miércoles, 27 de marzo de 2019

La bestia del zoo de Moctezuma

Para un criptozoólogo es una suerte sin parangón tener al fin ante él un animal misterioso, largo tiempo buscado, que le permita probar la existencia de un ser discutido. Porque casi siempre esos incansables investigadores tienen que conformarse con huellas de pies, fotos borrosas o informes de testigos oculares. Después, en el instante decisivo, vuelve a fallar el disparador de la cámara, el cadáver de un animal desconocido se pudre de manera irremisible con el calor del trópico o desaparece de manera inexplicable.

  Richard Greenwell conoce innumerables historias parecidas, y algunas de ellas las ha vivido personalmente. Porque el secretario general de la International Society of Cryptozoology no siempre está en su oficina de Tucson, en el estado norteamericano de Arizona, rodeado por los restos de seres fabulosos, cráneos de tigres de dientes de sable, retratos de bigfoots y souvenirs de Nessie, el monstruo del lago Ness, revisando manuscritos de autores extranjeros para la próxima edición del anuario Cryptozoology. A veces le invade la fiebre del descubridor y entonces sale a recorrer el mundo para buscar en persona especies animales misteriosas. En el territorio pantanoso de Likouala, en el Congo, siguió el rastro del mokele-mbembe, un saurio gigantesco que, según las narraciones de los nativos, mide hasta 12 metros de largo. ¿Un dinosaurio superviviente? ¿O una variedad específica del rinoceronte de los pantanos? Salvo unas huellas que podrían proceder de un animal del tamaño de un elefante, la expedición no encontró prueba alguna de su existencia. En el centro de China examinó las huellas del pie del yeren, el «hombre salvaje» chino, sin obtener tampoco esta vez resultados sustanciales. Con todo, algunos pelos indicaban que allí podría vivir un primate desconocido.

  Sin embargo, el 20 de febrero de 1986, tras una larga búsqueda de huellas casi criminalística, un animal fabuloso yacía ante él en la mesa de disecciones de la localidad mejicana de Mazatlán: la onza, ese felino legendario y desconocido del zoo del emperador Moctezuma. El monarca azteca mantenía en Tenochtitlán, su capital, una casa de fieras que al parecer albergaba ejemplares de todas las especies animales del país. Los conquistadores españoles al mando de Hernán Cortés visitaron en 1519 esa colección aneja a las extensas instalaciones de un templo; uno de los conquistadores, Bernal Díaz del Castillo, redactó un detenido informe sobre el particular: los europeos contemplaron allí por primera vez aquel «extraño toro mejicano de pelaje parecido al león, joroba de camello y hombros encorvados»: el bisonte. Una enorme pajarera albergaba todas las aves ornamentales del país. Solo para alimentar a las aves de presa se sacrificaban 500 pavos diarios. Había una hilera de terrarios llenos de crótalos cuyas colas sonaban como castañuelas. Un enorme edificio del zoológico albergaba a los carnívoros, entre los que figuraban tres grandes félidos: el «tigre», nombre con el que Díaz del Castillo aludía al jaguar moteado, y dos tipos de «leones». (Los conquistadores europeos designaron al principio a los animales de América con los nombres de especies parecidas del Viejo Mundo, conocidas por ellos). Uno de los «leones» era el puma, hoy todavía denominado «león de montaña»; el otro, llamado cuitlamitzli por los aztecas, debía de parecerse a un lobo a juzgar por la descripción de Díaz del Castillo.

  El jesuita alemán Ignaz Pfefferkorn, que a partir de 1757 pasó algunos años como misionero en la entonces provincia mejicana de Sonora, describe una onza que podría ser idéntica al felino parecido a un lobo: «El animal al que los españoles denominan onza se parece a un puma. Pero su cuerpo es más largo, mucho más delgado y estrecho, sobre todo en el tronco. Sus pies son más pequeños y su caja torácica más ancha. No hallé diferencia alguna en el color, salvo que la onza es más clara y posee una coloración algo rojiza. Sin embargo, no es tan tímida como el puma. Quien se atreva a atacarla debería andarse con cuidado».

