Aquel día don Jaime Torres se levantó temprano, limpió
su escopeta y con una talega a la espalda encaminóse al
monte en busca de caza. Recordó haber visto, hacía algún
tiempo, que en la colipa («fuente») de Vigas se bañaban
los sajinos («pécaris») y allá se dirigió por la trocha. A una
hora de caminar oyó que a su diestra graznaba el paujil
(«paují») y con mucha cautela avanzó hacia el sitio de donde
salía el graznido, pero a medida que avanzaba, este iba
alejándose, sin que el cazador pudiera dar con la ubicación
del ave. Temiendo separarse mucho de la trocha quiso suspender
su persecución, pero en ese preciso momento se le
presentó una huangana («jabalí») y antes de que pudiera
apuntarle el arma se perdió en la espesura. Seducido por el
tamaño de la caza, oteó el lugar y, de repente, la bestia se
le volvió a presentar y, haciendo sonar los colmillos, fue a
ocultarse más lejos. Desde este momento el cazador se olvidó
de todo por el ansia de perseguir al animal, y en este
empeño no se dio cuenta de que ya el día tocaba a su fin.
Don Jaime seguía avanzando y avanzando, con la esperanza
de sorprender al jabalí en un recodo o detrás de un
árbol, para dispararle el tiro que diera término a la batalla,
hasta que, ya muy tarde, llegó a un hormigal, conjunto de
hormigueros, y vio, ¡oh, sorpresa!, las pisadas del Chullachaqui:
la derecha, de pie humano; y la izquierda, de pata
de tigre. Comprendió entonces que había sido burlado por
este diablo de los bosques, y que el paují y el jabalí no habían
sido más que formas de que se valió para engañarlo.
Felizmente para él descubrió la treta antes de meterse en
lo más enmarañado de la selva y dio gracias a Dios por no
haberle sucedido lo que a su río Pascual, a quien le dejó el
Chullachaqui metido en un zarzal, del que a duras penas
pudo salir al día siguiente, muy tarde, con el auxilio de sus
vecinos que fueron a buscarlo.
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