Tradición del Portal de Agustinos
En la calle que primitivamente se llamó «de las Canoas» porque éstas venían por el
«Canal de la Viga», hasta el «Coliseo Viejo», calle después conocida con el nombre
de «Tlapaleros», por las tiendas que en ella había consagradas a la venta de pinceles,
colores, aceites, barnices y otros menesteres anejos al oficio de pintor; calle, en fin,
que hoy se dice «4.ª de la Avenida del 16 de Septiembre», junto a la acera Sur, en la
cual se levanta ahora el edificio del «Centro Mercantil», existió casi hasta fines del
siglo pasado el «Portal de los Agustinos», del que sólo queda una antigua inscripción,
que con caracteres coetáneos de la decimaséptima centuria, encerrada en un óvalo,
reza así:
«EL CONBENTO REAL DE SN. || AGUSTÍN CUYO ES ESTE PO- || -RTAL TIENE EXECUTORIA DEL
SUPE- || -RIOR GOBIERNO DESTA NUEBA ESPAÑA PARA || Q. SE PUEDA PONER CAXON (EN)
ESTA ESQUINA. || AÑO DE 1673».
Con ejecutoria y todo, los hermanos Antonio y Cristóbal de la Torre, establecieron en
la unión de los dos portales, el de los Agustinos y el de Mercaderes, una alacena en
que vendían libros, novelas y canciones populares, alacena que fue mucho tiempo,
centro y cita de platicones desocupados, que iban allí a echar sabrosos paliques
políticos, literarios y escandalosos.
Aquel adefesio, del «Portal de los Agustinos», en los últimos tiempos, estaba casi
hundido bajo la mole de los dos pisos superiores que sustentaba. Los arcos se tocaban
con las manos. Era obscuro, y en las tardes lluviosas, las aguas que anegaban la calle
penetraban hasta el interior de las casas de comercio.
Mencionaremos los principales comercios que había en el interior. En la esquina
la librería de Rosa, que fue la antecesora de la de Bouret; la cristalería de «La
Jalapeña»; la «Antigua Librería de Galván», que traspasaron los señores Andrade y
Morales; una fotografía con ostentosos muestrarios, en los que podía leerse: «¡Se
garantiza el parecido!» y al fin, en la otra esquina, con la calle de la Palma, la tienda
de abarrotes de Cuervo, cuyo origen era inmemorial.
Casi a la mitad del Portal, en el interior, y en la esquina con el «Callejón de
Bilbao» —donde una antiquísima tradición afirma que nació el insigne autor
dramático Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza— en el aparador de la librería que
fue primero de Galván y después de los señores Andrade y Morales, sitio que ocupa
ahora un expendio de tabacos llamado «La Violeta», había un nicho que se levantaba
a poco más de medio metro del nivel del suelo, pero que, angosto como era, tocaba su
parte superior el techo del «Portal de los Agustinos».
En este nicho, venerábase públicamente desde muy remotos tiempos una
escultura conocida con el nombre del «Santo Ecce Homo del Portal»; alumbrado
durante la noche, y aun de día, por la parpadeante luz de una lamparilla encerrada en
un farol de cristal y armazón de hojalata, al que cuidaban de poner aceite, para que
ardiera de continuo, los muchos devotos de aquella escultura maravillosa por sus
milagros.
¡Y vaya que fue maravilloso el «Santo Ecce Homo»! Como que de él contaban —
y ahora os voy a referir— una milagrosa tradición con su salecita de filosofía
ejemplar.
Pues, señor, que allá en el siglo XVII, desembarcó en Veracruz y llegó a México, a
la postre de penoso viaje, un aventurero español, de aquellos ilusos que venían de la
Madre Patria, preñada la mente por encontrar tesoros como los del Inca Atahualpa o
los del azteca Motecuhzoma.
Pero cuál sería su penar y apuros cuando una vez en la capital del Reino de la
Nueva España, vio que pasaban y pasaban días, sin que los soñados tesoros fuesen
por él descubiertos; y cansábansen ya de hospedarle gratis y darle la diaria pitanza
muchos de sus compatriotas cuando uno de ellos le aseguró que en el «Portal de los
Agustinos», había un «Santo Ecce Homo» muy maravilloso, y que a él había de
acudir para que lo socorriese en sus necesidades y le tornase en próspera su hasta allí
mísera existencia.
