Un erudito flamenco, nacido en Harlem, esa ciudad que, en un breve poema, que
va al final de este artículo como regalo, retrató en su Gaspard de la Nuit el poeta
Aloysius Bertrand, ha escrito la crónica de las puntuales apariciones, en diversos
lugares del planeta, y desde el año 1614, del Holandés Errante. El erudito se llama
Michael van der Veen, y ha sido discípulo del maestro Huizinga. Un amplio apéndice
documental a la historia de las fugaces apariciones del vagabundo, apenas deja lugar,
en el curioso espíritu del lector, para la duda.
En el año 1731 el Holandés entra con su navío en el puerto de Génova, y un viejo
marinero ligur lo reconoce: bebió con él en Lisboa en el año 1689, y a los cuarenta y
dos años pasados, lo encuentra tan joven, el mismo negro pelo y la misma inquieta
melancolía. A la justicia genovesa llegan rumores de la brujería, y el Holandés, al
alba de una mañana de tempestad, huye. Pero, en 1718, ha sido visto en Saint-Maló:
enamora a la hija de un consejero de la Cámara de Cuentas, la rapta y meses más
tarde la abandona en una playa próxima a Boloña; la niña morirá loca, gritando que
viene «el hombre que quema». En 1736 está otra vez en Lisboa, y viene de Nueva
España: visita a una mujer en la Rúa dos Franqueiros, a la que trae noticias del
marido, dueño de un mesón en Veracruz. Enamora el Holandés a todas las mujeres y
a primera vista, pero la portuguesa, que tiene un amigo negro, quiere asesinar al
Holandés para robarlo; el negro apuñala al Holandés, pero la afilada hoja se quiebra
como frágil cristal contra la carne del Errante, y el negro huye enloquecido, gritando,
y la mujer, al ver descubierto su engaño, se ahorca. El Holandés desaparece con el
viento. Tajo abajo… Casi todos los que entran en contacto con el Holandés Errante se
vuelven locos, y nunca se sabe cuál será el suceso que ponga fin a su desventurada
peregrinación. ¿Cómo será rescatado? El señor van der Veen se atreve a señalar que
«una sangre inocente, voluntariamente derramada por él, dando vida por vida», puede
ser el precio del rescate. Pero, en 1751, todavía el Holandés Errante no ha sido
rescatado; está en Nápoles, una dama de la aristocracia le da una cita, y acudiendo a
ella encuentra al marido y a dos hermanos de la hermosa, espada en mano. El
Holandés hiere a los tres en la boca —es su estocada, su señal— y huye. La dama
confiesa a la justicia napolitana quién es el fugitivo, cómo no puede estar más de
nueve días en tierra firme, y cada nueve días que está en tierra tiene que vagar por el
mar nueve meses y que sólo puede ser muerto por el fuego, y que, preguntándole ella
cómo se llamaba, respondióle el Holandés: «¡Llámame extranjero!».
Hasta 1779 no se sabe nada de él, pero este año está en Londres y compra dos
pistolas ricamente labradas: las paga con tres monedas de oro que queman la mano
del tendero al cogerlas. El tendero se desmaya, y su bella esposa abrazándose al
Holandés lo besa en la boca y le pide que huya antes de que su marido se recobre.
Todo esto ante la mirada estupefacta del aprendiz de batihoja. El Errante, desde la
puerta de la tienda, le dice a la mujer, que solloza: «¡Acuérdate del Holandés, que
nunca volverá!».
Un aspecto muy curioso de la vida del Holandés Errante es la conversación que
con él sostuvo en Marsella, el año 1819, M. Claude Gabin de la Taumière, antiguo
secretario de Fouché, que ya había conocido al Holandés Errante en Lubeca, en los
años del bloqueo europeo[5]. Se trata de raptar a Napoleón en Santa Elena y traerlo a
Burdeos. El Holandés Errante pide a Gabin tres cosas: que el Emperador ha de subir
solo a su barco y ha de permanecer todo el tiempo del viaje con los ojos vendados y
encerrado en la Cámara; que se le pagará su peso en oro, y M. Gaubin permitirá la
boda de su nieta, los más bellos catorce años de Francia, con el fugitivo Holandés. M.
