Sucedido de la calle espalda de San Diego
Uno de los personajes del Virreinato que más fama gozó en su tiempo y después de
su muerte, fue la célebre doña Catalina Erauso, nacida en San Sebastián de
Guipúzcoa, el año de 1592, e hija del capitán Miguel de Erauso y de María Pérez de
Galaviaga.
Muy joven doña Catalina, metióse religiosa en un convento, pero no gustó de la
vida mansa y monótona de la celda y huyó del monasterio vestida de hombre, para
seguir otra vida turbulenta y llena de aventuras, que ha dado tema para autobiografías
apócrifas, para novelas picarescas, tradiciones infundadas y cuentos imaginados, y
aun para libros eruditos como el que publicó en París, el año de 1829, D. Joaquín
María de Ferrer en la imprenta de Julio Didot, reimpreso en Barcelona el año de 1838
y traducido en parte al francés por el gran poeta Heredia.
Aquí en México aparecieron tres relaciones en el siglo XVII, sobre la vida
aventurera de doña Catalina, editadas sucesivamente por la viuda de Bernardo
Calderón, calle de San Agustín, y por Hipólito Ribera, mercader dé libros, calle del
Empedradillo, en el año de 1653.
Muy conocidos son los episodios de la vida romancesca de tan célebre mujer, que
por haber sido religiosa y después militado en los ejércitos reales en el Nuevo
Mundo, llegó a ser más conocida con el apodo de la «Monja Alférez»; pero en los
relatos y obras que la han hecho tan popular, no se contienen los curiosos pormenores
que consigna la «Última y tercera relación» —impresa aquí en el siglo XVII— en la
cual se «haze verdadera narración de sus memorables virtudes, y exemplar muerte en
estos Reynos de la Nueva España».
Refiere el autor anónimo de esta hoy rarísima «hoja volante», cómo fue la Monja
Alférez, al fin de sus múltiples aventuras, camino de Roma, en donde el Papa, a
petición de ella y maravillado de sus hazañas, la concedió pudiese andar en traje de
hombre como hasta ahí había andado; y de cómo habiéndole replicado a Su Santidad
un Cardenal «que no era justo hazer exemplar para que las mujeres que avían sido
religiosas anduviesen en traje indecente», le respondió el Sumo Pontífice: «Dame
otra Monja Alférez y haré lo mismo».
Con tal licencia, y con cuatro láminas del Patriarca San José, otros tantos jubileos,
para que hiciese gracia de ellos a las «personas que gustase», se embarcó rumbo a
España y amparada allí de un buen valedor, consiguió que el Rey, en premio de sus
servicios militares en la América, le librase un situado de quinientos pesos anuales,
contra las Cajas Reales del Perú, Manila o México.
Consta, por otros documentos que se citan en el libro del Sr. Ferrer, «que se
despachó a la provincia, de Nueva España, año de 1630, a cargo del general D.
Miguel Echazarreta, en 21 de julio el alférez Doña Catalina de Erauso…».
Presentóse, ya en la Capital, con su Cédula correspondiente de pago, al Marqués
de Cerralvo, que era entonces el Virrey, y durante algunos años pasó vida plácida con
la cobranza de su pensión, hasta que resolvió dedicarse a la arriería, haciendo viajes
de México a Veracruz o viceversa.
El Padre Capuchino, Fr. Nicolás de Rentería, dice que la conoció siendo él seglar
en la Veracruz el año de 1645. Entonces se llamaba «D. Antonio de Erauso», y tenía
«una recua de mulas en que conducía con unos negros ropa a diferentes partes…; que
era sujeto allí tenido por de mucho corazón y destreza; y que andaba en hábito de
hombre, que traía espada y daga con guarniciones de plata…; que era de buen cuerpo,
no pocas carnes, color trigueño, con algunos pocos pelillos por bigote».
Otro de sus contemporáneos que la conoció, dice que fue retratada por el pintor
Francisco Crecencio.
«Ella —refiere— es de estatura grande y abultada para mujer, bien que por ella
no parezca ser hombre. No tiene pechos: que desde muy muchacha me dijo haber
hecho no sé qué remedio para secarlos y quedar llanos, como le quedaron, el cual fue
un “emplasto”, que le dio un italiano, que cuando se lo puso le causó un gran
dolor…».
«De rostro —prosigue— no es fea, pero no hermosa… Los cabellos son negros y
cortos como de hombre, con un poco de melena… Viste de hombre a la española; trae
la espada bien ceñida, y así la vide; la cabeza un poco agobiada, más de soldado
valiente que de cortesano, y de vida amorosa. Sólo en las manos se le puede conocer
que es mujer, porque las tiene abultadas y carnosas, robustas y fuertes, bien que las
mueve algo como mujer».
Volviendo a nuestra «Última y tercera relación» —impresa en México— se
cuenta en ella, que en uno de tantos viajes que hizo a la Villa de Xalapa, le dio cierto
mercader una carta para el Alcalde Mayor, quien deseaba enviar una hija suya a
México, con el fin de que profesara en un convento de esta Ciudad y Corte.
