miércoles, 13 de diciembre de 2017

El tesoro del Castro de Altamira

Desde tiempos remotos se han querido explicar
el origen de las pepitas de oro que arrastran los ríos
Sil y Cua con la creencia de algún tesoro escondido
en el subsuelo, que va siendo erosionado por las
aguas. El hecho de que fueran halladas cantidades
respetables de oro junto al Castro de Altamira, hizo
que la leyenda acerca de este tesoro se localizara
en ese punto de Asturias. Sobran motivos para
esto, porque se sabe con toda certeza que en una
ocasión fueron halladas en este mismo lugar varias
monedas de oro y luego unas barras de este metal
dentro de un pellejo de ternero junto con noventa
monedas. Hace pocos años se ha encontrado un
juego de bolos, también de oro, con una inscripción
dedicada al Rey y al señor de Altamira. No tiene,
pues, nada de extraño que sobre hechos tan exactos
se haya formado esta leyenda del tesoro del Castro
de Altamira, sedimentada por la tradición oral de
muchos siglos. Se cuenta en ella que un personaje
popular en aquellos alrededores, a quien llamaban
el tío Calamín, decidió buscar el tesoro llevando a
cabo una obra concienzuda de excavación. Con-
trató una cuadrilla de hombres, que, armados de
duras picas, se dirigieron al castro y comenzaron la
labor de perforación de la roca, en busca de las
galerías subterráneas que el hombre creía existían
en su interior. Durante todo un día estuvieron em-
pleados los hombres en este trabajo, y al llegar 
la noche se retiraron a descansar, después de dejar en
la roca una concavidad bastante honda.
Bien de mañana fueron al otro día a continuar la
tarea, y cuál no sería el asombro de todos al ver que
el orificio socavado el día anterior estaba sólida-
mente cegado. Creyendo que algún envidioso habría
llevado a cabo durante la noche la pesada obra,
procediendo a deshacerla y a seguir picando en la
roca. Así terminó la jornada del segundo día. Pero
he aquí que cuando regresaron a la mañana si-
guiente, volvieron a encontrar perfectamente cegada
la labor del día anterior. Atemorizados entonces,
pensando que pudiera tratarse de una obra sobrena-
tural llevada a cabo por los misteriosos guardadores
del tesoro, dejaron la roca como estaba y volvieron
a sus casas decididos a abandonar aquel proyecto.
Al día siguiente era la feria de Espina, y mucha
gente, de camino para dicho pueblo, pudo curiosear
a su paso por el castro lo ocurrido en la superficie
de la roca. Sólo un vecino pasó por ella sin prestarle
la menor atención. Era éste un médico cirujano,
bueno de condición, que, a pesar de su pobreza, no
se había inquietado nunca por aquel tesoro, y mucho
menos por conseguir dinero mediante otros métodos
que los que le proporcionase su modesta profesión.
Marchaba alegre a las ferias; por aquel año había
conseguido unos pocos ahorros y quería emplearlos
en comprar una yunta de bueyes.
Pasaba distraído junto al castro, cuando vio salir
de la roca dos sombras, que tomaron figura humana
y se transformaron en dos muchachos rubios, de
expresiva mirada, que se acercaron a él decididos
para preguntarle adonde dirigía sus pasos. El ciru-
jano los puso al corriente de sus proyectos y los dos 
jóvenes se ofrecieron cortésmente a acompa-
ñarle. En animada charla y escoltanto al cirujano,
llegaron a Espina, que estaba lleno de ganado, por
ser el día de la feria. Los jóvenes manifestaron
entonces cierto interés por las vacas, y empezaron
a ver todas las que por allí había. Se decidieron al
fin, por el grupo más lucido, y compraron cinco,
pagándolas en monedas de oro. Tres de las vacas se
las regalaron al buen cirujano y quedáronse ellos
con las otras dos. El buen hombre no se atrevió en
principio a aceptar tan espléndido regalo; pero ante
la insistencia de sus amables acompañantes, no
tuvo más remedio que acceder.
Más contento que unas pascuas y mirando y
remirando a los tres hermosos ejemplares que lle-
vaban delante de sí, iniciaron el camino de regreso
cuando aún el sol apretaba de firme. AI pasar junto
al castro, los mozos se detuvieron en actitud de
despedida, haciendo saber a su amigo que aquel
terreno que se extendía por detrás de la roca era su
mundo, el cual no difería mucho del de los hombres.
Le explicaron también que hasta allí no podía llegar
ninguno de ellos, porque todos tenían el pecado de
la codicia. Sólo en el cirujano habían encontrado
un hombre desinteresado para los bienes materiales;
de ahí que hubieran premiado su bondad con aquel