  Un informe del jesuita Johann Jakob Baegert, que entre 1751 y 1768 trabajó con los indios guaricura de la Baja California, lo corrobora: «Una onza se atrevió a asaltar la misión de mi vecino estando yo allí de visita. Atacó a un chico de catorce años, a plena luz del día y prácticamente a la vista de todo el mundo. Unos años antes otro de estos felinos había matado aquí a los soldados más fuertes y respetados de la región». En aquella época parece que los que escribieron sobre la historia natural del país fueron sobre todo los jesuitas: en cualquier caso en el siglo XVIII un eminente erudito de la orden, el padre Francisco Javier Clavijero, refirió que en la Baja California vivía «un animal salvaje» parecido al puma por el color, pero más delgado. Los españoles, según decía Clavijero, denominaban a este animal «onza».

  ¿Qué sería este félido parecido al puma que hoy sigue sumido en el misterio? ¿Una nueva especie? ¿Una subespecie desconocida del león de montaña? ¿O quizá un cruce de puma y jaguar? A finales de los años setenta del siglo XX, Richard Greenwell oyó hablar por primera vez del misterioso animal y comenzó a seguir su rastro.

  Al hacerlo, topó con la sensacional idea de Helmut Hemmer, el experto en mamíferos de Maguncia, que también conocía los informes sobre la onza. Él había estudiado en la californiana Berkeley huesos fósiles del guepardo Acinonyx trumani, que se había extinguido en América hacía más de 10.000 años. Antaño esos veloces felinos, al igual que otras muchas especies, emigraron durante las glaciaciones por el estrecho de Bering desde América del Norte, su patria natal, hasta Asia y se extendieron hasta África, donde en la actualidad vive la especie Acinonyx jubatus.

  En general se considera a los guepardos félidos muy similares al perro. Por tanto, ¿no podrían ser las esbeltas onzas «parecidas al lobo» guepardos norteamericanos supervivientes? ¿Hallarían quizás refugio en las montañas mejicanas restos de esos guepardos primitivos? Así pues, la idea de Hemmer no carecía de fundamento; había formulado una hipótesis deliberadamente provocadora e incluso había llegado a dibujar el «retrato robot» de una supuesta onza para alentar posteriores investigaciones sobre el misterioso felino.

  Al fin y al cabo no sería la primera vez que un felino enigmático parecido al guepardo descendiera del reino de los seres fabulosos al mundo de los animales reales. A comienzos del siglo XX, nativos de Rodesia, la actual Zimbabue, hablaban de un extraño y huidizo animal del bosque que denominaban nsui-fisi: «hiena leopardo». La ciencia oficial consideraba leyendas esos informes hasta que en 1926 el mayor A. C. Cooper presentó la extraña piel de un felino capturado en la localidad de Macheke, a unos cien kilómetros al sureste de Salisbury, la actual Harare. Nunca antes se había descubierto una piel parecida: el color de fondo era amarillento, y desde la nuca hasta la cola, a lo largo de la espina dorsal, se extendía una hilera de rayas negras alargadas; los flancos y los muslos estaban llenos de manchas negras gruesas e irregulares. Cooper consideró al animal un cruce de leopardo y guepardo: «Como un leopardo robusto de miembros poderosos. Las garras, por el contrario, no eran retráctiles, al igual que sucede en el guepardo». Además el animal poseía una corta melena, que se observa en los guepardos, pero no en los leopardos.

  Cooper envió la piel a Reginald Pocock, experto en felinos del londinense Museo Británico de Historia Natural, que se dio cuenta en el acto de que la piel tenía que proceder de un guepardo con un dibujo desacostumbrado y un pelo largo y muy sedoso. Creyó que se trataba de una nueva especie —muy claramente diferenciada del veloz felino conocido hasta entonces, que era moteado— y debido al espléndido dibujo la denominó Acinonyx rex: «guepardo rey».

  Tras una afanosa búsqueda, Cooper reunió más pieles del «rey», aunque una mostraba un dibujo diferente: menos adornada que las demás, era más bien una modalidad intermedia entre la coloración normal moteada del guepardo y el pelaje «majestuoso». Desde entonces se sospechó que el guepardo rey no constituía una especie autónoma, sino que era una variedad del guepardo corriente moteado surgida por mutación.
En mayo de 1981, una madre guepardo del De Wildt Cheetah Breeding and Research Centre, una estación de cría del zoo de Pretoria creada ex profeso para los guepardos en peligro de extinción, suministró la prueba definitiva: entre una camada de jóvenes guepardos apareció un pequeño «rey». Días más tarde le siguió un segundo cuando una hermana de la primera madre trajo al mundo otro cachorro con el color real. Así pues, el color real no es el rasgo característico de una especie distinta, sino una herencia genética recesiva: dos padres de coloración normal pueden tener crías de color diferente si ambos son portadores de ese rasgo recesivo en sus genes.