Gabin escribe a Luciano Bonaparte y a otros miembros de la imperial familia, pero
antes de que llegue respuesta, el Holandés ha de hacerse a la mar, y cuando pasado un
año regresa a Marsella, M. Gabin ha muerto y su nieta se ha casado con un oficial de
artillería montada.
Es ésta la última noticia documentada de la estancia del Holandés Errante en
algún puerto, recogida por el erudito holandés, profesor Michael van der Veen.
Harlem fue retratada así por Aloyslus Bertrand: «Harlem, esta admirable fantasía
que resume la escuela flamenca. Harlem pintada por Juan Breughel, Peeter Nef,
David Tèniers y Pablo Rembrandt; y el canal donde el agua azul tiembla, y la iglesia
donde el vitral de oro flamea, y el balcón de piedra donde seca la ropa blanca al sol, y
los tejados, verdes de lúpulo; y las cigüeñas que baten sus alas alrededor del reloj de
la ciudad, tendiendo el cuello al aire y recibiendo en su pico las gotas de lluvia; y el
inquieto burgomaestre que acaricia con la mano su doble papada, y la enamorada
florista, que enflaquece contemplando un tulipán; y la gitana que ensueña tocando su
mandolina, y el viejo que toca el pandero, y el niño que infla una vejiga; y los
bebedores que fuman en el estrecho portal, y la sirvienta de la posada que cuelga de
la ventana un faisán muerto». Ésta es el Harlem de Michael van der Veen, y del
perpetuo Holandés Errante.
Nuevas sobre el Holandés Errante
Un discípulo de Huizinga, Caño Cordié, ha publicado recientemente un conjunto
de breves estudios sobre diversos temas literarios e históricos, y uno de ellos se
refieer a II vascello fantasma, de Wagner, es decir, a la fábula de El Holandés Errante
(Der fliegende Holländer). Cordié estudia las fuentes de Wagner, asegura el origen
noruego de la leyenda, sus variantes conocidas en los puertos del Norte, y
especialmente entre los hanseáticos: entre los marineros de la Hansa corría una
canción báquica en la que se brindaba con el holandés. Pero es casi seguro que
Wagner, para su texto de «El buque fantasma», ha utilizado una leyenda de un
navegante solitario, quien con una tripulación de fantasmas viaja en un tres palos
cargado de tesoros en busca de una muchacha cuyo espejo encontró en una playa,
bajando a ella a hacer aguada. El espejo perdido refleja constantemente el hermoso
rostro de la muchacha. Wagner inventa el naufragio de la nave del noruego Daland y
la aparición en medio de la terrible tempestad de la nave del Holandés Errante. Como
saben, cada siete años, el Holandés puede bajar a tierra a ver si encuentra a una mujer
que lo ame y le sea por siempre fiel. Daland, que sabe de los tesoros que lleva el
barco del Holandés, le ofrece a su hija Senta. En la primera leyenda, un mago que
quiere hacerse con los tesoros del marino solitario, cuyo nombre nadie conoce, ha
sido quien ha dejado el espejo en la playa. Daland, en Wagner, aspira a los tesoros del
Holandés, pero también tiene pena de él, y piensa que su hija puede poner fin a la
perpetua navegación a la que está castigado. En la leyenda del solitario sin nombre ni
patria, éste no encontrará nunca a la muchacha cuyo retrato conserva el espejo, pese a
los recursos del mago. Por otra parte, la muchacha del espejo no existe ni ha existido
nunca. Es una invención del mago. En Wagner, Senta existe y sabe hilar, y es dulce y
apasionada. E inocente. Conoce la balada del Holandés Errante —la que cantaban los
hanseáticos— y la canta ella misma, claro que no la música antigua, sino la
wagneriana. Senta se emociona y exalta cantando, y declara ofrecerse a redimir al
Holandés y poner fin a su penitencia, lo que aterroriza a su prometido, el joven Erik.