regalo.
No paró en esto la generosidad de los mancebos:
a continuación le entregaron una pequeña caña de
siete nudos, explicándole que le serviría de llave
para entrar en el castro sólo con que tocara con ella
la roca. Acto seguido se despidieron, y el cirujano,
doblemente alborozado, llegó a su casa y refirió a
su famina los maravillosos acontecimientos que le
habían ocurrido. Comió alegremente, descansó de
la caminata y, acto seguido, cuando ya anochecía,
se encaminó hacia el castro, sin poder dominar su
curiosidad y sin decidirse a esperar un día más para
traspasar aquel mundo maravilloso. Llegó allí con
su caña, tocó con ella la roca y en el acto ésta giró
pesadamente. Eí buen hombre se encontró en un
mundo nuevo, pero tan completo como el suyo. A
sus ojos se extendían bosques y praderas, en los
que pastaban toda clase de animales, y en el hori-
zonte se dibujaban perfectamente los campanarios
de las iglesias, que se elevaban sobre varios caseríos
y pueblecitos. Se hallaba contemplando atónito todo
esto cuando se presentaron ante él los dos mozos
que le habían acompañado hasta la feria, diciéndo-
le que había llegado oportunamente, porque la Reina
precisaba de los cuidados de un médico. Le condu-
jeron, acto seguido, hasta un maravilloso palacio,
en cuyas lujosas habitaciones le introdujeron, ha-
ciéndole llegar a presencia de la Soberana. La
atendió con todo interés, y cuando ya se disponía a
marcharse, los dos jóvenes rubios le hicieron en-
trega de un pañuelo lleno de ceniza, recomendán-
dole que no lo desplegase en tanto no hubiera lle-
gado a su casa. Le advirtieron asimismo que no
refiriera a nadie nada de cuanto había visto, ni se
diera por enterado, excepto con su familia, de los
misterios que encerraba aquel castro. Así lo pro-
metió el cirujano, y dispuesto a volver al otro día
para seguir atendiendo a la Reina en su enfermedad,
se dirigió a su casa con paso rápido. No bien tras-
puso la puerta, sacó del bolsillo el pañuelo, lo
desplegó en presencia de su mujer y, en lugar de la
ceniza, se encontraron con una buena cantidad de
monedas de oro.
Durmió feliz aquella noche el bondadoso médico,
y a la tarde siguiente volvió al castro, para visitar a
la Reina. Como pago a sus servicios, le fue entre-
gado de nuevo otro pañuelo Heno de ceniza, la cual,
una vez llegado a su casa, se transformó también en
monedas de oro.
Así transcurrieron los días durante la larga en-
fermedad de la Reina, enriqueciéndose el médico
de tal manera, que su cambio de vida y de carácter
llegaron a provocar la curiosidad general. Un día,
al fin, fueron interrogados con tal insistencia, que el
afortunado matrimonio, ardiendo en deseos de con-
fesar aquel secreto a alguien, refirió con todo gé-
nero de detalles la larga aventura desde el día de la
feria. Uno de los vecinos, entonces, tras escuchar el
fantástico relato, y atraído por él, se prestó a acom-
pañarle aquella noche hasta el castro para verle
entrar. Marcharon los dos a la hora en que el
cirujano acostumbraba hacer su visita a la Reina;
pero al tocar con su caña la roca, ésta, por primera
vez, no se conmovió. Comprendiendo entonces que
el hombre que había hecho mal en atraer hasta allí
a una persona extraña, regresó con él hasta el
pueblo, y volvió solo a probar suerte. Esta vez la
roca giró, y pudo introducirse en su interior, pero
no halló en esta ocasión los rostros complacientes
de sus amigos, sino sólo gestos graves de desapro-
bación. Los dos jóvenes rubios, en vez de conducirle
cortésmente, como siempre, hasta las habitaciones
de la Reina, le llevaron a su presencia como pri-
sionero, para que ella pronunciara la pena de muerte,
que, dentro de su código, constituía el castigo des-
tinado a los violadores de secretos. La Reina, 
no obstante, agradecida por los servicios del médico,
que le habían devuelto la salud, quiso perdonarle la
vida y conmutarle la pena por otra, dándole a es-
coger entre quedar ciego, sordomudo o totalmente
calvo.
El atemorizado cirujano eligió esto último, y no
bien lo hubo aceptado, fue despedido de allí sin la
menor cortesía. Cuando la roca se cerró tras él, una
ráfaga de aire sopló sobre su cabeza con una fuerza
extraordinaria y le dejó sin un solo cabello.
Esto le sirvió al buen hombre de lección, y dicen
que en adelante él y su mujer fueron más conocidos
por su discreción que por su cuantiosa fortuna.

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