El Alcalde, como leyera en la carta que «D. Antonio» era «hembra» y no
«hombre», para cerciorarse más de ello y confiarle la conducción de su hija con
menos peligro, ordenó a las otras hijas que tenía, dispusiesen un baño y convidasen a
nuestra Monja Peregrina; «hiziéronlo assí, y aviendo acetado, puesto el Alcalde
Mayor a donde las vía, y no podía ser visto, con la experiencia conoció que era
verdad, lo que le habían escrito, con que al día siguiente, le entregó a la dama que
había de ser religiosa…».
Caminaba con ella, y de su hermosura enamorada, cuando llegaron cerca de
Chila, como encontrasen al Alcalde de este lugar, que sólo con un criado iba también
de camino, le preguntó el Alcalde a nuestra Peregrina a dónde iba tan cubierta y con
aquella dama; le contestó que a México; y como le preguntase si la dama era su
mujer, le contestó «que no era posible serlo».
Entonces el Alcalde le dijo;
—Quítese vuestra merced la mascarilla, que importa al servicio de Su Majestad.
A lo que replicó la Monja Alférez, medio enfadada:
—Ni Su Majestad tendrá noticia de nuestro viaje, ni a su Real servicio hace al
caso quitarse o no quitarse la mascarilla, que no se ha de conseguir menos que
pasando por dos balas que tiene este arcabuz.
Calmó la cólera, viendo que el Alcalde volvía la grupa junto con el criado y que
picaban recio a las cabalgaduras que montaban, aunque no sin amenazarla con que
iba en busca de gente que les auxiliase.
Entretanto, la Monja Peregrina y la joven, con maña y priesa llegaron a México; y
antes de que se entrase religiosa la dama, le cobró afición un hidalgo y la pidió por
esposa a los parientes en cuya casa se hospedaba.
Súpolo nuestra Peregrina, y cuitada y celosa, le prometió a la dama —que parece
quería más desposarse con el hidalgo que ser monja— dotarla desde luego si
entrábase al punto en un convento, y demás de la dote imponerle a rédito un capital
de tres mil pesos «y darle la mitad de lo que cobraba —como pensión— de la real
caja…» y profesar con ella, también como había profesado en Guipúzcoa.
A despecho de la Peregrina, la dama se casó con el hidalgo, y éste le permitió a
aquélla seguir visitándolos.
Enfermó, no obstante el permiso, de celos de verla casada, y cuando hubo sanado
tomó a las visitas, hasta que excediéndose de celosa con otras damas, obligó al
esposo a decirle no entrase más en su casa.
Furibunda, entonces, dirigió al esposo este papel o carta de desafío:
«Quando las personas de mi calidad entran en una casa con su nobleza tienen
asegurado la fidelidad del buen trato, y no aviendo el mío excedido los límites que
piden las partes de vuesa merced, es desalumbramiento el impedirme entrar en su
casa; además, que me han certificado, que si por su calle paso, me han de dar muerte,
y assí, yo aunque mujer, pareciéndole imposible a mi valor, para que vea mis
bizarrías, y consiga lo que blasona, le aguardo sola detrás de San Diego, desde la una
hasta las seis.—Doña Catharina de Erauso».
Contestóle el hidalgo, entre serio y burlón, y cerró la epístola diciéndole se
sirviese «dejar esso» —el desafío— para los hombres, y que se consagrara «en
encomendarse a Dios, que la guardase muchos años».
Volcanes de iracundia echaba por los ojos la Peregrina Monja, y a no haber
mediado entre ambos, amigos que los reconciliaron, dejándolos bien satisfechos,
¡quién sabe qué hubiera acontecido!
Mas sucedió que pasado un mes, encontró la Erauso al hidalgo en lance peligroso,
pues con espada y broquel se defendía de tres hombres, «y con valor los ponía en
cuidado». Desnudó al punto espada y daga la Monja Alférez, y púsose al lado de su
reconciliado amigo, y le dijo:
—¡Señor hidalgo, los dos, a los que salieren!
Y con ímpetu se arrojó en contra de los tres adversarios, pero con tal coraje, que
su compañero hubo de contenerle con estas palabras:
—¡Señor Alférez, blanda la mano, que importa!…
Otros que llegaron pusieron en paz a todos. Y cuando «el favorecido en la
pendencia iba a darle las gracias del beneficio, oyó que, volviendo las espaldas, y
envainando el acero», le dijo:
—¡Señor hidalgo, como de antes!
Todos celebraron la bizarría de su despejo; y continuó la Monja Peregrina en su
ejercicio de arriera, hasta que yendo a Veracruz con una carga fletada, adoleció en
Cuixtlaxtla «del mal de la muerte», expirando el año del Señor de 1650.
Dióse aviso a los vecinos de Orizaba. Concurrió al funeral lo más lucido del
pueblo, pues fue muy amada de presbíteros y religiosos, porque aparte de sus
varoniles arrojos, rezaba todos los días lo que era obligación a monjas profesas;
ayunaba toda la cuaresma, los advientos y vigilias; tres disciplinas hacía lunes,
miércoles y viernes y oía diariamente misa.
Contaban que el Obispo D. Juan de Palafox, hizo poner en el sepulcro de la
Monja Peregrina un honorífico epitafio «y que por prodigio de mujeres, intentó traer
sus huesos a la ciudad de la Puebla».
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