viernes, 29 de marzo de 2019

La lección de música

Wen Rouchun descendía de una vieja familia de letrados del Shanxi. Desde la
infancia había sido un apasionado de la música. Terminó incluso abandonando el
estudio de los clásicos para ir a hacer cursos con los maestros de música más
reputados de la provincia. Pasaba, pues, la mayor parte de su tiempo ejercitándose
con el laúd. Para gran disgusto de sus padres, fracasó en los exámenes de mandarín.
Como ya no podía soportar los reproches de su padre, un buen día se escapó de la
residencia familiar. Empezó a ganarse la vida como músico ambulante.
Una tarde, mientras tocaba en la plaza de un pueblo, Wen Rouchun vio entre la
multitud de curiosos a un viejo taoísta, vestido con un atuendo de tela basta
remendada, apoyado sobre un bastón de bambú y que llevaba en bandolera una bolsa
donde se adivinaba la forma de un laúd. El anciano prestó atención al concierto
durante un instante y luego siguió su camino. Tras concluir su fragmento, el joven
letrado corrió tras él y le abordó en estos términos:
—Perdona mi osadía, venerable, pero, ya que tú también pareces ser músico, me
gustaría escuchar tu opinión sobre mi actuación y recibir tus consejos.
El viejo taoísta hizo un mohín de apuro:
—No careces de talento ni de habilidad para producir bellos sonidos. ¡Tu música
tal vez alegre el oído de algunos aldeanos, pero no creo que pueda cautivar a los
pájaros!
Y sin añadir nada más, el solitario siguió su camino.
Confuso e intrigado, Wen Rouchun siguió al taoísta de lejos, con la esperanza de
oírle tocar en un próximo alto, curioso por saber qué música tocaba.
A la caída de la noche, el viejo se detuvo en un claro y sacó el instrumento de su
funda. El joven letrado se quedó escondido entre los matorrales, impaciente por
escucharle. En cuanto vibraron las cuerdas del laúd, empezó a desgranarse una
melodía de belleza inefable. Una brisa perfumada hizo que se estremecieran las hojas
de los árboles, y dos grullas blancas, iguales a dos espíritus mágicos, se posaron en el
claro con una gracia infinita. Modulando sus cantos de acuerdo con la música,
desplegaron una danza nupcial fantasmagórica a la luz dorada del crepúsculo.
Con las últimas notas de la melodía, las grullas levantaron el vuelo y
desaparecieron en el sol poniente. El letrado se precipitó entonces a los pies del
anciano y le suplicó que le enseñara su arte.
El joven músico marchó así tras las huellas del anciano. Éste le enseñaba
melodías, se las hacía repetir, le corregía, unas veces paciente, otras irascible o
irónico, siempre tacaño en cumplidos.
Al cabo de cuatro años de vagabundear juntos, el maestro de música le dijo a su
discípulo:
—Ya no tengo nada que enseñarte. Sabes tocar, conoces los modos y los ritmos,
posees la técnica, tus dedos son ágiles.
He intentado hacer que penetraras en el corazón de nuestro arte, pero sólo has
tocado la corteza. El paso decisivo debes darlo tú solo. Busca, y cuando pienses
haberlo alcanzado, reúnete conmigo. Te esperaré en la gruta del Manantial de Jade,
en el monte de los Tres Picos.
Y sus caminos se separaron.
Pasaron tres años. Una bella mañana, en pleno verano, Wen Rouchun se presentó
ante la gruta donde le esperaba su maestro.
—Piensas, entonces, que has franqueado el umbral…
—Creo que sí, Maestro. El otro día toqué en el palacio de un prefecto. Era una
melodía del modo Chang, el del otoño. Un viento fresco se precipitó en la sala, dentro
se arremolinaron hojas muertas y las lágrimas rodaron sobre las mejillas del
auditorio.
—Pues entonces, sígueme, y muéstramelo. Cuando se descubre el camino, el
verdadero artista puede encontrarlo a su manera.
Y el maestro arrastró a su discípulo hasta la orilla del lago de la Paz celestial. Se
instalaron sobre un peñasco que dominaba las aguas tranquilas donde el cielo parecía
brotar de las profundidades de la tierra.
—Tócame algo en el modo Yu.
Wen Rouchun tomó su laúd, lo afinó, desgranó los sonidos e improvisó una
melodía. De repente, al viejo taoísta le embargó una violenta cólera:
—¡Sólo oigo notas, pero no música! ¡En el palacio del prefecto debiste dejarte
engañar, sin duda, por las apariencias, cegado por tu orgullo! A veces en verano
sucede que algunas hojas agostadas por la sequía caen de los árboles, y debió de ser
una corriente de aire lo que hizo llorar a tu auditorio. ¡Pero aquí no ocurre nada!
Tocas el modo del invierno, pero ¿dónde está el viento helado? ¿Se ha congelado el
agua del lago, ha empezado a nevar? Sólo tocas con los dedos. ¡Tu corazón es más
duro que este peñasco; la música del Tao jamás podrá fluir en él!
Y el maestro arrancó el laúd de las manos del alumno, y lo hizo pedazos contra el
peñasco. Cuando el instrumento se rompió, haciendo resonar un quejido desgarrador,
fue como si el corazón de Wen Rouchun se partiera en dos. Lloró y permaneció
postrado, sacudido por los sollozos. Lloró toda la noche estrechando entre sus brazos
su laúd roto, y no se durmió más que con los primeros resplandores de la aurora.
Al final de la mañana, el viejo taoísta despertó a su discípulo y le arrastró de
nuevo hasta el borde del lago. Le hizo sentarse sobre el peñasco, le tendió su propio
laúd y le dijo:
—Inténtalo otra vez. Será la última. El fracaso del alumno es también el del
maestro. Si fracasas, me arrojaré a las aguas del lago.
Y el maestro bajó hasta la orilla.
Con los ojos enrojecidos, y el corazón rebosante de una desesperanza infinita,
Wen Rouchun pulsó de nuevo las cuerdas en el modo Yu. Poco a poco, un viento
helado empezó a gemir, haciendo que la superficie del lago se agitara. El músico vio
la silueta de su maestro, que caminaba sobre las aguas. Comprendió entonces que el
lago se había congelado. Lo había conseguido. Esbozó una sonrisa y su mano quedó
suspendida sobre fas cuerdas.
—¡Cuidado! —bramó en el viento la voz del viejo taoísta—. ¡Sigue, si no me voy
a ahogar! ¡Y quédate con mi laúd, es mi regalo de despedida! ¡Lo necesitarás para
enseñar nuestro arte!
Wen Rouchun siguió tocando. Y entonces oyó un aleteo.
Ahí donde, hacía un instante, caminaba su maestro sobre el espejo del lago, no
vio más que una grulla blanca que levantaba el vuelo. Y ésta desapareció por encima
de los tres picos nevados con gritos semejantes a risas.

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