No el pesebre, a la manera de Nápoles y de Cataluña, tal como está dicho por el
poeta Sagarra, y, en fin, tal y como en el barrio romano de Grecia lo montó el
poverello de Asís, sino una visión del nacimiento de Jesús tal como fue en realidad, y
visto más de mil años después en el océano, en una isla de doradas pajas, a la que
hacía techo una perenne bandada de gaviotas. Todos conocen las navegaciones de
San Brendan, y especialmente la parte aquélla de la celebración por él y los monjes
que lo acompañaban de la Pascua de Resurrección, cuando decidieron asar en una isla
desierta, de oscuras rocas, el cordero lechal para el banquete. Mejor dicho, cocer, que
parece ser que no eran aquellos celtas gente de asados y sí de cochura. La isla era el
lomo del pez Jasconius, quien, al sentir el fuego, se puso en marcha, cayendo los
monjes al agua. Pero nadie nos dice qué pasó con Brendan y sus monjes cuando
llegó, en el año litúrgico, el día de Navidad; ni siquiera ese marino francés que
escribió el Diario de a bordo de San Brendan y nos dice la singladura de cada día, y
las tempestades y visiones.
Si es cierto, conforme a la mitología céltica de la inmortalidad, que a Oeste estaba
el Paraíso Terrenal —contrariamente a todos los otros pueblos cristianos, que lo
sitúan en Oriente—, y lo es también que a la puerta del Paraíso están Belén y
Jerusalén, unidas por un arco de piedras jaspeadas, de manera que el que entra al
Jardín, pasa entre el pesebre del Nacimiento y el Gólgota de la Pasión, podemos
imaginar la llegada de Brendan y sus monjes a Belén de Judá, el otro, el de Poniente,
justamente cuando nacía el Niño. Lo primero que les sorprendería sería la música
celestial que hacían los ángeles y la de los pastores —que, siendo gaélicos los
viajeros, otra música no podrían imaginar que la que naciese de las grandes arpas
antiguas o de las gaitas alegres—. Los monjes de Brendan saltarían a la playa del
Paraíso y correrían hasta la puerta de Belén diciendo ¡aleluya! y ¡aleluya!, mientras
Brendan se arrodillaba y decía aquellas oraciones que solamente supieron los santos
irlandeses de antaño, y que se hacían luz en el aire e inventaban el enorme silencio,
ese mismo silencio que, según Ernesto Helio, y nos lo ha recordado alguna vez
Eugenio Montes, sigue a la realización del milagro. Los monjes vieron a José y a
María, y al dulce y sonriente infante en las pajas. Ignoro el porqué, pero desde muy
antiguo se cree, en himnos y en leyendas e historias, que Jesús, al nacer, era rubio. En
los villancicos gallegos se nos dirá o Neniño que é como un ouro. Pero entonces no
había rubios entre las Doce Tribus, y solamente habrá hebreos rubios en Europa
después de muchos siglos de diáspora. En un documento de Orense que ha publicado
el finado Ferro Couselo, al hacer nómina de pobladores, se cita a alguien que no
podía precisamente pasar inadvertido, o xudeo rubio e capado. Jesús era de blanca
piel y de cabello rubio: ésta es la constante afirmación, y nadie osaría decir que era
moreno, porque la morenez no se ha llevado hasta nuestro siglo de agosto en playas.
(Y menos en Galicia, donde llamar «morena» a una chica hasta podía ser insulto: la
mocita se quejaba porque podía quedarle de mote moreniña para sempre. Y hay una
cantiga en la que la muchacha prefiere que le llamen Siega la Hierba y no morena).
Pero volvamos a Brendan, arrodillado en la última playa a Poniente, a la puerta
del Belén del Paraíso. Por celta, sabía que las visiones de los grandes hechos del
tiempo pasado dan la ceguera al visionario. Pero dan también la visión perpetua del
suceso. Si ver el nacimiento de Jesús daba la ceguera a Brendan, también le daba el
ver siempre la hora aquélla, la máxima de la Historia del mundo. Para siempre tendría
Brendan la estampa coloreada en el fondo de sus ojos ciegos. ¿Se acercó Brendan,
flor de santidad, al pesebre de Belén y vio a Jesús en el regazo de su madre, y a José
como ausente y soñador al lado de la Virgen? Es casi seguro, y entonces tiene una
explicación su regreso a Irlanda y el fin de su vida con los azules ojos muertos. No se
le quitaba de los labios la sonrisa, porque estaba viendo al Niño, recién nacido, en un
pesebre silencioso que le ocupaba todas las salas de su alma. (Fueron los hombres del
Norte, los irlandeses y noruegos, al cristianarse, quienes preguntaron qué forma tenía
el alma, y parece que quien les predicaba el Evangelio en la ocasión tuvo la respuesta
certera para aquellos osados navegantes, cuyas madres, cuando era posible, iban a
parirlos al mar).
—El alma tiene forma de nave —les dijo.
—¿Con proa, popa, quilla, remos, velas y banco para el Rey?
—¡Con todo ello!
Y Malar de Malarendi, que viene en la Heimskringla comentó que por eso tantas
veces sentía el alma suya aprestarse a navegar por el mar oscuro que lleva a la isla de
la muerte.
Brendan está de vuelta en Irlanda y cuenta el nacimiento de Jesús, que lo ha visto,
a los poetas vagabundos, y sus monjes les repiten la música celestial a los arpistas y
gaiteros. Quizás a esto último se refería Padráic Colum cuando aseguraba que hay
músicas en Irlanda que, recordadas cuando uno está lejos de la isla, se ve que no son
humanas, sino sonatas del Paraíso. Es decir, de los ángeles que saludaron al Salvador
del mundo, que nacía en Belén. La nave de Brendan, regresando del Oeste, podía
llevar un vigía como el infante Arnaldos que gritase:
¡Yo no digo mi canción
más que a quien conmigo va!
El viento llena la pequeña vela y en el aire chillan las aves marinas, como locas.
Hay un verso de Mallarmé que dice que «hay pájaros que están borrachos por vivir
entre la espuma desconocida y los cielos». Un arco iris va desde Finisterre hasta el
Belén del Oeste.
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