Los mapas de que escribo son los famosos de la antigua abadía de San Brid de
Lenri, que pues Brígida aparece con frecuencia ya como mujer, ya como hombre en
el santoral irlandés, aquí la tenemos como un ilustre abad barbilampiño que viajaba
en los veranos por las que Yeats llamó «las eternas colinas», hasta llegar al Oeste
explicándoles a los pequeños ríos lo que era el océano en el que iban a morir, no se
asustasen. Los mapas, que todo hay que decirlo, no los vio nunca nadie, salvo algún
santo abad de Lenri o algún forastero misterioso, que, queriendo regresar a su país
donde lo esperaban mujer e hijos, necesitaba la ayuda de aquel mapa por haber
perdido memoria del camino. Abierto el mapa, el forastero hablaba en su lengua, y el
país del que era nativo, el país pintado en el mapa, la mayor parte de las veces una
isla, le respondía, y le daba los rumbos y diversas señas de otras islas, de escollos y
remolinos. Las ideas geográficas de los gaélicos concebían el mundo terrenal como
un conjunto de islas, de manera que todos los caminos lo eran por el mar. Weston P.
Joyce cayó en la cuenta de que como Irlanda era una isla, de la que solamente se
podía salir por mar, los gaélicos creyeron que lo mismo acontecía en todos los otros
países, como en la vecina Gran Bretaña, que también era isla, o la última Tule, otra
isla… De que los países que figuraban en los mapas de Clam’aorthen hablaban, no
hay duda, según el relato de la visita de San Coh, a quien habiéndole sido mostrados
los mapas, abiertos en el claustro de la abadía, desenrollados sobre blancas sábanas
de lino que sostenían novicios con los ojos vendados, nada menos que el día de
Pentecostés, todos los países se pusieron a hablar, alabando al Señor Jesús, cada uno
en su lengua. Al fin, tras dar este concierto, callaron todos, y entonces el país de
Roma, la isla de Roma, que estaba en el mapa susodicho pintada, rodeada de puentes,
en el inmenso silencio de la tarde de Pentecostés, calladas las aves de mayo, las
abejas suspendiendo la busca de azúcar en el brezal florido, estupefactos los conejos
y el urogallo, los ratones y los hombres, exclamó:
—¡Agnus Dei qui tollis pecata mundi, miserere nobis!
No solamente hablaban, sino que se confesaban. Había una isla en el océano,
puesta en el mapa en el extremo Oeste, que pidió confesión a San Brid, el cual la
encontró tan santa a la isla misma, pequeña y fecunda, y de clima tan dulce, y a sus
pocas gentes como una familia cristiana, que el santo, al absolverla, le dijo:
—¡Ego te absolvo! ¡Tan limpia como eres, podías ir a jugar con las islas del
Paraíso!
Y la isla salió del mapa, se hizo de tamaño natural, se sacudió el agua del mar que
quedaba entre sus rocas, y se fue por los aires. Cualquier día regresa, y los grandes
transatlánticos y los cargueros que viajan al Oeste o vienen de él, y los aviones que
cruzan el aire, la verán posarse en el océano. ¿Y cómo preservar su santidad, impedir
que alguien abra allí una sala de cine y una discoteca, y que el turismo internacional
se abalance sobre sus playas? ¿No traerá de allá, para impedir que los bárbaros la
marchitemos, un ángel armado de una espada de fuego que impida el paso?
En los mapas de Clam’aorthen se podían ver, dice, los sesenta caminos que hay
en el mundo, «y como estos sesenta son todos». Y la condición de los caminos del
Mar es la misma que la de los caminos de la Tierra, y así los hay anchos y estrechos y
tortuosos, y para ir a Tule el camino es una larga cuesta, que fatiga a las naves, por
mucho viento que les venga por popa, mientras que el camino que lleva a Tirnagoge
va por en medio de un llano de la mar, siempre tranquilo, con mucho saludo de
delfines y mucho techo de aves marinas, y donde se cruza el camino de Tirnagoge o
de la Florida con el camino que lleva a la isla de Jerusalén, los cristianos se apean del
barco sobre las olas y pasean un rato sobre ellas. Pero los paseantes han de ser
hombres, que tal alameda les está vedada a las mujeres. Es más, estudiosos de estos
caminos, como parece ser que lo fue San Brendan, sugirieron que solamente podían
pasar los niños, o aquellos adultos que se llamasen Jonás, a condición de que este
nombre no les hubiese sido impuesto en el sacramento del Bautismo con la intención,
por parte de padres y padrinos, de verlo pasear sobre las aguas. El que luego el Jonás
se exhibiese, era por su cuenta. Hubo uno que llegó, en los días de la primera
cruzada, a pie a Constantinopla, y le dieron un banquete y, cuando estaban a la mitad
de éste, en el plato de las perdices rellenas, se recordó el Jonás de que había dejado en
la mar unas alforjas con pan de su casa y unos zancos de conejo ahumado, y salió
corriendo por ellas, pero debió tropezar con algún pez griego y, cayendo, se ahogaría,
que nunca más regresó. Yo escribí una vez una historia en la que daba otra
explicación, y es que en las alforjas el Jonás llevaba un traje de verde color y unas
tenacillas para rizarse el bigote, y, habiendo entrado en la sala donde almorzaba con
los grandes del Imperio una sobrina del Basileo, viniendo Jonás de las jornadas de la
mar algo rijoso por el mucho ligue verbal con sirenas, salió a ponerse lucido por
mejor lograr el tantear de la princesa, y eso lo perdió en las olas. Contaba yo muy
detalladamente el destape de la bizantina, y cómo los gaélicos antiguos tenían un
lenguaje de bigotes tan variado como el lenguaje de las flores o de los abanicos en los
enamorados del pasado siglo.
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