miércoles, 6 de marzo de 2019

VEINTE HIJOS

Había una mujer que, cada año, daba a luz un hijo. Pero siempre moría el niño al
cabo de seis meses, cuando no al cabo de tres. Como su último recién nacido acababa
también de morir, dirigió a Dios esta plegaria:
«¡Oh, Dios mío! ¡Este niño es un fardo para mí durante nueve meses y lo pierdo
al cabo de tres meses. Así, los favores que me ofreces se transforman en tormentos!».
La pobre mujer iba también a expresar su pena ante los hombres de Dios:
«Mis veinte hijos han muerto todos, uno tras otro, y el fuego de la separación ha
quemado siempre mi corazón».
Pues bien, una noche, tuvo un sueño: vio el paraíso, jardín eterno y perfecto. Digo
un jardín a falta de otra palabra. Desde luego, el paraíso es indescriptible, pero el
jardín es una imagen suya.
En resumen, esta mujer soñaba con el paraíso. Y allí vio un palacio a la entrada
del cual estaba grabado su nombre. Se llenó ella de gozo y oyó una voz que le decía:
«Este palacio se ofrece a quien es capaz de sacrificar su alma a Dios. Para
merecer tal favor, hay que servir durante mucho tiempo. Tú empiezas a ser mayor,
pero nunca te has refugiado en Dios y por eso es por lo que has sufrido todas estas
pruebas».
La mujer dijo entonces:
«¡Oh, señor! ¡Deseo muchos años más como los que he vivido! ¡Que yo me
ahogue en la sangre!».
Después paseó por este jardín y, de pronto, encontró allí a sus propios hijos.
Entonces gritó:
«¡Oh, Señor! Mis hijos estaban ocultos a mis ojos, pero no a los tuyos. ¡El que no
puede ver lo Desconocido no merece ser llamado Hombre!».
Tú no deseas que sangre tu nariz. Sin embargo, sangra y la sangre que corre
mejora tu salud. El fruto tiene una piel dura, pero su carne es sabrosa. Sabe que el
cuerpo es tu piel. Tu alma, que está encerrada vale mucho más. El interior del hombre
es lo más hermoso que hay. Así que ¡busca esa belleza!

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