Cuentan distintas tribus indias que en las selvas lluviosas de Sudamérica mora un animal gigantesco, de un solo ojo y pelaje rojizo. Lo llaman mapinguari, pelobo o samaumeira. Los relatos referentes a dicho animal proceden de todo el territorio del Amazonas. El animal tiene el hocico en su panza, arranca de un mordisco la cabeza a sus víctimas, y ahuyenta a los intrusos con una nube de gases mefíticos, hediondos, al menos según las leyendas de los indios.
El biólogo americano David Oren quiere desvelar el enigma de este ser fabuloso. En 1985, unos buscadores de oro le informaron por primera vez de esta criatura espantosa, de 2 metros de altura y seguro que de más de 270 kilos de peso. Con el correr de los años Oren ha reunido más de cien informes de testigos oculares que pretenden haber visto al mapinguari.
Un cauchero que iba de caza, por ejemplo, oyó tras él unos gritos parecidos a los de una persona y se volvió: un animal furioso se alzaba, excitado, sobre sus patas traseras. El hombre disparó y mató al descomunal ser. Un hedor aplastante le ofuscó de tal modo que vagó sin rumbo durante horas. Cuando regresó junto al cadáver, le cortó una de las patas delanteras y se la llevó para su hermano. Pero esa zarpa también desprendía un olor tan fétido que la tiró en el bosque. David Oren cree saber lo que podrían ser estas misteriosas bestias apestosas: perezosos gigantes que viven en el suelo. El inconveniente es que se los considera extinguidos desde hace milenios.
En el borde subtropical de los Andes ecuatoriales, allí donde las montañas se transforman en la cuenca del Amazonas, un huaquero de Quito, un saqueador de tumbas, tuvo un encuentro desconcertante: de una cueva salió un animal grande que jamás había visto, de unos 3 metros de largo, pelo hirsuto y enorme nariz. El hombre se llevó un susto tremendo: «El monstruo venía directamente hacia mí, acercándose cada vez más. Imploré la ayuda de la Virgen, rogándole que me amparase para que el animal no me hiciera daño». Pero este se limitó a alzarse sobre sus patas traseras y comenzó a zamparse con fruición la vegetación que tenía a su alrededor. Más adelante el huaquero visitó de nuevo la cueva, pero el animal desconocido no volvió a aparecer.
«Por lo visto el encuentro conmocionó y preocupó sobremanera al hombre», dice Richard Greenwell, de la International Society of Cryptozoology. «De otro modo no se habría molestado en averiguar nuestra dirección para informarnos de ese encuentro». Greenwell considera fiable la descripción del ladrón de tumbas, porque la vida de ese hombre, cuya profesión secundaria, valga la expresión, es la de torero, depende siempre de valorar correctamente el tamaño de un animal y la distancia que media hasta él. Greenwell supone que el ser misterioso que el huaquero vio salir de la cueva de los Andes podría haber sido un perezoso gigante que vive en el suelo.
Hasta hace 10.000 años, quizá incluso algo más, en Sudamérica vivían varias especies de estas enormes criaturas. La mayor de ellas, el Megatherium, medía hasta 6 metros de largo y tenía el tamaño de un elefante. Habitaba las estepas arbóreas secas y comía hojas y plantas de la familia del ajenjo. Los enormes animales no trepaban a los árboles como los actuales perezosos de dos y tres dedos, sino que se alzaban sobre sus patas traseras igual que los osos y con sus zarpas delanteras provistas de garras arrancaban hojas y ramas de los árboles. Innumerables plaquitas óseas en su piel protegían a estos animales de los ataques de sus enemigos.
Otros perezosos gigantes eran más pequeños, como un rinoceronte, un oso o un perro. Todos ellos pertenecían a la megafauna desaparecida de Sudamérica, que originó criaturas que hoy nos parecen inquietantes y extrañas. Hace unos 90 millones de años la masa continental del continente meridional primigenio de Gondwana se separó y las primitivas especies de mamíferos existentes siguieron evolucionando aisladas hasta originar formas independientes: el Toxodon, grande como un rinoceronte con extrañas protuberancias en el cráneo, el felino carnicero Thylacosmilus o la Macrauchenia, que parecía surgida de un puzle, un herbívoro del tamaño de un camello, con cuello de jirafa y trompa de tapir. Los monos sudamericanos —desde el mono araña hasta el calitrícido— surgieron a partir de los primeros primates; allí se desarrollaron los singulares Xenarthra (llamados así por las articulaciones adicionales que poseen en la columna vertebral, de las que carecen otros mamíferos): armadillos, perezosos y osos hormigueros. También entre los armadillos había gigantes, por ejemplo, el Glyptodon, un formidable animal de alrededor de 2 toneladas de peso y con un caparazón alto, abombado como una semiesfera. Algunas especies poseían rabos que recuerdan a los manguales medievales: con un apéndice redondo al final, lleno de afiladas y fieras espinas que utilizaban contra sus enemigos y seguramente también en los combates mutuos.
