En las noches de verano, cuando hace buen tiempo, abandona su cueva para devorar terneros, corderos y cerdos. O se adentra nadando en el mar para capturar calamares, bogavantes y otros cangrejos marinos. Llega a medir hasta 60 metros de largo, con un diámetro de hasta 6 metros, y del cogote le cuelgan pelos de medio metro. Las rocas de la costa cercana a la ciudad noruega de Bergen son el hogar del monstruo. Duras escamas de color marrón oscuro cubren su cuerpo, sus ojos brillan llameantes.
Olaus Magnus, el arzobispo sueco autor de la Historia de gentibus septentrionalis, una historia de los pueblos nórdicos publicada en 1555, describió este «gusano marino» cuyos congéneres moraban, al parecer, a lo largo de toda la costa noruega. Con ello proporcionó a generaciones enteras de navegantes una descripción típica de un monstruo marino específico: la gran serpiente marina.
En 1746 el capitán Lorenz von Ferry, también oriundo de Bergen, describió el encuentro con un ser similar acaecido en un caluroso día de agosto. La calma chicha les había obligado a arriar las velas y a empuñar los remos. De repente el timonel varió el rumbo porque algo nadaba en el agua: un animal desconocido, largo, grisáceo, con una cabeza parecida a la de un caballo, se movía por allí ondulante. El capitán ordenó mantener el rumbo para examinar con más detalle a la extraña criatura. Su boca era oscura y enorme, los ojos negros, y una larga melena blanca colgaba por encima de la superficie del agua. Por detrás de la cabeza siete u ocho jorobas asomaban sobre el nivel del mar, a una distancia de 60 centímetros aproximadamente. El capitán mandó disparar al animal, pero este se sumergió rápidamente y desapareció.
El 7 de diciembre de 1905, a las diez y cuarto de la mañana, el zoólogo Michael J. Nicoll, que se encontraba ante la costa de Brasil en viaje de investigación a bordo del yate Valhalla, divisó una enorme aleta dorsal, marrón oscura y arrugada en los bordes, que surcaba el mar unos cien metros por detrás de la embarcación. La parte visible de la aleta era casi rectangular, de cerca de 2 metros de longitud y hasta 60 centímetros de altura. Cuando E. Meade— Waldo, el colega de Nicoll, miró por sus prismáticos, la cabeza se elevó 2 metros por encima del agua y apareció un cuello largo «del grosor del cuerpo de un hombre delgado».
La cabeza se asemejaba a la de una tortuga, también los ojos. Con un extraño movimiento, el animal osciló su cuello de un lado a otro. El barco navegaba deprisa y el animal nadaba con extrema lentitud, de manera que el encuentro duró apenas unos minutos. Nicoll aventuró más tarde: «Posiblemente esa criatura era un ejemplar de lo que con tanta frecuencia se denomina la “gran serpiente marina”». Consideraba a este ser una especie de mamífero marino; Meade-Waldo, por el contrario, encuadraba la «serpiente marina» más bien entre los reptiles.
¿Qué ocultaban todos estos avistamientos de los que se conocen narraciones desde hace siglos? ¿Existen realmente esas descomunales serpientes marinas? Los mares tropicales y subtropicales albergan serpientes auténticas, aunque apenas sobrepasan los tres metros de longitud. Nadan por el agua con su cola ancha y aplanada. Son capaces de sumergirse hasta dos horas sin necesidad de salir a la superficie para respirar. La mayoría de estos reptiles no abandonan el mar en toda su vida, y dan a luz crías vivas. Solo unas pocas especies necesitan ir a tierra para desovar. Sin embargo, tienen poco en común con los monstruos tremebundos de las leyendas marineras, aunque en modo alguno carecen de peligro. Las auténticas serpientes marinas poseen un veneno muy activo, que amenaza sobre todo a los pescadores que capturan accidentalmente a estos animales en sus redes.
Bernard Heuvelmans, el «padre de la criptozoología», ha recopilado, comparado y clasificado 358 avistamientos «significativos» de serpientes marinas, y a continuación ha lanzado la hipótesis de que tendría que haber varias especies de estos monstruos, de los que realizó incluso retratos robot. Entre ellos figuran seres marinos tan ilustres como la serpiente gibosa, las anguilas gigantes y los caballos marinos, la serpiente de cuello largo y los multialetas, que poseen toda una serie de apéndices en forma de aletas. Pero ¿existen realmente tales criaturas? ¿Podrían de verdad vivir todavía en los océanos animales tan grandes y haber permanecido hasta hoy ocultos para la ciencia? Hay quien considera a los colosales plesiosaurios, que en realidad se extinguieron hace 65 millones de años, los parientes marinos de Nessie. Algunos avistamientos ¿podrían atribuirse quizá a tiburones gigantescos como los que existieron en épocas prehistóricas?