  Hasta 1987 se conocieron un total de 38 ejemplares de guepardo rey, todos ellos procedentes de una zona situada entre tres países, Zimbabue, Sudáfrica y Botsuana. (Sin embargo, esos bellos animales se crían hoy en varias estaciones y se venden a todo el mundo, de forma que los parques zoológicos de Wuppertal y Múnich ya cuentan con guepardos rey). La bióloga Lena Bottriell investigó con su esposo Paul a los guepardos rey que viven en libertad. Ella cree que los reyes no solo se distinguen de los demás guepardos por la piel rayada: según sus observaciones, los «soberanos» viven más bien en lo más frondoso del bosque y tienen hábitos nocturnos. Los guepardos de dibujo normal, por el contrario, permanecen sobre todo en la sabana abierta y son activos de día. Bottriell opina que en este momento se está operando en los guepardos una «evolución ante nuestros ojos»: lentamente, supone, está surgiendo una nueva raza de felinos que podría diferenciarse de los moteados también por su conducta y a partir de ahí tal vez algún día se origine una nueva especie.

  Pero volvamos al misterio de la onza mejicana. ¿Es de verdad posible, se preguntaba Richard Greenwell, que veloces felinos de gran tamaño —guepardos primitivos del Pleistoceno— hayan sobrevivido hasta nuestros días en Sierra Madre sin ser descubiertos? ¿O acaso el legendario felino del zoo de Moctezuma solo fue un mito que persistió durante siglos?

  Los mitos, sin embargo, no pueden ser abatidos a tiros: en el siglo XX, los cazadores mataron en las montañas mejicanas a felinos gráciles, de largas patas, parecidos a un puma pero con aspecto muy distinto. Richard Greenwell decidió llegar hasta el fondo de esas historias. Acudió a Dale Lee, que junto con sus hermanos había emprendido frecuentes y exitosos viajes como cazador y guía. Y Lee le contó lo que sabía de la onza.

  Los hermanos cazadores habían oído en repetidas ocasiones las historias de la agresiva onza, pero las habían desestimado tachándolas de «charlatanería de nativos». Pero en 1938 los Lee llevaron al banquero norteamericano Joseph Shirk a cazar jaguares a las montañas de La Silla, en la provincia mejicana de Sinaloa. En las hondonadas del terreno crece un bosque subtropical, pero a medida que se asciende la vegetación se torna más seca. Se dice que la onza vive arriba, en las montañas. Los vehículos eran inútiles, incluso con caballos era imposible avanzar: burros y mulos eran los únicos medios de locomoción en aquellos agrestes parajes.

  Durante mucho tiempo los cazadores no hallaron el menor rastro de jaguares. Pero otro animal había respondido a sus reclamos. Los hombres le soltaron los perros y pronto obligaron a subirse a un árbol a un gran felino que bramaba de ira, y de aspecto no muy diferente a un puma. El banquero disparó e hirió al animal en una pata trasera. El felino huyó por un barranco, arrastrando siempre la pata herida y sin embargo con tal celeridad que los perros apenas lograban seguirlo. No obstante pronto volvieron a obligarle a subir a un árbol, y esta vez ya no tuvo salvación: lo mataron de un tiro.

  Los Lee examinaron el animal: era mucho más delgado que un puma, pero más largo. Las orejas eran largas, igual que las patas. Fotografiaron al felino, lo midieron, pero por desgracia el cuerpo se perdió. De vuelta a Arizona, los cazadores describieron la pieza que habían abatido, pero solo cosecharon incomprensión y burlas; todos pensaron que los Lee se habían tragado una «vieja leyenda». No obstante, ellos siempre estuvieron seguros de que ese animal no era un puma normal. ¿Quién podía saberlo mejor que ellos, unos cazadores tan experimentados? Solamente Dale Lee cazó y abatió en su carrera casi 500 pumas, unos 300 osos negros y junto con sus hermanos más de 120 jaguares, una trayectoria cinegética que hoy en día, dada la escasez de esos animales, provoca escalofríos. A pesar de todo, a un hombre así no se le puede negar experiencia a la hora de percibir las diferencias.

