miércoles, 13 de diciembre de 2017

La hermana del diablo

En los alrededores del lago de Fúneres vivía
hace varios siglos un pobre penitente, con fama de
santo, conocido con el nombre de Adulfo de Caso;
se aumentaba de raíces y frutas silvestres y dormía
en el tronco hueco de un árbol milenario. Todas las
tardes marchaba a una ermita próxima, para en-
cender la luz del santuario, y después de hacer allí
sus últimas oraciones, regresaba al monte y dormía
hasta el amanecer.
Una noche, cuando volvía del templo, se en-
contró junto a su misera guarida a un apuesto caba-
llero, ricamente ataviado, que con gesto tranquilo
esperaba junto a su caballo. A su lado descansaba
una doncella de deslumbrante hermosura, que, a
juzgar por sus ricas vestiduras, debía de pertenecer
a su misma alcurnia. Se acercó el ermitaño a ellos,
y el caballero, tomando la palabra, le hizo saber
que su fama de santidad había llegado a sus oídos,
y deseaba pedirle, como favor especial, que cuidase
de su hermana hasta tanto él regresase de la guerra;
su extrema juventud y belleza constituían en el
mundo un peligro, que él tenía la obligación de
evitar.

No sabiendo negar el buen hombre el favor que
se le pedía, aceptó el encargo y se comprometió a
cuidar de ella con la misma solicitud de un padre.
Sonrió, agradecido, el noble caballero y, como úl-
tima petición, rogó al penitente que bautizara a la
 doncella. Después montó en su negro caballo y
desapareció al galope en el horizonte.
No pudo sospechar el padre Adulfo que el apuesto
caballero que acababa de visitarle fuera el propio
Satanás, que, pesaroso de su santidad, le había
traído para tentarle a la más encantadora de las
diablesas. En pocos días, ella supo captarse con su
artero proceder la simpatía del penitente, y éste, en
menos de lo que cabía esperar, olvidó sus votos de
castidad y se unió a ella. Dejó desde entonces de
rezar sus cotidianas oraciones, y no volvió más a la
ermita para encender la luz del santuario.
Buscando un lugar más agradable donde vivir, se
fueron ambos a aposentar en un viejo castillo aban-
donado. Antes de un año, la diablesa dio a luz un
niño tan hermoso y perverso como ella.
El antiguo ermitaño, olvidado por completo de la
fe, vivió muchos años en la íntima compañía de
aquellos dos seres, a los que se asemejaba más
cada día. Iba ganado en alegría y en deseos de
divertirse; cada vez gustaba más de los goces ma-
teriales y no desdeñaba ninguna ocasión en que se
le brindase cualquier placer corporal. Una noche se
le ocurrió organizar, en compañía de su hijo y de la
diablesa, una gran fiesta, en la que la comida, y
sobre todo el vino, corrieran en abundancia. Reunió
en el castillo a varios amigos, y hasta el amanecer
estuvieron todos bebiendo en medio de una escan-
dalosa orgía. En esta situación se encontraban,
cuando la excitación del alcohol provocó una reyerta
entre el hijo de Adulfo y uno de los concurrentes.
El primero sacó rápidamente su espada y quiso
atravesar con ella el cuerpo de su amigo; pero le
falló el pulso, y el arma fue a atravesar el corazón
 de su propio padre, que quedó muerto en el acto.
Una exclamación de horror salió entonces de labios
de todos los concurrentes; pero no tuvieron tiempo
de reaccionar, porque, acto seguido, un rayo cayó
sobre el castillo, derrumbándolo con gran estruendo
y sepultando a los invitados bajo ei peso de sus
enormes sillares. Cuenta la leyenda que todos mu-
rieron entre los escombros y que sus almas fueron
conducidas al infierno.

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