Durante millones y millones de años surcó los mares del mundo un enorme y voraz tiburón, un pariente del actual tiburón blanco, que puede alcanzar hasta 5 metros de longitud y devorar a un niño de un bocado. Por el contrario, el tiburón gigante primitivo Carcharodon megalodon era entre dos y tres veces mayor: medía de 10 a 15 metros. En su boca habría cabido de pie un hombre adulto. De este pez de pesadilla que vivió hace unos 100.000 años, hoy solo dan testimonio los enormes dientes triangulares (de hasta 10 centímetros). A veces aún se especula con fruición con la hipótesis de que esos monstruos hayan sobrevivido en las profundidades abisales, pero hasta la fecha no existe la menor prueba de ello.
El 15 de noviembre de 1976 fue arrastrada a tierra por primera vez desde las profundidades oceánicas una de las mayores especies de tiburón, hasta entonces completamente desconocida. Un barco de investigación de la marina americana había lanzado el ancla flotante ante Hawái y la tripulación se disponía a izarla desde varios cientos de metros de profundidad, cuando comprobó que un pez de unos 4,50 metros de largo, inédito hasta entonces, mordía las cuerdas: el ser era una especie de híbrido entre ballena y tiburón. En el Museo Bishop de Hawái se comprobó que ese animal era realmente una especie de tiburón completamente nueva, con una cabeza enorme, larga y ancha, pero no afilada como la de la mayoría de las demás especies de escualos. Más de cuatrocientos dientes pequeños llenaban la enorme boca y los gruesos labios. A causa de su tremenda boca, el nuevo ser enseguida fue bautizado: megamouth, tiburón de boca gigante. Pero hasta 1983 no fue descrita científicamente la nueva especie: Megachasma pelagios, «boca gigante de los mares abiertos». El megamouth, la sexta especie más grande aún viva de tiburón, fue, tras el celacanto, la sensación ictiológica del siglo XX.
Seguramente esta especie vive a gran profundidad: el borde del hocico gigante y su boca desprenden un brillo plateado, quizá para atraer en la oscuridad a los microorganismos de los que se alimenta el enorme animal. De unas 370 especies de tiburón solo se nutren de plancton otras dos: el tiburón ballena, que con sus 18 metros de longitud es el mayor del mundo, y el Cetorhinus maximus, otro tiburón de gran tamaño que llega a medir hasta 10 metros de largo y vive en alta mar, incluso frente a las costas de Inglaterra. Los boquianchos están muy aislados dentro del grupo de los tiburones, tan solo los unen ciertos vínculos con el Cetorhinus a lo sumo.
El siguiente tiburón boquiancho gigante fue capturado ocho años más tarde: en noviembre de 1984 unos pescadores sacaron del agua al segundo megamouth frente a la costa de la isla californiana de Santa Catalina, de una profundidad de tan solo 38 metros. El 18 de agosto de 1988 se encontró el tercero, con lo que se amplió considerablemente el hábitat conocido de la especie: el tiburón de más de 5 metros de largo fue arrojado a tierra en Mandurah, un apreciado lugar de vacaciones situado a 50 kilómetros al sur de Perth, en Australia occidental. Unos surfistas lo habían divisado frente a la costa y habían intentado hacerlo salir a mar abierto, considerándolo al principio uno de esos tiburones que, por razones todavía desconocidas, quedan varados en la costa. Pero el tiburón pronto yació en la playa y murió penosamente. Al igual que los dos primeros ejemplares, también era un macho. Más tarde, en 1989, se sucedieron otros dos hallazgos en aguas de Japón.
El 21 de octubre de 1990, el pescador californiano Otto Elliott se disponía a sacar su red de una profundidad de 23 metros, cuando notó que algo grande había quedado atrapado en ella, algo que no había visto en sus dieciséis años de profesión: un tiburón con la cabeza como la de un bebé ballena. Durante ocho horas Elliott arrastró su captura en la red hasta la costa y allí se la enseñó a Bob Lavenberg, un biólogo marino del Museo de Historia Natural de Los Ángeles. El tiburón macho, de 4,50 metros, parecía completamente sano, por lo que Lavenberg decidió ponerlo de nuevo en libertad, pues el formidable animal difícilmente habría sobrevivido en cautividad. El hocico gigante fue medido, observado durante cierto tiempo, examinado y fotografiado a fondo. A continuación, los científicos le colocaron un emisor. Se les presentaba una magnífica posibilidad de averiguar más datos sobre la vida de los desconocidos tiburones, de los que tan poco sabían hasta la fecha. ¿Dónde vivían? ¿En las profundidades? ¿En todas las zonas marinas? ¿Cerca de las costas? Su carne fláccida, el esqueleto pobre en calcio y la fragilidad de las aletas son características de seres vivos que tienen que soportar una tremenda presión del agua.
