sábado, 30 de marzo de 2019

Lo que aconteció a una monja con un clérigo difunto

Leyenda de la calle de Jesús María
El muy sabio varón y célebre anticuario mexicano, D. Carlos de Sigüenza y Góngora,
en una obra que intituló «Paraíso Occidental, plantado y cultivado por la liberal
benéfica mano de los muy Catholicos y poderosos Reyes de España Nuestros
Señores, en su magnífico Real Convento de Jesús María de México», obra que dio a
la estampa el año de 1684 Juan de Rivera, impresor y mercader de libros; a la foja
189, vuelta, refiere un espantable suceso, del cual certifica su verdad como testigo.
Refiere el buen varón y sapiente escritor, que en el dicho monasterio de Jesús
María, y en el curso del siglo XVII, hacía años que en la sala de labor de las monjas,
en el aposento dedicado a los ejercicios, en una escalera y en otros lugares solían
espantarse las religiosas por cosas sobrenaturales que veían u oían.
Alguna de las dichas monjas, aseguraba haber visto dos Jueves Santos seguidos, a
un clérigo que subía la escalera, con gran reposo y en silencio; pero no con señales de
estar vivo, sino muerto: «De lo cual —dice Sigüenza y Góngora— como de efectos
de la soledad y del miedo no se hizo caso».
Los meses pasaron así entre sustos y sobresaltos y a la sazón estaba de novicia en
el propio convento una viuda, llamada Tomasina Guillén Hurtado de Mendoza,
esposa que había sido de un D. Francisco Pimentel, gentilhombre del Virrey Conde
de Baños.
Al morir Pimentel, dejó a su consorte por herencia el ajuar de su casa, que era
muy bueno, y una dita muy mala que montaba a tres mil pesos, «para que cuando la
cobrase se entrase monja».
Tomasina había sufrido mucho al lado de su madre desde niña; pues la madre
«era de condición indigente y arrebatada», y la había criado con excesivo rigor y
encerramiento. La tenía de continuo entre unas tablas hilando oro, la reprendía muy
de continuo y le daba golpes con el huso hasta descalabrarla.
A los quince años de edad, y no pocos de sufrimiento, la madre la metió de monja
en Jesús María, pero ella, más inclinada al siglo que al claustro, volvió al mundo a
poco. Enfermóse después de un fuerte tabardillo, que la puso a las puertas de la
muerte; prometió, si sanaba, vivir de religiosa, mas cuando hubo sanado, arrepintióse
y se contentó con llevar un hábito de Santa Teresa.
Se molestó con esto la irritable madre y la encerró en el convento de Santa Isabel.
Abrigaba la esperanza de que alguna persona pudiente le diera una rica dote para que
profesara. Ella, empero, volvió al siglo, y a la postre de algunos años, casóse al fin
con el dicho D. Francisco Pimentel.
Dice Sigüenza y Góngora, que «si mala vida tuvo —la Tomasina con la madre
cuando muchacha— no fue digna de compararse con ella la que le dio el marido. Al
segundo día tapió las ventanas de la casa; y cuando salía de ella, la dejaba encerrada
en el último aposento con muchas llaves, y aunque con tan nimia diligencia le quitaba
las ocasiones, nunca le faltaron motivos al celoso hombre para andar en pleitos».
Por suerte y dicha de la Tomasina, no duró casada más de un mes y dos o más
semanas; y ya difunto el esposo, vacilaba en seguir o no los consejos de una buena
amiga, que le aconsejó tornara a encerrarse en un monasterio. Contribuyó mucho a
decidirla, el que, en cierta ocasión en que fue al convento de Jesús María en busca de
una moza, al despedirse y lamentarse de su mala suerte, una de las porteras le dijo:
—Vuelve a casa «pan perdido», mira lo que haces.
Palabras que hondamente la conmovieron y la decidieron a profesar en aquel
santo monasterio.
Transcurridos algunos meses de su noviciado, Tomasina soñó que se le aparecía
el clérigo que habían visto otras subir pausadamente por la escalera; el cual le pidió
determinadas devociones que le habían de hacer todas las religiosas en común, a fin
de salir de los tormentos del Purgatorio que hacía muchos años padecía, y sin haber
logrado en todo este tiempo que alguna monja le escuchase para referírselos.
Comunicó su terrible sueño Tomasina al confesor, y suponiendo éste que todo era
hijo de la imaginación, la mandó sólo que encomendase a Dios al clérigo.
Pero por muchas noches volvió a soñar lo mismo, y con los mismos pormenores,
hasta que en una de esas noches, el alma en pena le dijo:
—¿Es posible, Tomasina, que no hagas lo que te pido, ni te compadezcas de las
penas gravísimas que me atormentan? Muy bien haces en obedecer a tu confesor,
pero si él experimentara la más mínima parte de mis dolores, no te persuadiera de que
estás soñando. Las oraciones han de ser en comunidad; y el ayuno a pan y agua lo has
de hacer tú.
Respondióle la madre sin despertar:
