miércoles, 27 de marzo de 2019

Las islas del Cuarto Libro

Es decir, el mar y las islas del Quart Livre, de los hechos y dichos heroicos del
buen Pantagruel, escrito por mestre Rabelais. El primer viaje de Pantagruel por mar
se hizo paro ir a ver al oráculo de la Diva Botella Bacbuc. Doce eran las naves de la
flota de Pantagruel, y en la almirante izaba éste por insignia una enorme botella, la
mitad de plata, bien pulida y lisa, y la mitad de oro esmaltado, de rojo color. Así la
botella denotaba que allí se bebía blanco y tinto. Antes de levar anclas, y temiendo
tempestad en el mar, todos los viajeros bebieron durante varias horas hasta reverter, y
ello con la intención de que durante la travesía nadie sintiese mareos, ni vomitase, si
tuviese perturbación alguna de estómago ni de cabeza. Rabelais, el autor, que había
estudiado Medicina en Montpellier, comenta que se hubieran ahorrado esta colosal
ingestión de los grandes vinos, bebiendo desde algunos días antes de la partida agua
de mar pura, o mezclada con vino, con corteza de limón o granada, u observando una
larga dieta, o poniendo papel sobre el estómago.
El oráculo de la Diva Bacbuc estaba cerca de Catay —es decir, China—, «en la
India superior». Pantagruel, siguiendo el consejo de su piloto mayor, decidió en su
navegación no seguir la ruta de los portugueses hacia las Indias Orientales, «que,
pasando la zona tórrida y el cabo de Buena Esperanza en la punta meridional de
África, más allá del equinoccio, y perdiendo la guía del eje polar septentrional, hacen
una navegación enorme». Pantagruel decidió pasar a la India Superior por el
Noroeste, sin aproximarse al mar Ártico o Glacial, por miedo de ser retenido por los
hielos. Hicieron, pues, el viaje por esta ruta, sin naufragios ni peligros en menos de
cuatro meses, mientras los portugueses tardaban tres años por su camino. Esta ruta es
la primera mención de la búsqueda de un paso por el Noroeste hacia Catay, hacia el
Pacífico. Sorprendido de este hallazgo, Rebeláis se va a burlar de sí mismo, diciendo
que esta ruta de fortuna fue la que usaron los indios cuando decidieron viajar a
Germania, donde fueron honorablemente tratados por el Rey de los suecos. ¿En qué
época? Pues en los días de los romanos, ya que, cuando los indios llegaron a
Germania, la actual Alemania, era procónsul de Roma en las Gañas, la actual Francia,
Quintus Metellus Celer, «como lo escriben Cornelio Nepote, Pomponio Mela y Plinio
después de ellos». De hecho, este imaginado viaje de los indios a Germania estaba
inspirado en los llamados indios de Ruán, que fue que unos balleneros encontraron en
el mar de Iroise, al Sudeste del Gran Sol, una canoa con dos tripulantes muertos,
vestidos de pieles y tocados de plumas, con cuyos trajes se hizo uno para una imagen
de santo de la catedral de Ruán, unos dicen que San Martín, otros que San Juan
Evangelista, y que allí fue venerado el santo vestido de indio canadiense hasta la
Revolución de Francia. Hay textos.
La ruta seguida por Pantagruel y sus doce naves estaba llena de extrañas islas,
como la de Chéli, en la que reinaba el Rey santo Panigon, y las de Tohu y Bohu —de
la Confusión o del Barullo—, y de la Farouche, antigua residencia de las Andouilles
—de los Embutidos o de las Longanizas, como quieran—. Más allá estaba la isla del
Viento —lo que le permite a Rabelais glosar el refrán que dice, y es de gente de mar,
«que pequeñas lluvias abaten grandes vientos»—. En cada isla, Pantagruel encuentra
lo suficiente para sus desayunos, almuerzos y comidas, y ya saben que era hombre de
apetito proporcionado a su gigantesca talla. Recuerden que un día quiso ensalada y
salió a la huerta a buscar lechugas, que eran del tamaño de árboles, y bajo las cuales
se habían echado a dormir unos peregrinos de Nantes. Los cuales fueron con la
lechuga a la fuente, y Rabelais los metió en la boca, aunque hubo de escupirlos, por
duros, y uno de ellos con su bordón le tocó una muela que tenía cariada, lo que le
produjo al héroe rabelaisiano enorme dolor, y le obligó a beber un gran trago, con el
cual estuvo a punto de ahogar a los peregrinos, quienes al fin, con el enjuague,
cayeron a tierra y huyeron…
Conviene subrayar que la descripción del mar y de sus tempestades es cosa muy
moderna, y Rabelais, por lo tanto, nada nos dice del paisaje marino, del alba en el
mar, de los largos ponientes, ni siquiera de las aves marinas en las proximidades de
las islas, cuyas disparidades le sirven para su varia crítica de las cosas y los saberes.
Desde el capítulo XVIII hasta el XXIII se nos cuenta de una gran tempestad en el mar,
pero excepto unas veinte líneas para decirnos en el XVIII cómo estalla:
«Repentinamente, la mar comenzó a hincharse y a hervir desde el fondo de los
abismos, las olas batían los flancos de los navíos; el mistral, acompañado de un
torbellino desenfrenado, de negras borrascas, se puso a silbar a través de los cordajes,
relampagueaba, llovía, granizaba, el aire perdía su transparencia, se hacía opaco,
tenebroso, oscuro…»; el resto de los capítulos está dedicado a decirnos cómo la
pasaron Pañurgo y fray Juan, y «un breve discurso sobre los testamentos hechos en
mar». Con toda su brevedad, y aunque en ella se deslice algún tópico antiguo, esa
descripción de la tempestad por Rabelais es insólita en las letras europeas del siglo
XVI, y tiene un algo de veracidad de la terribilità de las tormentas marinas, bien que
sepamos que Rabelais nunca salió al mar, ni que haya visto más agua marina que la
de Narbona. Aunque el mar de Narbona haya sido un mar de naufragios. Ese viento
mistral que ha conocido en Montpellier. ¿Nos está Rabelais diciendo de la mar una
tempestad que ha conocido en tierra?
En fin, en cada isla hubo sus banquetes, y las copas estaban recibiendo
constantemente vino. Las islas, ya dijimos, con sus diversos regímenes y costumbres
le sirven a Rabelais para su crítica del mundo y para la carcajada, mientras va
navegando de una en otra por la ruta de fortuna del Noroeste, camino de Catay y de la
India Superior. Esta ruta de fortuna es verdadera novedad. Pero al almirante
Pantagruel se le da un pito de la navegación, que lo que quiere es filosofar, comer,
beber y combatir monstruos sopladores. Y, cuando la tempestad termina, recuerda
que se llamaba Tempestad un gran latigacizador de alumnos del colegio Montaigu,
con lo cual reduce toda la mar a una anécdota escolar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario