Como estamos en el mes de agosto, en días de vacación, yo me tomo unas horas
de vagancia para contarles a ustedes de demonios acuáticos. Acaso alguno está
bañándose cerca de donde yo lo hago, en las aguas de la ría viguesa, en cualquiera de
las largas y finas playas de su orilla izquierda. Como saben —lo han contado Patai y
Graves en su libro Mitos de los hebreos, tan curioso—, los talmudistas y cabalistas
sostienen que los luciferinos no pueden meterse en el agua, y por dos razones: a)
porque se denunciarían a las gentes que los vieran sumergirse, ya que producirían el
mismo humo y el mismo chirrido que hace, al entrar en el agua, el hierro al rojo vivo
en la fragua del herrero; b) porque, entrando el demonio en el agua, provoca
tempestades en las que él mismo perece. No obstante, la tradición europea —Horst
con su Demonomagia al canto— cree que el demonio puede bañarse en el mar y en
los ríos, y si bien, cuando viaja en barco, éste padece una mala travesía, ya
tempestades, ya calmas chichas, la nave llega a su destino. Se sabe que varios
demonios han utilizado la nave del Holandés Errante para trasladarse de Europa a
América, o viceversa, o viajar por el Mediterráneo. En un proceso de la Inquisición,
en la Lima del siglo XVII, un demonio apareció instalado cómodamente, con todos los
servicios a su disposición, en el cuerpo de un comerciante, natural de Badajoz —que
no todos los extremeños de Indias iban a ser conquistadores, centauros o casi dioses
—. No había quien echase del cuerpo del extremeño el diablo aquél, quien dijo
llamarse Tuno, y el infernal discutía con los inquisidores, los cuales le preguntaron
cómo había llegado al Perú y de dónde. Dijo Tuno que en nave procedente de Sevilla,
aunque él desde hacía siglos vivía en Toledo, «cabe las tiñerías», y que, gracias a él,
pese a las tempestades, la flota del año de su viaje había llegado sin novedad. Y para
probar lo del viaje en nave Tuno dijo a los inquisidores «cuarenta y dos términos de
marinería, velas y maniobras, y algunos obscenos». Se asegura que, en el XVIII,
estando el que luego sería famoso violinista Paganini condenado a servir un remo en
las galeras de Génova, tenía como compañero diestro de banco un demonio, al que
vendió su alma por la libertad y el arte de tocar el violín. El demonio habría ido a
galeras por hacerse con aquella alma sombría y misteriosa de Paganini, de la que nos
cuenta Heine, que le escuchó tocar, en las «Noches florentinas»… Por de pronto,
pues, ya tenemos «un demonio que sabía remar».
El cardenal Hiller —hombre muy puntual en sus relatos: en Escocia vio una
sirena, recogida en casa rica, domiciliada en una bañera, y que sabía calcetar—, que
escribió una Historia de Inglaterra, asegura que los demonios que pasaron a la Gran
Bretaña fueron nada menos que setecientos setenta y siete, y lo hicieron a nado, al
mismo tiempo que el Judío Errante, el cual iba de pie sobre las olas como si caminase
por un prado. Esta noticia de Hiller plantea problemas: o todos los demonios saben
nadar y pasaron a Gran Bretaña los que quisieron, o fueron escogidos entre los
demonios setecientos setenta y siete que sabían nadar y eran capaces de hacer la
travesía del Canal. Sería interesante saber el tiempo que los demonios nadadores
tardaron en atravesar el Canal, y si su récord ha sido o no batido por los que en
nuestros tiempos se dedican a hacer la travesía a nado. Podían haber ido en vuelo a
Inglaterra, pero Hiller es formal: fueron a nado. Hay más: de esa travesía a nado les
ha quedado, a los demonios que trabajan en Inglaterra, un lunar escamoso en la nalga
derecha.
Se saben todas las preocupaciones de los europeos medievales al construir un
puente. Un puente, y esto lo sabían los griegos, violaba el orden natural, pues unía las
dos orillas de un río, que por algo estaban separadas. El río había que cruzarlo, pues,
por un vado o en barca. Los persas fueron derrotados por los atenienses en tierra y en
mar, en Maratón y Salamina, con la ayuda de los dioses, furiosos contra el miedo
porque habían hecho un puente de barcas para que su ejército pudiese pasar el
Bosforo. En otros lugares, un puente, como entre etruscos, era una cosa sagrada, y el
pontifex, el hacedor de puentes, altísimo magistrado. El Papa de Roma ha heredado
de la religión antigua su título de Sumo Pontífice, de máximo hacedor de puentes. En
la Edad Media se sacrificaron, en algún lugar de Europa, humanos para enterrar las
víctimas bajo los pilares de los puentes. Y de algunos puentes se dice todavía que
fueron construidos por el demonio —a veces en una noche—. Pero también hay la
versión contraria, la que hace que el demonio impida la construcción de puentes,
buscando que la gente siga pasando los ríos en barca, o, por pasos de piedra en un
vado. El demonio hace resbalar al que cruza, lo sujeta en el agua amenazándolo con
ahogarlo, y por salvarlo le pide el alma. Hay demonios especialistas, y algunos
hicieron famoso en la alta Edad Media a Frankfurt, ciudad cuyo nombre significa
Vado de los Francos. Y también hay demonios que no pueden pasar un río por un
puente. En la Inquisición renana, se supo que un diablo no era culpable de un crimen
cometido en el medio de un puente, «porque es de saber común que el demonio no
puede atravesar el río por un puente». En este caso, o natación o vado. Y por si el
demonio en el vado acechaba al cristiano, allí estaba Cristobalón, transportista.
En fin, hay demonios que no le tienen miedo al agua, atraviesan el canal y los
ríos. Habrá muchos que aprovechan el verano para ir a las playas y a las piscinas. Los
más elegantes irán a Saint-Tropez, y aún habrá los que anden a escandinavas por las
playas de la Costa Brava o de las Canarias. Y alguno se habrá acercado a Galicia, y
nadará en la misma onda en que yo lo hago, «ondas do mar de Vigo», caricias de
amor en la Edad Media cuando trovaba Martín Codax, un poeta que parece que sabía
nadar.
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