Cordié hace notar que, si en la leyenda, quizá de origen danés o báltico, pero
relacionada con otra u otras leyendas bretonas, el navegante solitario ve a su posible
enamorada en el espejo, en Wagner, Senta tiene la visión de un hombre pálido e
inmensamente triste, de un «bel tenebreux». Cuando el Holandés aparece ante Senta,
ésta reconoce en él al desdichado de la visión, y le promete fidelidad hasta la muerte.
Hay todavía otras coincidencias. Ya saben cómo termina II vascello fantasma, de
Wagner: el Holandés huye, descubriendo quién es, temiendo que Senta se condene al
no seguirle, cuando su antiguo novio le recuerda su promesa matrimonial, pero Senta,
fiel hasta la muerte, se arroja desde una roca al mar. El buque fantasma se hunde, y,
en medio de las enormes olas, el Holandés y Senta aparecen, él rescatado de la eterna
navegación para la paz de la muerte. El poema wagneriano le había gustado mucho a
Baudelaire.
Pero parece que el Holandés todavía anda por esos mares de Dios. Cordié señala
diversas apariciones del Holandés Errante, una de ellas cuando Wagner, nacido en
1813, era todavía un niño. Estando Napoleón Bonaparte prisionero de los ingleses en
Santa Elena, Fouché recibe la visita de un desconocido, quien le asegura que dentro
de pocos meses el buque del Holandés Errante va a acercarse a tierra, pues se cumple
la pausa que cada siete años le es concedida para que busque su salvación. Si al
Holandés se le da ocasión de elegir a una esposa hermosa y fiel, puede salvar a
Napoleón, eligiendo Santa Elena como lugar de desembarco. Fouché vacila, interroga
durante dos días al desconocido, que habla el francés con «rudo acento alemán», el
cual confiesa que tiene a la heroína que no vacilará en unirse al Holandés y salvarlo.
Fouché se preocupa, no duerme, sueña con el Holandés y está a punto de ceder a las
pretensiones del desconocido, quien solicita por su información dinero contante y
sonante. Parece ser que hubo una cena, en la que el desconocido se embriaga. Lo
llevan a la casa donde se hospeda, y en su habitación encuentran a una niña muy
hermosa, pero tonta, que abre sorprendida sus grandes ojos verdes y exclama una y
otra vez:
—¡Yo amaré siempre al Holandés! ¡Yo moriré por el Holandés!
La tonta no sabe ni cómo se llama, ni si tiene padres, ni qué tiene que ver con el
desconocido. Cuando le preguntan de dónde viene, responde:
—¡Nací de las tempestades del mar!
Eso y que amará al Holandés eternamente es todo lo que sabe decir. Nadie
escuchará otra cosa de su boca, salvo cuando la llevan a un asilo, en el que va a morir.
Coge la mano de la enfermera y dice:
—¡Mamá! ¡Mamá!
El desconocido ha desaparecido.
Todos están de acuerdo en que el barco del Holandés es un tres palos, pintado de
negro, y por cuya cubierta corren luces amarillas. Aunque la mar esté en calma,
alrededor del velero se levantan grandes olas y silba el viento. Calculando la fecha en
que le fue anunciada a Fouché la bajada a tierra del Holandés Errante —ya saben,
veintiún días cada siete años—, le toca desembarcar en la primavera de 1977. Si se
toman las precauciones debidas, se sabrá a lo largo de qué costas navega, porque está
dicho que siempre ha de acercarse a tierra en medio de súbita y terrible tempestad.
Las flotas del mundo unidas podían acercársele y decirle por banderas que baje sin
temor, y que con la colaboración de la «tele» y la radio, y la prensa, y las revistas
ilustradas, le encontrarán esposa, tan fiel como la Senta de Wagner. Podría
organizarse un concurso. Creo que sobrarían candidatas. Habría que evitar, eso sí, que
el buque fantasma se hundiese, el hermoso velero de Amsterdam, botado en el siglo
XV. Podría servir como museo a flote, o como refugio de los fantasmas de todos los
naufragios antiguos.
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