Un día Zipacná se bañaba en la orilla de un río, cuando aparecieron
gritando cuatrocientos muchachos que arrastraban palos cortados por
ellos, para horcones de sus casas. Los cuatrocientos venían después
de haber quemado y derribado un tronco muy grande que les serviría
de viga madre de una casa. Zipacná se fue a donde se encontraban los
cuatrocientos muchachos y les preguntó:
-¿Qué hacéis, muchachos?
-Llevamos un árbol, mas no podemos levantarlo sobre nuestros
hombros -contestaron.
-Yo lo llevaré. ¿Adonde lo debo conducir y para qué pensáis que os
va a servir ese palo?
-Nos servirá para viga madre de nuestra casa -le contestaron.
-Está bien -dijo Zipacná, y poniéndoselo sobre el hombro caminó,
llevándolo hasta la entrada de la casa de los cuatrocientos muchachos.
-Ahora te quedarás con nosotros, joven -le dijeron-. ¿Tienes padre
y madre?
-Ya no los tengo -les contestó.
-Entonces mañana irás con nosotros a trabajar, cargando y ayudándonos
a preparar un palo que servirá de horcón de nuestra casa.
-Bueno -les contestó Zipacná.
Luego los cuatrocientos muchachos pensaron y se pusieron de acuerdo.
«¿Cómo haríamos para matar a este joven? Porque lo que hace, de
cargar y llevar él solo un palo, no nos parece bien hecho. Abriremos un
hoyo profundo y haremos que baje. “Anda a escarbar la tierra”, le diremos
entonces, y cuando él lo esté haciendo, le dejaremos caer un palo
grande, para que muera dentro del hoyo.» Esto dijeron y concertaron,
y entonces los cuatrocientos muchachos comenzaron a abrir un gran
hoyo cuyo fondo debía ser muy hondo. Después llamaron a Zipacná,
diciéndole:
-Te agradeceríamos mucho que siguieras escarbando la tierra, porque
nosotros ya no alcanzamos a hacerlo -así le dijeron.
-Está bien -dijo Zipacná, y enseguida bajó al hoyo.
-Nos llamas cuando hayas cavado bastante, cuando esté muy hondo.
-Sí -les contestó, y se fue a excavar el agujero; pero solamente hizo
un hoyo para guarecerse en él. Como comprendió que querían matarle,
cavó una cueva al lado del agujero para esconderse en ella.
-¿Mucho tardaréis en hacerlo? -le preguntaron desde arriba los cuatrocientos
muchachos.
-Voy a seguir escarbando y os llamaré cuando esté concluido -les
dijo Zipacná, dentro del hoyo. Pero no escarbaba el que le serviría de
sepultura, sino que lo hacía en el lugar donde debería guarecerse. Cuando
éste estuvo concluido los llamó Zipacná, pero después de haberse
resguardado en el segundo agujero.
-Venid a acarrear la tierra que he sacado del hoyo, pues en verdad
he descendido mucho. ¿Por qué no oís que os estoy llamando?
Entonces volvió a llamarlos una y dos veces, pero su voz se repetía
y ninguno le oía. Zipacná siguió llamándolos desde la cueva en que
estaba ya cubierto, desde allí seguía llamando. Entonces los cuatrocientos
muchachos fueron a derribar un gran palo que después de acarrear
dejarían caer dentro del hoyo.
-No hay que hablar, estemos atentos cuando él grite, cuando se
muera.
Y se hablaban en secreto, cubriéndose la boca, mientras que el árbol
caía al hoyo. Entonces [Zipacná] gritó con toda su fuerza, una sola vez
mientras el árbol caía.
-¡Qué bien ha terminado todo lo que hemos hecho! Ya está muerto.
Si hubiera seguido actuando como estaba acostumbrado a hacerlo, hubiera
sucedido que querría ser el primero y se habría metido entre los
cuatrocientos muchachos -así decían ellos llenos de alegría-: Ahora
debemos hacer bebida durante tres días y cuando hayan pasado éstos,
la beberemos en honor de nuestra casa -así dijeron los cuatrocientos
muchachos. Después agregaron-: Mañana o pasado mañana iremos a
ver si todavía no han entrado las hormigas en la tierra para llevarse el
cuerpo hediondo. Entonces nuestro Corazón podrá estar en reposo y
beberemos nuestras bebidas fermentadas.
Pero Zipacná los había oído desde su cueva. Había escuchado lo
que dijeron los cuatrocientos muchachos, y al siguiente día aparecieron
las hormigas, yendo y viniendo desde el asiento del palo. Las unas
aparecieron cargando cabellos y las otras llevando restos de las uñas
de Zipacná. Cuando los cuatrocientos muchachos lo vieron, se dijeron:
«Ya se acabó ese mal hombre. Vean las hormigas que se encuentran
unas con otras, llevando estos cabellos, y aquellas uñas. Esta es nuestra
obra». Así hablaron entre sí. Pero Zipacná estaba vivo y sólo había proporcionado
a las hormigas algunos de sus cabellos, y con sus dientes
se había arrancado pedazos de las uñas para dárselas también a las hormigas.
Los muchachos creyeron que había quedado muerto. Entonces
prepararon su bebida, y al cabo de tres días, cuando ya estaba fermentada,
se embriagaron. Y estando todos los cuatrocientos muchachos embriagados,
cuando ya nada sentían, Zipacná hundió sobre ellos la casa
donde estaban y acabó por hacerlos desaparecer. No se salvaron uno ni
dos de los cuatrocientos muchachos; y así fue como murieron por causa
de Zipacná, hijo de Vucub-Caquix. Así ocurrió la muerte de los cuatrocientos
muchachos, y de ellos se dice que fueron a formar parte de las
estrellas, por lo cual ahora se les llama «el montón»...
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