  En 1985, Richard Greenwell viajó al distrito de San Ignacio, en Sinaloa, donde en 1938 había sido abatido aquel extraño felino. Diez años atrás, el ranchero Jesús Vega había matado un animal parecido y había guardado su cráneo, que se asemejaba al de un puma y al que le faltaban algunos molares delanteros. Greenwell rogó que le avisaran si surgían novedades referentes a la onza.

  En enero de 1986 recibió una llamada de Sinaloa: habían abatido otra onza. La noche de año nuevo, dos rancheros que habían salido a cazar ciervos a la sierra observaron a un gran felino agazapado en la oscuridad. Temerosos de que se tratara de un jaguar y los atacase, los hombres dispararon. Pero el felino no era un jaguar, aunque tampoco un puma normal. Los cazadores, al acordarse del «gringo loco» que había preguntado hacía poco tiempo por felinos raros, transportaron el animal a casa y más tarde lo llevaron a Mazatlán, donde fue congelado inmediatamente, diecisiete horas después de su muerte.

  El felino, una hembra, estaba pues en un estado excelente cuando en febrero de 1986 Greenwell lo examinó en compañía de Troy Best, experto en pumas. El animal era muy esbelto, de piernas delgadas que también parecían más largas que las de un puma normal. El rabo y las orejas parecían asimismo más largas. El animal tenía algunas franjas pequeñas y horizontales en sus patas delanteras que no aparecen en el puma. Los huesos de las patas delanteras y traseras también tenían mayor longitud que los del puma. El felino solo pesaba 27 kilos, mientras que las hembras adultas de puma alcanzan por término medio de 36 a 60 kilos. Como demostró la disección del cadáver, el animal gozaba de excelente salud y estaba libre de parásitos. Poseía bastantes reservas de grasa, por lo que su esbeltez no podía atribuirse a falta de alimento. En su estómago hallaron todavía los restos de sus últimas comidas: pezuñas de ciervo.

  «El animal parece en verdad diferente», constató también Troy Best, que por entonces acababa de medir más de 1.700 cráneos de puma. Desde el punto de vista morfológico, ese felino se diferenciaba claramente del puma. También Helmut Hemmer, zoólogo de Maguncia, examinó pronto los huesos en Tucson y llegó a la misma conclusión. Había quedado claro que la onza no podía ser un guepardo superviviente de la Edad del Hielo. Entonces ¿qué era exactamente esa criatura parecida a un puma?

  Los análisis de los pelos no mostraron diferencia alguna con los del pelaje de un puma corriente, de ahí que Greenwell esperase con impaciencia los resultados de los análisis bioquímicos efectuados en el National Cancer Institute de Washington. Allí se habían comparado tejidos de la supuesta onza con los de pumas, leones, tigres, guepardos y jaguares. «El resultado fue frustrante», reconoció Greenwell, «pues la bioquímica dijo algo completamente distinto a la morfología». Desde una perspectiva bioquímica, la «onza» no se diferenciaba un ápice del puma tradicional. Dicho de otra manera, el animal no era una nueva especie o subespecie. Esto último sería casi imposible, pues en las montañas de Sierra Madre vive ya una subespecie de puma, Puma concolor azteca, y dos subespecies en el mismo territorio se cruzarían entre sí difuminando las diferencias. ¿Ha concluido, pues, el sueño del «segundo tipo de león», de la «bestia del zoo de Moctezuma»?

A Hemmer los resultados no le sorprendieron demasiado: «Si los huesos de onza hubieran sido fósiles, yo seguramente también habría descrito una nueva especie debido a las grandes y llamativas diferencias». Y remite al guepardo rey, en el que la variación en un gen originó un aspecto claramente distinto, aunque pertenece sin ningún género de dudas a la especie Acinonyx jubatus. En su opinión, con la onza podría ocurrir algo similar. La figura diferente de la onza, con sus miembros y orejas alargados, recuerda a Hemmer un fenómeno en los humanos, la «acromegalia», en la que las partes del cuerpo alejadas del tronco (dedos, pies y nariz) se alargan más de lo habitual debido a un incremento en la producción de hormonas del crecimiento. Pero esto es una suposición, subraya expresamente. Y una hipótesis interesante que podría estar detrás de la onza.

  Entretanto, Greenwell ha esbozado otra hipótesis (muy atractiva desde la óptica de la criptozoología): «A lo mejor», opina guiñando un ojo, «a lo mejor la onza que encontramos nosotros tampoco era la auténtica onza».

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