Hace unos 3 millones de años, América del Norte y América del Sur quedaron unidas por tierra y sus dos distintas faunas se mezclaron. Ungulados, felinos, osos y perros salvajes emigraron del norte al sur. Las especies «norteñas» eran más «avanzadas» y desplazaron hacia el sur a gran parte de la fauna, pues muchas especies no estaban a la altura de la competencia «más moderna». Se extinguieron. Solo unas pocas especies —entre ellas armadillos, perezosos gigantes y zarigüeyas— emigraron en dirección inversa y consiguieron subsistir en el norte. Hoy la mitad del espectro de los mamíferos sudamericanos se compone todavía prácticamente de emigrantes septentrionales como el puma y el jaguar, mientras que la otra mitad está integrada por formas autóctonas como el tapir, los monos del Nuevo Mundo o platirrinos y el perezoso.
Los primeros hombres que poblaron Sudamérica hace más de 10.000 años se trasladaron junto con los nuevos habitantes, el perezoso y el armadillo gigante. Así lo demuestran las pinturas rupestres que muestran al Glyptodon y al Mylodon (otra especie distinta de perezoso gigante). Poco después de que el Homo sapiens irrumpiera en el continente americano —hace aproximadamente de 12.000 a 15.000 años—, casi todos los animales grandes se extinguieron de golpe, tanto en el norte como en el sur: mamuts y mastodontes, otra especie distinta de elefante, tigres de dientes de sable, tremendos leones y guepardos, variedades de camélidos y de caballos, castores gigantes y también los grandes perezosos y armadillos. Todos ellos desaparecieron en un instante, desde el punto de vista geológico.
En todas las zonas donde apareció el hombre anatómicamente moderno aconteció algo parecido —en las épocas prehistóricas tanto en Australia como en América y en los siglos pasados en islas como Madagascar o Nueva Zelanda—. Paul S. Martin, de la Universidad de Arizona, justificó en los años setenta la muerte masiva postulando una «guerra relámpago» que duró varios siglos: las especies inexpertas no pudieron competir con el depredador humano; hasta entonces no conocían a ese bípedo de aspecto inofensivo por lo que no le temían, de ahí que fuesen un botín extraordinariamente fácil para los cazadores prehistóricos, experimentados y con una tecnología armamentística ya muy desarrollada. Según Martin, los humanos nadaban en la abundancia, derrochaban la riqueza y se extendieron deprisa por las nuevas masas continentales; los grandes animales desaparecieron en todos los continentes en cuanto apareció el Homo sapiens. Con una excepción: solo África conservó casi toda la fauna de animales de gran tamaño hasta la época moderna, porque allí hombres y fauna habían evolucionado juntos durante millones de años; los animales habían aprendido a mantenerse alerta y a ser cautelosos con los humanos armados.
No obstante, la tesis de Martin es discutida: «¿Cómo unos millares de indios primitivos con lanzas afiladas pudieron aniquilar en el plazo de un par de cientos de años a casi todos los animales grandes de un continente gigantesco, exterminando a 135 especies?», se pregunta Ross MacPhee, del Museo Americano de Historia Natural, criticando la idea de la «guerra relámpago». En su opinión, agentes patógenos traídos a los nuevos continentes por el hombre y los animales que le acompañaban —perros o ratas— podrían haber contribuido a extinguir tantas especies en poco tiempo. La historia nos ofrece ejemplos al respecto en nuestra propia especie: los españoles introdujeron en América enfermedades desconocidas, exterminando involuntariamente a numerosos pueblos indios cuyo sistema inmunológico no los protegía contra las nuevas enfermedades. En opinión de otros científicos, el responsable de la muerte de la megafauna fue, por el contrario, el cambio climático acontecido a finales de la Edad del Hielo. El calor aumentó, los bosques y sabanas se extendieron rápidamente hacia el norte y el espacio vital de numerosas especies amantes del frío desapareció. Hoy sigue sin esclarecerse qué provocó en última instancia la muerte masiva en todo el mundo a finales del Pleistoceno.
En febrero de 1885, el emigrante alemán Herman Eberhard encontró en una cueva ubicada en el sur de la Patagonia, en la bahía Última Esperanza, un gran trozo de gruesa piel correosa, de aspecto muy reciente. La zona del pelo estaba cubierta de largas cerdas rojizas, en su cara interna llevaba adheridos trozos de hueso. Más tarde resultó que esa piel había pertenecido a un perezoso gigante, un Mylodon. No estaba claro cuándo había vivido ese animal. Los restos podían ser muy antiguos, pero también proceder de un animal muerto en fecha muy reciente. Durante los años posteriores se encontraron allí más huesos de Mylodontes, y una capa de aproximadamente un metro de grosor de excrementos de perezoso magníficamente conservados y compuestos de hojas y hierba. En la parte trasera de la cueva había un muro de piedra que evidentemente había sido erigido por los primeros moradores humanos de la Patagonia. Algunos investigadores consideraron entonces la cueva un establo primitivo para guardar y cebar a los gigantescos animales como si fuesen animales domésticos. Pero más tarde se corrigió esta teoría y la cueva se consideró una trampa para grandes animales.
