miércoles, 13 de diciembre de 2017

La procesión de las almas en pena

En Proaza vivía una mujer muy vieja y muy
curiosa. Empleaba su tiempo en hilar, pero al llegar
las doce de la noche, por nada del mundo dejaba de
asomarse a la ventana para curiosear lo que a esas
horas ocurría por el pueblo, y así pasaba largos
ratos, fisgando a los pocos transeúntes que atrave-
saban aquellas callejuelas.
Estaba una noche asomada, como de costumbre,
en espera de que pasase algún alma viviente, para
poder tramar cualquier chisme; pero como la calle
permanecía completamente desierta, su vista vagaba
por el oscuro horizonte. Mas de pronto divisó a lo
lejos una fila interminable de lucecitas, que iban
avanzando, como en una misteriosa procesión.
Quedó muy extrañada la mujer, y perpleja se pre-
guntaba qué procesión podría ser aquélla, de la que
nunca había tenido la menor noticia. Discurría mil
conjeturas acerca de ello, cuando vio que las luces
se dirigían hacia su casa. Inmovilizada, esperó a
que se acercaran para poder distinguirlas mejor. Le
inspiraban cierto respeto; pero su curiosidad era
mayor que su temor, y siguió en pie hasta que
estuvieron bajo su ventana. Entonces, una de las
luces se levantó sola hasta ella, y oyó al mismo
tiempo una voz tenebrosa que decía: «Toma este
cirio y guárdalo bien hasta mañana, que volverán a
buscarlo».



Muy asustada la vieja, con mano temblorosa 
cogió el cirio, y con un terror que no la
 sostenían las piernas, entró en su alcoba para 
guardarlo en un baúl. Después cerró bien la 
ventana, y, muerta de miedo, se acostó, se arropó 
mucho y trató de conciliar el sueño. Pero la
 impresión recibida habíala desvelado de tal
 modo que no podía dormirse. Le parecía ver aún 
las mortecinas lucecitas. Y así, pasó la noche más
 terrible de su vida. Cuando vio que empezaba 
a despuntar el día, decidió levantarse 
para ir a rezar a la iglesia, y se tiró de la cama.
Vistióse a toda prisa, e instintivamente se acercó al
baúl para ver si seguía allí el cirio; pero al abrir la
tapa, lanzó un grito de espanto, dejándola caer de
golpe. ¡El cirio se había convertido en un difunto!
Despavorida, echó a correr por las calles y llegó a
la iglesia, jadeante, refiriendo al sacerdote todo lo
que le había ocurrido. El cura le riñó: «¿Pero cuándo
vas a dejar esa curiosidad malsana de querer saber
lo que pasa en las horas de la noche, en que vagan
las almas en pena? Corres el riesgo de que al volver
esta noche por el cirio, te lleven también a ti». La
vieja tembló al oírlo; pero el sacerdote, para tran-
quilizarla, le dio varias reliquias, encargándole
mucho: «No te separes un momento de ellas y reza
todo el día; sólo así te podrás librar de las almas en
pena». La vieja no se atrevía a volver a su casa,
donde estaba el difunto dentro del baúl. Se pasó el
día entero en la iglesia, temiendo que se acercara la
hora fatídica en que volverían por el cirio. Pero
cuando ya fue de noche, no tuvo más remedio que
marcharse a su casa y, asomada a la ventana, es-
perar a que fueran las doce de la noche. Llegó la
hora, y aún no se había extinguido el eco de la

última campanada del reloj de la iglesia, cuando 
aparecieron en el fondo de la oscura noche las
temblorosas lucecitas de la procesión, que a paso
lento iban aproximándose hacia ella, haciendo ace-
lerar el corazón de la pobre vieja.
Cuando llegaron bajo su ventana, se levantó un
cirio, del que salió una voz diciendo: «Dame el
cirio que te dejé anoche».
La vieja quiso decir que se había convertido en
un cadáver; pero, del miedo, no pudo balbucear
palabra, y se dirigió por él al baúl. Mas al abrirlo,
vio que de nuevo estaba transformado en cirio; lo
cogió, y fue a entregarlo por la ventana, alargando
e1 brazo fuera de ella, y notó que una mano abrasa-
dora la agarraba muy fuerte, tirando de ella hacia
abajo. Ya iba a gritar, cuando sintió que la soltaban
y oyó, a la vez, como un rugido, en el que entendió:
  “Si no fuera por lo que tienes puesto encima, en
este momento te convertirías en fuego y cenizas”.
La procesión de las luces se fue alejando lenta-
mente y la vieja respiró libre, renunciando a su
curiosidad para toda su vida. No volvió a abrir
jamas aquella ventana de noche, pues desde en-
tonces se acostaba siempre al rezo del Ángelus, al
ponerse el Sol.

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