su bravura, una cabeza de tigre bordada en el pecho.
Este doncel frecuentemente visitaba los bosques de los contornos,
ya para ejercitarse en el manejo de las armas, ya para
recrearse, dando batidas en la selva, matando fieras, en cuyo ejercicio
era muy diestro. Un día, persiguiendo un hermoso ciervo,
al que había logrado clavar tres saetas, se perdió en lo más intrincado
del bosque. No hallaba qué hacer en tan apuradas circunstancias;
pero examinando el curso del sol, resolvió seguir
un rumbo determinado, creyendo con fundamento que no tardaría
en llegar a su ciudad natal o a una cualquiera de las poblaciones
circunvecinas. No contaba, sin embargo, con que el astro
del día lo abandonaría antes de que lograse llegar a parte alguna.
¿Cómo hacerlo entonces? ¿Qué lo guiaría para no torcer su
ruta? Perplejo ante tamaño inconveniente, se detuvo a reflexionar.
Felizmente pudo distinguir, a pesar de la luz crepuscular,
a Xnuc-ek, que seguía en aquella época el curso del sol. Fulguraba
hacia el ocaso sobre las cimas de las selvas un tanto ya sombrías.
Por este descubrimiento pudo continuar camino, y a poco
se encontró a la orilla de una fuentecita, que a la sazón estaba
crecida.
La magnífica perspectiva que se divisaba ante sus ojos, infundió
en el corazón del guerrero un encanto indefinible; mas ¿cuál
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no sería su admiración al ver deslizarse sobre la superficie del
lago una elegante piragua? Su sorpresa fue mayor aún cuando,
al acercarse, vio que conducía a una mujer tan hermosa como
una hurí. Llevaba en la cabeza, a guisa de diadema, plumas de vivísimos
colores, bajo las cuales ondeaba su negra cabellera. Sobre
sus vestiduras de tela de algodón bordado, brillaban muchos
dijes de oro, y en su cuello y brazos llevaba también magníficas
joyas del mismo metal.
La frágil piragua cruzó rápidamente frente al joven, como impulsado
por el soplo de seres invisibles, y dirigiéndose al centro
del lago, se hundió en sus entrañas.
Cuando el astro rey desapareció al día siguiente, el cazador
encaminó sus pasos hacia el mismo lugar, anheloso de ver reaparecer
la visión misteriosa; pero sus esperanzas fueron fallidas.
No desesperó, sin embargo, y lo visitó por quince días consecutivos;
mas tampoco se dejó ver aquella hermosa visión. Entonces,
lo acometió una profunda tristeza. Huía de sus amigos y
hasta de sus padres, pasando días enteros suspirando en la soledad
de los bosques, en donde se hallaba el lenitivo de su dolor.
Este cambio tan repentino de costumbres y de carácter, afligió
a toda la comarca, cuyo bienestar quedaría perdido en el caso de
que una temprana muerte la privase de uno de sus más ilustres
guerreros. ¿Cuál era el motivo de tan extraña mutación? ¿Había
enloquecido? He aquí lo que todos se preguntaban; pero a
buen seguro que nadie hubiera podido acertar la causa si él
no la hubiese confiado a uno de sus amigos predilectos.
-Pues te aconsejo -le dijo éste, luego que hubo escuchado su
narración- que hagas saber de tus males a una X'men que yo
conozco. Es muy hábil, y no dudo que te dejará curado.
-Pero -replicó- el único remedio contra mi dolencia es que
me haga volver a verla: quiero adorarla, aunque sea de lejos.
Bien sé -continuó- que es un ser inmortal, y que no obstante
mi noble cuna, soy indigno de ella; pero ¿lo seré tanto, que no
me sea permitido mirarla siquiera? ¡Es tan hermosa!
Al terminar estas palabras, exhaló un prolongado suspiro y se
dejó caer sobre un gran tronco, al tiempo que le corrían dos lágrimas
ardientes sobre sus mejillas. El que no había doblado la
cerviz ante un grupo enorme de adversarios, lloraba entonces
como un niño.
Pero avergonzado por aquella muestra de debilidad, se secó
el rostro, procurando dar a su semblante una calma aparente.