Continuamente circulaban rumores de que en la extensa pampa de la Patagonia podían haber sobrevivido perezosos gigantes. Durante mucho tiempo los nativos de la Patagonia informaron de que en las cuevas subterráneas vivía como un topo un animal del tamaño de un buey con una coraza ósea debajo de la piel. Un explorador creyó ver «osos caminando erguidos con rostros parecidos a los de los humanos». Se encontraron excrementos de perezosos gigantes que parecían tan frescos que aún se distinguían los restos de compuestas y crucíferas a medio digerir. Y Ramón Lista, secretario de estado argentino, afirmó haber disparado varias veces a un enorme «animal cubierto de escamas» —quizá un Glyptodon superviviente—, pero el extraño ser desapareció entre la espesura sin verse afectado por la lluvia de balas. Así pues, ¿habrían sobrevivido esos animales de tiempos prehistóricos? Se organizaron varias expediciones; hasta el Daily Express inglés envió un grupo de búsqueda a la selva para seguir el rastro de perezosos gigantes supervivientes, pero en vano.
Entretanto los restos de los Mylodontes de la bahía Última Esperanza se dataron con el método del radiocarbono: se calculó que el estiércol de perezoso tenía una antigüedad de unos 10.000 años, según esto la piel debía de tener unos 5.000 años. Parece como si los perezosos gigantes se hubieran extinguido realmente, al menos en la pampa sudamericana.
«Así que han sobrevivido», fue el primer pensamiento de David Oren cuando oyó hablar del mapinguari en 1985. Mientras otros consideraban a la misteriosa criatura un primate desconocido, el biólogo americano —alumno de las universidades de elite de Harvard y Yale y naturalista del Museo Emilio Goeldi de la ciudad brasileña de Belem— creyó en el acto que la bestia apestosa del Amazonas era un perezoso gigante superviviente. Ya Bernard Heuvelmans, el «padre de la criptozoología», sospechaba que los supervivientes actuales de este grupo de animales ya no vivirían en la pampa abierta, pues en ese caso habrían sido descubiertos hacía mucho tiempo. De existir aún, los perezosos gigantes se habrían refugiado en el infierno verde de la Amazonia, casi inexplorado.
Pero el gigante que busca Oren es más pequeño que los tremendos megaterios o Mylodontes prehistóricos: según sus cálculos, el mapinguari «solo» mide entre 2 y 3 metros y pesa hasta 300 kilos, es decir, tiene el tamaño de un oso gris. Erguido sobre sus patas traseras, a un animal así le resultaría muy fácil romper con sus poderosas zarpas troncos de palmera para conseguir su comida favorita: la pulpa de dicha planta. Los indios refieren que el mapinguari tiene una piel muy gruesa y dura. ¿Una alusión a las plaquitas óseas incrustadas? Oren también ofrece una explicación para el «hocico en la barriga»: podría ser una enorme glándula que emita gases fétidos, ahuyentadores.
Tras todo lo que ha oído sobre el ser desconocido, Oren afirma: «Sería imperdonable para un científico no seguir todos esos indicios y pistas». Sin embargo, muchos de sus colegas se muestran escépticos: «Dudo que esos animales existan todavía», dice el paleontólogo Malcolm McKenna del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, «aunque me complacería mucho que así fuera». Y Paul S. Martin, el creador de la «teoría de la guerra relámpago», comenta sardónico: «Si ese perezoso sigue vivo, me comeré sus excrementos».
En marzo de 1994, sin dejarse impresionar por tales opiniones, David Oren emprendió la búsqueda del gigantesco «animal apestoso». En esa época del año, según los nativos, el mapinguari baja desde las estribaciones de los Andes a la cuenca del Amazonas. Oren, acompañado por una tropa de diez indígenas equipados con máscaras antigás y fusiles anestésicos, recorrió durante un mes la selva virgen del estado federal brasileño de Acre, cercano a la frontera peruana. En total ha emprendido seis expediciones en busca del desconocido mapinguari: durante más de cuatro meses persiguió su rastro por la selva.
Su cosecha hasta el momento es la siguiente: un mechón de pelos rojos que más adelante resultó ser piel de agutíes, roedores de la selva del tamaño de una liebre, y 10 kilos de excrementos de origen desconocido, en los que por desgracia no se pudo detectar la presencia de material genético que proporcionase información sobre su origen. Oren vació en yeso las huellas de los enormes pies de un animal desconocido, pero eso —el propio científico lo sabe— lógicamente no demuestra la existencia del mapinguari. Ese tipo de huellas son fáciles de falsificar.
No obstante, sigue convencido de que ese ser existe: con una cámara de vídeo filmó troncos de palmera que debía de haber quebrado el vigoroso animal y durante minutos grabó el resonante bramido del monstruo de la selva virgen. «Es un sonido absolutamente aterrador. Al oírlo, a uno le gustaría dar media vuelta en el acto y salir corriendo de allí». Pero hasta ahora el mapinguari —un animal desconocido, pero fácil de oler debido a sus especiales secreciones, y, caso de que exista, el mayor mamífero de Sudamérica— ha conseguido esquivar una y otra vez su descubrimiento científico oficial en el «infierno verde» de la Amazonia. Continúa siendo invisible.
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