—Lo que a mí me pertenece lo haré de muy buena gana luego al instante, pero en
lo que toca a las oraciones no sé si me creerán las religiosas, aunque se los diga.
Al contestar lo dicho, tenía Tomasina la mano izquierda puesta sobre la frente,
mas descubierto el brazo; y al replicarle el difunto: «Sí te creerán», se lo tomó por la
sangradera.
Sintió la monja, conmoverse todas las entrañas; despertó dando de gritos y a los
gritos y al olor de carne quemada, se levantaron de los lechos sus connovicias y las
maestras, con espanto y con asombro.
Dióse aviso del suceso a D. Fray Payo Enríquez de Rivera, entonces Arzobispo de
México, quien nombró a su Provisor y Vicario General D. Antonio de Cárdenas y
Salazar, para que se cerciorase del estupendo caso; Cárdenas y Salazar, estupefacto,
vio las quemaduras de los cinco dedos que el clérigo difunto había dejado impresos
en el brazo de la novicia; y llamados que fueron varios cirujanos, unánimes
declararon, bajo juramento, que aquel fuego «no era del usado en el mundo», y que
había, además de quemado el brazo, encogídolo y contraído sus nervios todos.
«O por vecino —dice Sigüenza y Góngora— o por curioso, dos días después
conseguí ver esto propio en la portería, y aunque como mozuelo estudiante no puse
todo aquel cuidado que se debía, acuérdome muy bien el que no se extendían las
quemaduras, sino a lo que con las yemas, y parte de los segundos artejos de los dedos
se había oprimido, y como esto parece que había sido con alguna fuerza, eran
aquéllos en extremo grandes: quedaron ahí estampadas las rayas y mayores poros de
los dedos del difunto distintamente, y no se veía inflamación ni en la circunferencia
de las escaras, ni en lo restante del brazo; pero de ahí a poco le sobrevino ésta con
accidentes gravísimos, para cuya curación no hacían los medicamentos ordinarios
efecto alguno».
Cuenta el mismo cronista que se dijeron misas y se rezaron rosarios por el
difunto; que Tomasina, por lo pronto, no pudo hacer el ayuno, y que algunas
religiosas se ofrecieron a suplirla. Aparecióse de nuevo, la noche en que de ello se
trataba, el clérigo a la novicia. Mostróse muy agradecido; díjole que sus penas ya no
eran tan grandes, pero que no olvidase el ayuno; que tuviese muchas esperanzas de
que sanaría por completo de su brazo, el mismo día en que él subiese al Cielo; y
concluyó manifestándole, que supuesto le había ayudado a salir de los graves
padecimientos que tenía en el Purgatorio, él también prometía ayudarle con sus
peticiones y ruegos cuando se encontrara en la Gloria; que perseverara en el estado en
que se había propuesto vivir y morir, esto es, en el de religiosa y en el cual Dios la
había puesto, y que mirase lo que hacía para que tuviese buen fin.
En esta vez Tomasina no vio al clérigo en sueños; se le apareció visiblemente, en
cuerpo y alma, con las propias carnes y espíritu que tenía en vida; y al desaparecerse
—al concluir la dicha plática— «le cogió con sólo tres dedos el otro brazo».
Sintió la novicia un dolor agudo y vehementísimo, como era natural, al tomarle el
clérigo el brazo con sus dedos, que le quemaron como ardientes brasas; pero el dolor
que ahora experimentó, «no tuvo con el primero comparación alguna, ni fueron las
escaras que le quedaron tan en extremo gruesas como las otras. Con ellas, y con la
contracción de su brazo, perseveró hasta “veinte y dos de septiembre de mil
seiscientos y sesenta y nueve”, en que profesó, y después de haber hecho la fórmula
de los votos al postrarse en tierra…».
La vida de la religiosa fue desde entonces austera y ejemplar. En lugar de las
delicadas holandas que antes vistiera, se puso ahora una túnica de burda estameña,
que le servía a la vez de camisa. En lugar de blandos colchones y sábanas que antes le
molestaban hasta en sus menores pliegues, dormía en dos toscas tablas sin cabezal
alguno; «no se cubría más ropa que una delgada colcha con que se tapaba el cuerpo
sin desnudarlo; en los brazos, en los muslos, y en la cintura, se amarró cilicios de
cerdas y cadenetas de acero, y se cubrió los pechos y las espaldas con escabrosos
rallos; en los zapatos ponía de ordinario menudas piedras y algunas veces
(horrorízame las carnes al escribirlo), esparcía por ellos agudos clavos».
Cuenta también D. Carlos de Sigüenza y Góngora que al cabo de cuarenta años de
Purgatorio —contados sin duda desde antes de sus apariciones— al fin el alma del
clérigo subió al cielo; pues cierto día amaneció Tomasina completamente sana, sin
huellas de quemaduras ni contracciones en sus brazos, «de que fueron testigos todas
las monjas y el innumerable concurso que allí asistía».

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