El advenedizo ibero siguió el consejo de aquel paisano y amigo; y en la noche del
mismo día en que se lo diera, encaminóse después del toque «de la queda», que daban
las campanas de la Santa Catedral, al «Portal de los Agustinos», que a tales horas
quedaba solitario y silencioso y apenas alumbrado por la vacilante luz del farolillo
que tenían siempre encendido los devotos del «Santo Ecce Homo».
Llegó el ibero ante el nicho. Quitóse la gorra con respeto. Hincó la rodilla diestra,
y apoyado el codo de su siniestro brazo en la rodilla levantada de la otra pierna,
reclinó la frente en la palma de la mano izquierda, mientras que con la otra mano
accionaba y hacía ademanes de orador, al hablarle así a la milagrosa escultura:
—Señor, Divino Señor, que estás aquí tan desnudo de ropas, cual lo estaré yo
pronto si no pones remedio a mis penas; lleno de moretones y cardenales de tantos
golpes que te dieron los judíos, como mi perra suerte; sin más abrigo que tu
descolorida clámide, parecida a mi desteñido capotillo; ni más calzones que cubran lo
que debe cubrir la honestidad, que los que tú tienes semejantes a los míos; Señor,
postrado humildemente a tus pies, te pido encarecidamente que me concedas, como a
otros paisanos míos, que haga yo pronto una gran fortuna…
El «Santo Ecce Homo», que aunque mudo e inmóvil parecía mirarle y
compadecerle, inclinó y alzó dos veces la cabeza, como si le dijera:
—Concedido… concedido, lo que tú me pides.
Maravillóse el ibero, y gozoso, de nuevo imploró otra gracia.
—Señor, Divinísimo Señor, permite que, como tantos paisanos míos aquí
residentes, encuentre yo una joven rica y hermosa entre tantas criollas que hay en esta
ciudad, y que me enamore de ella, y que ella me corresponda, y que nos desposemos
muy en breve…
Por segunda vez bajó y levantó la cabeza el «Santo Ecce Homo», en señal de que
aquella otra gracia estaba desde luego concedida.
El insaciable ibero, poseído más de júbilo que de asombro, pues su dicha le
vedaba darse cuenta de que se dirigía a una imagen y no a un ser viviente, exclamó
con sin igual delirio y fervor:
—¡Señor, Misericordioso Señor, pues merezco de ti tantos favores, dándome o
prometiéndome dar una gran fortuna y una linda esposa, concédeme larga prole que
perpetúe mi nombre y herede mis riquezas en este mundo!
Por tercera vez, la milagrosa efigie movió la cabeza, como la había movido en los
dos actos anteriores…
El ibero rebozaba contento, y demasiado ambicioso y no satisfecho aún, imploró
una última gracia.
—¡Señor, le dijo, ya que te han manifestado tan bondadoso y pródigo conmigo,
ofréceme que a mi muerte me llevarás al Cielo para gozar a tu lado de la Gloria
eterna…!
El «Santo Ecce Homo» en esta ocasión ya no movió la cabeza, coronada de
punzantes espinas, en sentido afirmativo; la movió de un lado a otro, como si dijera:
«No, no»; y no sólo con la cabeza indicó su negativa rotunda, sino que con la caña
que empuñaba en la mano hacía señal en el mismo sentido negativo. Al ibero
parecióle, además, que de los labios del «Santo Ecce Homo» salía una voz
imponente, que le reprochaba aquella desmedida sed de toda clase de bienes, y que le
ponía el dilema de elegir los goces de la tierra y las dulzuras del Cielo; —«pero
ambas cosas— figurábase que le repetía no, no»; ¡y que uno y otro «no» lo subrayaba
con la cabeza espinada y con la caña enhiesta…!
Desplomóse el ibero sobre las losas del pavimento del Portal; pocos momentos
después, la ronda que por allí pasaba levantó el cuerpo de aquél, sin vida o
desmayado; conducido en brazos de los alguaciles a la próxima Cárcel de Corte,
pudieron todos observar que el infeliz no estaba muerto, pero convinieron también
todos en que no había tomado en el curso de muchas horas bocado alguno…
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