Todos hemos dedicado alguna vez a la constelación que llamamos las Pléyades
alguna mirada. Son graves compañeras del hombre. El labriego helénico sabía que
debía regar cuando las Pléyades salían al amanecer y que tenía que labrar cuando se
ponían al alba. Durante mucho tiempo se creyó que su nombre era el griego plein,
navegar. Webb nos dirá que fueron llamadas las «estrellas marineras» porque, en los
tiempos de Hesíodo y de Homero, su orto marinero ocurría cuando los vientos
bruscos del invierno griego cedían su lugar a los cielos despejados y a la mar calma
de la primavera. Durante siglos se ha creído que la salida matutina de las Pléyades le
decía al marino del Mediterráneo que había llegado el tiempo de las navegaciones, y
su ocaso vespertino que había que anclar la nave en la ribera. Aunque fuese Ulises el
piloto. Pero, recientemente, los estudiosos han establecido que su nombre no viene de
navegar, plein, que las Pléyades son simplemente las Peleidades, las palomas. En
Esquilo se describe a las hijas de Atlas como «palomas sin alas». En la Odisea, XII,
donde se habla de las rocas Planctae, quizás «erráticas», se puede leer algo que
quizás aclare lo de Palomas. (Puedo decir que un poeta checo, amigo mío, a quien le
estaba vedado salir de su país después de la invasión soviética tras la primavera de
Praga, me citaba una vez este pasaje, su comienzo: «Por allí no pasan las naves sin
peligro, ni aun las tímidas palomas», dedicándome uno de sus libros). El texto
odiseico dice: «Por allí no pasan las naves sin peligro, / ni aun las tímidas palomas
que llevan ambrosía a Zeus, / pues cada vez la lisa roca arrebata alguna / y el Padre
manda otra para completar su número». ¿Qué pueden ser —pregunta Webb— estas
palomas, con su misión divina, sino las Pléyades celestiales? Y lo que se dice de una
de ellas, arrebatada por una roca, es la conocida historia de la Pléyade perdida,
constantemente ausente «cuando se cuenta a las siete hermanas y nos encontramos en
que sólo son seis».
Ahora se sabe que los indígenas australianos las llaman a las Pléyades «bandada
de cacatúas», y en la Europa medieval se creyó que se trataba de una gallina clueca
con su pollada. Para el poeta Tennyson fueron un enjambre de luciérnagas, y, según el
ya citado Webb, alguna vez fueron vistas como un racimo de uvas. Así, pues, aunque
rijan las épocas propicias y las nefastas del marinero antiguo, su nombre será el de
palomas, las Peleiades, aunque, por haberlas usado para andar el mar, creyeran los
que contemplaban estrellas en la Grecia antigua que su nombre estaba unido a la
navegación. Ahora son ya los días de las Pléyades vespertinas, cuando un santo
griego misterioso llamado Ulises, como el héroe homérico, que había inventado el
remo, descubrió el deseo de regresar al hogar.
No se iba al mar sin ciertos hechizos, pero el maestro Joan Coraminas ha dado
con uno más, del que nos cuenta en su Diccionario crítico etimológico. Ustedes saben
que hay una especie de bollo que imita cierta figura de mono, y se hace con masa de
bizcocho o de mazapán, con frutas en conserva de añadido, y además algunos
hechizos. Covarrubias dice que «es pan mezclado con hechizos de bien querencia: dar
a uno bollo maimón, es avele ganado a todo punto la voluntad». Por los folkloristas,
sabemos que esto de dar a uno bollo maimón sigue vivo en muchos lugares del Sur de
España, y aun del antiguo Reino de Toledo. Y en sus estudios se pueden aprender qué
porquerías se meten en dicho bollo como hechizo. Corominas cita a un médico
valenciano, quien, hacia 1460, en su Libro de las mujeres, asegura que meten en el
bollo maimón draps, trapos o paños del menstruo: «del drap que’s muden / fediles
jan», hacen hechizos. Y esos mismos paños, para que les den ventura en el mar, los
atan los marineros en los maimonetes de las naves. Los maimonetes de las galeras
son «unos curvatones o palos de pie derecho que están en la cubierta superior, cerca
del palo mayor y trinquete, y tienen sus roldanas para laborear por ellas las brazas del
trinquete y velacho, y otros diversos cabos de labor» (Vocabulario marítimo de
Sevilla, 1696, citado por Corominas). La cosa es que marineros supersticiosos —
explica el citado Corominas— atarían al maimonete trapos menstruosos de la mujer
amada, en forma de pendoncillo, con la esperanza de que tales trapos trajesen vientos
favorables. El citado médico Roig se burla de esto: «més al maymó / de les galeres,
bon vent no esperes…».
Mar en calma y vientos de popa, para navegar a papahígos, los pedía el griego a
las Pléyades, a las estrellas, mientras que esos hechizos sucios del paño atado al
maimonete eran la ayuda del marinero de las galeras del Reino de Aragón y de
Marsella y de Génova y Pisa. Los hechizos expresaban el deseo de volver adonde los
esperaba la coima, en Barcelona o en Valencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario