Un historiador normando ha publicado recientemente un estudio sobre el
sumergido, asolagado diríamos los gallegos, reino de Ys, en Bretaña de Francia, es
decir, en el mar de Bretaña. Yo suelo de vez en cuando, quizá los domingos por la
tarde, escuchar el disco de Alain Stivell que se titula «El arpa céltica», y el tal
comienza con el hundimiento de Ys en el mar, y, antes de que principie el arpa
dolorida a decirlo, se escuchan grandes y poderosas olas batir contra las rocas. Es
emocionante. Parte del libro de Pierre Beaulieu está dedicado a las pretensiones que
al reino de Ys dijeron tener en su día los arzobispos de Rennes, en Bretaña, y de
Rúan, primados de Normandía, y cómo hubo pleitos, en los que intervinieron los
capitulares de Saint-Ouen, unos canónigos muy ricos, buena cocina, muy etiqueteros,
con diezmos y primicias de salmones, y derecho a un sombrero de paja teñido de rojo
en los veranos y a llevar tras ellos, en las procesiones, a pajes con sillas de cuero y
brazo, en las que de vez en cuando se arrellanaban cómodamente. Una procesión de
cuarto de leguas con tales sosiegos duraba desde hora de alba a la hora de entre
salmón y sirena, que son las siete de la tarde en el fresco y dulce mayo. Los pleitos de
etiqueta duraron en Normandía hasta la Revolución francesa y, en España, todo el
siglo XVIII. En Santiago de Compostela también hubo en el XVIII, un pleito sobre
quiénes del Cabildo tenían derecho o no a silla en las procesiones. Volviendo a Ys y
tras leer a Beaulieu, no se sabe todavía a quién pertenece en derecho, y nadie ha ido a
disputarles bajo las aguas la posesión del rico y desgraciado reino a los congrios y los
rodaballos más que unos criados de los señores de Kervodec, quienes, según se
prueba con complejas genealogías, descienden de Lanzarote del Lago y de la princesa
de Fraicheterre. Los criados de los señores de Kervodec eran anfibios, así como sus
perros, de la casta llamada ganne-oaled o ganne-foenme, descendientes directos del
perro joven de Tobías, manchados de rojo en el lomo y bragados en blanco, alegres
ladradores, y que, como buenos hebreos, rechazaban las carnes de los animales
impuros que vienen señalados en el Pentateuco, con todas aquellas sutiles
distinciones del rumiar y la pezuña, etc. No se les podrá llamar a estos canes lebreles,
como lo hace Beaulieu, pues no comerían liebre, y, por ende, nunca la cazarían,
atendiendo a la impureza notoria de la liebre en Deuteronomio, XIV, 7. ¡Pensar que
ningún mosaísta ortodoxo haya comido nunca un civet de liebre!
Volviendo a Ys, ¿a qué bajaban al reino sumergido los criados de los Kervodec?
Pues a cobrar tributos, y precisamente el día 29 de junio, festividad de San Pedro. Los
tributos del reino sumergido consistían en oro, una piedra preciosa cada seis años y
dos sacos de hierbas medicinales —algunas de las cuales han sido estudiadas entre
nosotros por el catalán Joan Perucho—. El oro estaba amonedado con la efigie y el
título del Rey Arturo, rex perpetuus et juturus Britanniae, y la piedra preciosa venía
dentro de un pez, que se comía en la mesa de los Kervodec después de haber contado
el oro y haber clasificado las hierbas medicinales submarinas, y repartidas a los
enfermos de Bretaña que esperaban su llegada para ser curados de sus dolencias.
Llegaba el pez asado, lo partían, y aparecía la piedra en un lugar por la parte de las
agallas. Todos se sorprendían, como el rico Rey griego cuando apareció su anillo en
el gran salmonete. Algunos eruditos, de ésos que lo quieren aclarar todo, dijeron que
lo de la piedra preciosa en el pez, era, en Bretaña, copia de la fábula griega. Nadie
sabe adónde han ido a parar las piedras preciosas de los Kervodec de la Edad Media,
máxime teniendo en cuenta que los Kervodec de la Edad Moderna fueron gente
pobre, pequeños terratenientes, siempre discutiendo que podían probar más apellidos
de nobleza que los Chateaubriand, y, finalmente, cazadores furtivos. Un año —hay
quien estima que el de 1372—, los criados y los perros de los Kervodec no regresaron
de debajo de las aguas.
Antes de que Ys desapareciese bajo las aguas ya había desaparecido el reino de
Fraicheterre, el de la princesa que tuvo amores con don Lanzarote. Este paladín era
ya anciano y la princesa casi una niña. Estuvieron toda una tarde jugando a hacer
nudos y deshacerlos con cordón de plata, y, sin haber más, de este juego quedó la
princesa preñada. Los arzobispos de Rennes enviaron, en distintas épocas,
expediciones para ver de localizar la catedral de Fraicheterre, en la que es fama que
están los huesos de los doctores que discutieron con el Niño Jesús en el Templo.
Junto a los huesos están las orejas de ellos, como cuando eran vivos, pues que por
ellas había pasado la palabra del Señor y la carne no se pudo corromper. Ya pensaban
los prelados de Rennes en construir una iglesia donde pudieran venerarse aquellas
orejas santificadas por la palabra del Salvador, y ya contaban, cuento de la lechera,
las grandes rentas de las romerías. Pero nunca se logró averiguar hacia dónde caía
Fraicheterre en el mar de Iroise.
Servidor de ustedes, despreocupado y dado a la poética, se contenta con escuchar
el mar en el disco «El arpa céltica», de Alain Stivell: el mar siempre recomenzando,
con las ruidosas olas tragándose el reino de Ys, dulce tierra siempre vestida de verde,
amada antaño de la oropéndola y adornada con la vinca. Las orejas de los doctores
del Templo de Jerusalén serán como otras más caracolas marinas posadas en las finas
arenas de las playas de allá.
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