La conversación continuó sobre el mismo tema, y quedó por
fin acordado que visitarían a la hechicera al día siguiente. A la
hora señalada partieron, y enterada la vieja de lo que pasaba, exclamó
con voz cavernosa por su avanzada edad:
-Deseas, ¡oh joven!, una cosa bien difícil. Mas no importa:
yo sabré sacarte del triste estado en que te encuentras. Los seres
inmortales -continuó después de haber recapacitado- se manifiestan
a los hombres alguna vez, como a ti te ha sucedido; mas
para los animales siempre son visibles. Gustan, sobre todo, del
canto de los pájaros, que escuchan con deleite. ¿Quieres, pues,
que te convierta en palomo?
-j Sí, sí! -exclamó el guerrero.
-Pero nunca más volverás a ser hombre -replicó la hechicera
con acento misterioso y solemne-: tu brillante carrera de soldado
se acabará el día que eches a volar por los aires. ¿Aceptas?
-Acepto -dijo resueltamente.
Se dirigió entonces la vieja hacia un rincón de su cabana, y
transcurrido un instante, volvió profiriendo palabras incomprensibles.
Traía entre sus descarnados dedos una espina verde, procedente
de cierto arbusto muy común en estos parajes.
-Mañana -dijo- deberá tener lugar el plenilunio, noche en
que las deidades salen a contemplar las bellezas de la naturaleza
a los rayos de este astro de los cielos. Si quieres, pues, ver
a tu hermosa, si quieres gozar de sus amores, habla.
-¡Sí que quiero! -exclamó el joven entusiasmado.
Se acercó entonces la hechicera, le clavó la espina en la nuca,
y, convirtiéndose instantáneamente en un bello palomo, echó a
volar.
La noche del día siguiente se presentó más encantadora que
otras. Hacia el oriente, y rozando la cima de los bosques, se veía
a la luna derramando raudales de luz suave y misteriosa sobre
el pequeño lago.
De improviso surgió de su fondo una piragua que comenzó a
surcar la superficie, y dejaba una estela luminosa: era la piragua
conocida, que salía de su mansión misteriosa.
Al llegar frente al árbol secular en que se apoyó el guerrero la
primera noche, resonó entre sus ramas el dulce y melancólico
arrullo de una paloma torcaz. Se detuvo la navecita, y la mujer
escuchó con delicia aquellas melodías, tan llenas de encanto y
de tristeza, que penetraban hasta lo más profundo de su corazón.
Calló la arrulladora ave, y continuando su marcha, la piragua se
hundió en el manantial.
Desde entonces, tuvieron lugar en las noches del plenilunio
escenas iguales a éstas. Una noche en que el palomo cantó con
más dulzura y sentimiento, extendió los brazos hacia él entusiasmada
la mujer: alzó entonces el ave el vuelo, posándose en la
proa de la navecita, prorrumpió en sus sentidos cantares. La
mujer lo cogió, lo estrechó contra su corazón, haciéndole mil caricias.
Le pasaba por centésima vez la mano sobre el moño,
cuando tropezó con un objeto duro: lo asió entre sus dedos, y
extrajo una espina verde.
En aquel mismo instante, el bello palomo se transformó en
un joven gallardo, que cayó al fondo de la piragua pálido y moribundo.
j Era el joven guerrero
!
Aquel exceso de peso no pudo soportarlo la piragua, que comenzó
a zozobrar. . . La mujer, en tan críticos momentos, tomó
una heroica determinación: se clavó la espina en la nuca, y
echó a volar.
Centenares de años han transcurrido desde que sucedieron estos
acontecimientos y, sin embargo, cuando la luna muestra toda
su faz iluminada, surge del fondo de esta fuentecita una piragua
que conduce el cadáver de un joven guerrero.
Se detiene siempre en el mismo sitio, y se escucha enseguida
el arrullo tristísimo de una paloma torcaz que llora a su perdido
amante. Cuando ésta acaba de exhalar sus melancólicos cantos,
la piragua, continuando camino, se hunde bien pronto en el
fondo de las aguas.
De ahí la afición que tienen estas hermosas aves de anidar en
los bosques inmediatos a los lagos, a los ríos y a los manantiales
que frecuentan.
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