A la mañana siguiente, el tiburón volvió a ser arrastrado al mar, soltaron la maroma que rodeaba su cuerpo, y entonces el hocico gigante se deslizó lentamente hacia las profundidades azules. Los investigadores siguieron durante cincuenta horas las señales del tiburón. El tranquilo gigante deambulaba entre las zonas marinas: pasaba el día a una profundidad de 170 metros, pero por la noche ascendía hasta los 12 metros. Quizá se orientaba por las variaciones de la luz, o tal vez se limitaba a seguir al plancton y a pequeños cangrejos, su manjar favorito.
Numerosos escualos, sobre todo las peligrosas especies veloces, tienen que nadar continuamente hacia delante para comprimir el agua a través de sus agallas. De no hacerlo, se asfixian con facilidad. No sucede lo mismo en el caso del hocico gigante: durante las ocho horas de viaje en la red respiró con normalidad, a pesar de que a veces fue remolcado incluso hacia atrás. Por asombroso que parezca, hubo que esperar hasta 1995 para que los científicos pudieran examinar a una hembra que fue arrastrada por el mar a las costas de Japón. El hocico gigante sigue siendo escaso: hasta hoy apenas se conocen más de una docena.
Dicho de otra manera: los mares siguen albergando verdaderos misterios. Y no solamente el tiburón de hocico gigante: en el siglo XX se descubrieron varias especies de ballena, siete solamente desde la década de los cincuenta, la mayoría de ellas ballenópteros. Este grupo de mamíferos marinos posee un largo hocico parecido a un pico con muy pocos dientes en su interior. Seguramente se limitan a absorber con sus fauces a los calamares, su presa principal. El ballenóptero más conocido y frecuente —el hiperodonte o ballena nariz de botella— fue arponeado con frecuencia por balleneros que relataban que los animales permanecían hasta dos horas debajo del agua. Los hiperodontes se sumergen hasta los 1.450 metros de profundidad, igual que el mayor mamífero marino, el cachalote, pero los hiperodontes más pequeños viajan a las zonas batiales con más facilidad que los gigantes marinos. Hasta ahora se conocen pocos ejemplares de muchas especies de ballenópteros, de su vida apenas se sabe nada, de algunos solo se han visto unos cuantos huesos. Así, hasta 1997 no se descubrió un nuevo ballenóptero, el último hasta la fecha: un cráneo encontrado en la Robinson Crusoe Island se diferenciaba claramente de todos los ballenópteros conocidos hasta entonces. El animal fue bautizado con el nombre científico de Mesoplodon bahamondi, y al natural debía de tener el tamaño de un elefante. Así que el mar todavía nos depara algunas sorpresas: ¿por qué, pues, no iba a existir la gran serpiente marina?
Craig Thompson, un ex soldado americano, informó en 1998 de una experiencia que vivió en Vietnam durante su época militar. Montaba guardia mientras su destacamento se bañaba a última hora de la tarde en el mar, en la desembocadura del río Bong Son. De repente divisó algo, en torno a los 10 metros de largo, con escamas doradas y brillantes, que se deslizaba serpenteando por el agua. Una cabeza desflecada asomó por encima del mar, el animal se deslizó raudo con movimientos ondulantes por la bahía, como si fuera una serpiente gigantesca. Thompson gritó inmediatamente a sus camaradas que regresaran a la orilla. Quién sabe si ese ser no sería peligroso. Sin embargo, no tuvo tiempo para sacar una foto: todo sucedió demasiado deprisa.
¿Qué animal pudo ser? ¿Una serpiente gigante? ¿Una anguila gigante? Pasaron años hasta que el enigma quedó descifrado para Thompson. Hasta entonces nadie había dado crédito a su relato y continuamente se burlaban de él. Hasta que una noche, en un documental televisivo sobre la naturaleza, vio exactamente el mismo animal que había contemplado años antes en Vietnam.
La película mostraba a un pez largo, parecido a una serpiente, de cabeza similar a un caballo y con una cresta rojiza que se asemejaba a una melena. Era el rey de los arenques, uno de los teleósteos más raros y largos del mundo. En 1996 soldados de infantería de marina sacaron intacto del mar delante de San Diego un ejemplar de esa especie que medía unos 7 metros de longitud, lo que es extrañísimo, porque el largo cuerpo, al ser capturado, suele romperse en varios trozos. Hasta ahora se sabe muy poco de este extraño pez, que suele vivir entre los 200 y los 1.000 metros de profundidad, aunque de vez en cuando también aparece en capas de agua menos profundas. La primera vez que se describió este animal fue en 1770, muy cerca de la localidad de Glesnaes, en Noruega, por lo que el rey de los arenques recibió el nombre científico de Regalecus glesne. Así pues, las serpientes marinas dotadas, en apariencia, de cabeza de caballo no tienen por qué haber sido productos de la fantasía de marineros (una parte de las narraciones sobre largos monstruos marinos parece que se remonta al rey de los arenques). ¿Qué animales se ocultan detrás de los restantes relatos?
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