miércoles, 27 de marzo de 2019

El reino sumergido

Me regalan un disco de Alain Stivell, «Renacimiento del arpa céltica», para que
me distraiga en las ya breves tardes de otoño. Y el primer tema que interpreta el
músico bretón es «Ys», composición suya sobre antiguos temas folklóricos. Ys, como
es sabido, capital de un reino en Armórica, fue sumergida por las aguas, y hay
eruditos que aseguran que lo fue en el siglo V de nuestra era, y por divinal castigo de
los pecados que allí había. Era como una especie de Place Pigalle entre los
armoricanos, según unos, pero otros señalan que lo que era el pecado propio de Ys
era el incesto, y en especial padres con hijas. Y, aunque Diógenes sostuvo que el
incesto era algo que no tenía la menor importancia, el Creador no fue de la misma
opinión, y mandó al mar que cubriese Ys en una terrible marea de olas como
montañas.
Stivell, en el sobredisco, filosofa un poco, y nos dice que se trata de un tema
eterno (Atlántida, Diluvio), que explica cómo el progreso material, sin progreso
moral, sin un respeto creciente del hombre por el hombre, conduce a estas grandes
catástrofes. En el disco se escucha el mar medrar. Stivell nos confiesa que trata el
tema con técnicas nuevas, algunas tomadas del picking de la guitarra americana,
«para acentuar el carácter universal de la leyenda».
A mí, personalmente, esto de las ciudades sumergidas me interesa de manera muy
especial, con o sin música de Stivell, porque, como ha probado el arqueólogo
Monteagudo, hay en Galicia más de un centenar de ciudades sumergidas —nosotros
decimos en nuestra habla asolagadas—. Unas sumergidas por el mar, en horas de
insólita violencia, mientras otras yacen en el fondo de nuestras lagunas.
Muchas de las historias que cuentan la sumersión, el asolagamento, de las
ciudades, han sido cristianizadas. Pasa por Galicia, por ejemplo, en la huida a Egipto,
la Sagrada Familia, y teniendo hambre y sed, José va a pedir pan y agua a un zapatero
que remienda en un arrabal de una rica ciudad; el remendón niega el zatico y el jarro
y, porque José insiste, le tira la lezna del oficio, que le alcanza en un tobillo y le hiere;
por cuya herida comienza a manar agua que se multiplica a cada instante, y ahoga la
ciudad entera con su torre, su arrabal y su zapatero remendón.
La más importante de nuestras ciudades sumergidas era la llamada Antioquía de
Galicia, en la laguna Antela, en Orense. Cuando allá por los años cincuenta fue
desecada la laguna por el Ministerio de Agricultura, éramos muchos los que
aguardábamos noticias de la Antioquía nuestra asolagada. Y no apareció nada. Ni
rastros de las murallas, ni de los siete castillos, ni del palomar del Rey, ni de la plaza
de armas, ni de la iglesia, cuyas campanas sonaban en ciertas noches, tocadas por no
se sabe qué campanero, quizás un humano convertido en sinuosa anguila.
Nunca sabremos quién tocaba las campanas en la catedral sumergida de Debussy.
Tampoco sabremos por qué Antioquía fue castigada. Que lo que empareja a todas las
ciudades sumergidas es que fueron castigadas por sus pecados. Cosa que, y que me
perdone Alain Stivell, no parece haber sucedido con la Atlántida. Parece ser, me
contó un día el etnógrafo Taboada Chivite, que hierbas de las riberas de la Antela
fueron utilizadas por las brujas del país. O que decían haberlas cogido allí.
A uno le tienta creer que algunas de esas hierbas serían las mismas que menciona
en el siglo XVII el médico Jean de Nynauld en su tratado de licantropía y de la
transformación y éxtasis de las brujas: hierbas adormideras, otras que hacen
contemplar figuras, lo mismo en la vigilia que en el sueño, y sobre todo dos plantas
especialmente maravillosas, la synochitides, que hace aparecer ante quien la toma —
la masca, creo— las sombras del infierno, y la anachitides, que permite contemplar
los ángeles en plena luz…
El lugar donde la ciudad yacía bajo las aguas, la laguna Antela y su río Limia,
pudo ser aceptado por los ojos humanos como lugar bien misterioso. ¿Qué fue lo que
les indujo a creer a los romanos, cuando llegaron a aquellas aguas, que aquella lenta
corriente era nada menos que el famoso Letheo, el río del Olvido? Quien cruzase el
río se trocaría en un amnésico, olvidando su lengua, su patria, su familia. Tuvo, quien
mandaba los legionarios, Décimo Junio Brutus, que atravesar el río y desde la otra
orilla hablar latín y llamar por los nombres a los veteranos. Y Galicia quedó abierta.
Siempre me imaginé que fue la cosa en una mañana de marzo, cuando tan espesas
son por allí las nieblas y vuela el avefría.
No había tal Antioquía de Galicia. Al desecar la Antela, perdieron los orensanos
unas de sus tapas favoritas: las ancas de rana, que allí daban rebozadas y fritas.
Servidor las ha comido en salsa verde y en salsa de perdiz. Perdimos, pues, un mito y
un plato. Sólo nos queda recordar que en Ys y en Antioquía, el hombre quiere que
Dios castigue los terribles pecados. Renan en su plegaria ante la Acrópolis,
dirigiéndose a la diosa de ojos azules, dice descender de padres bárbaros, entre los
cimerianos, buenos y virtuosos… Si así fuese, no se hubiera hundido Ys bajo las
aguas, ni ahora el suceso estaría en el arpa céltica de Alan Stivell.

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