Un día estando sola, María tuvo una aparición extraordinaria, de una radiante
belleza, como el sol o como la luna que surge de la tierra. María se puso a temblar
porque estaba desnuda, bañándose, como una rosa surgiendo del suelo o un sueño
brotando del corazón. Perdió el conocimiento diciéndose:
«¡Me refugio en Dios!».
En efecto, esta piadosa mujer tenía la costumbre de confiar en Dios en cualquier
momento, pues sabía que todo en este bajo mundo es inconstante. Y hasta su muerte,
deseó que la protección de Dios se alzase, como una fortaleza en el camino de sus
enemigos.
El Espíritu santo (Gabriel) le dijo:
«¡No temas nada! Yo soy el ángel y el confidente de Dios. No apartes tus ojos del
que Dios ha elevado. ¿Por qué huir de sus íntimos? Tú intentas escapar de mi
presencia refugiándote en la nada, pero yo soy el sultán de la nada. ¡De ella procedo y
vengo a ti como una imagen!».
¡Oh, María! Cuando una imagen se instala en tu corazón, te dice, dondequiera que
estés:
«¡Nunca te dejaré!».
Pero Gabriel no es una imagen como una falsa aurora. No es una imagen que se
desvanece, sin consistencia.
Gabriel prosiguió:
«Yo soy el verdadero amanecer de la luz divina. La luz que yo traigo ya no se
oscurece. Tú quieres protegerte de mí refugiándote en Dios, pero Dios es también mi
refugio. ¡Tú buscas un refugio, pero yo soy ese refugio!».
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