miércoles, 6 de marzo de 2019

EL LENGUAJE DE LOS ANIMALES

Un día un hombre se presentó ante Moisés y le dijo:
«¡Oh, Moisés! enséñame el lenguaje de los animales. Pues mi fe, con este
conocimiento, no puede sino aumentar. En efecto, hay ciertamente lecciones que
aprender en las conversaciones de los animales. Los hombres, por su parte, no hablan
más que de agua y de pan».
Moisés le respondió:
«¡Vete! No te ocupes de eso. Hay mucho peligro en esa empresa. Si deseas
adquirir la sabiduría, pídela a Dios, ¡pero no a palabras, a libros o a labios!».
El deseo del joven no hizo sino aumentar con esta negativa, pues una aspiración
que encuentra un obstáculo se convierte en deseo. El joven, pues, insistió:
«No te opongas a mi aspiración, eso sería indigno de ti. Tú eres el profeta y sabes
que una negativa por tu parte me hundiría en la mayor de las tristezas».
Moisés se dirigió entonces a Dios:
«¡Oh, Dios mío! ¡Este ingenuo ha caído en manos de Satanás! ¡Si le enseño lo
que desea, corre a su perdición y si me niego, quedará lleno de rencor!».
Dios respondió entonces a Moisés:
«¡Oh, Moisés! ¡Haz lo que te pide, pues yo no podría dejar una plegaria sin
respuesta!
—¡Oh, Señor! ¡Se arrepentirá amargamente, que no todos pueden soportar tal
saber!—
¡Acepta su petición! dijo Dios, o, al menos, responde parcialmente a ella».
Moisés se dirigió entonces al joven:
«Te arriesgas a perder tu honor con tal deseo. Harías mejor renunciando, pues
Satanás es el que, con su astucia, te inspira esa tentación. ¡Llénate más bien del temor
de Dios!».
El joven le suplicó:
«¡Enséñame al menos el lenguaje de mi perro y de mi gallo!».
Moisés le respondió:
«Eso es posible. Podrás entender el lenguaje de esas dos especies».
Volvió, entonces, el joven a su casa y esperó el amanecer en el umbral de su casa
para verificar su nuevo saber. Muy temprano, su criada se puso a limpiar la mesa e
hizo caer al suelo algunos trozos de pan. El gallo, que pasaba por allí, se los comió.
En aquel instante, acudió el perro y le dijo:
«Lo que haces es injusto. Tú te alimentas de semillas, pero para mí, eso es
imposible. ¡Habrías tenido que dejarme esos trozos de pan!
—¡No te preocupes! respondió el gallo, pues Dios ha previsto otros favores para
ti. Mañana, el caballo de nuestro amo va a morir y tú y tus compadres podréis
saciaros. ¡Será un alborozo sin límites para vosotros!».
Al oír estas palabras, el joven quedó muy sorprendido y llevó su caballo al
mercado para venderlo.
Al día siguiente el gallo se apoderó de nuevo de los restos de la comida de su amo
antes que el perro. Éste se puso a renegar:
«¡Oh, traidor! ¡Oh, mentiroso! ¿Dónde está ese caballo cuya muerte me
anunciabas?».
El gallo replicó sin alterarse:
«Pero el caballo ha muerto realmente. Nuestro amo, al venderlo, ha evitado desde
luego perderlo, pero era retroceder para saltar mejor, pues mañana, es su mula la que
va a morir y tendréis más que suficiente para saciaros».
El joven, presa del demonio de la avaricia, fue a vender su mula al mercado,
creyendo evitar así esta pérdida. Pero al tercer día, el perro dijo al gallo:
«¡Oh, tramposo! ¡Eres, con toda seguridad, el sultán de los embusteros!».
El gallo respondió:
«El amo ha vendido su mula, pero no te inquietes pues, mañana, es su esclavo el
que va a morir. Y, como de costumbre, distribuirá pan a los pobres y a los perros».
Habiendo oído estas palabras, el joven fue a vender a su esclavo diciendo:
«¡He evitado tres catástrofes!».
Pero, al día siguiente, el perro se puso de nuevo a recriminar al gallo tratándolo de
mentiroso. Éste respondió entonces:
«¡No, no! te equivocas. Ni yo ni ningún gallo mentimos nunca. Somos como los
almuédanos. Siempre decimos la verdad. Nuestro trabajo consiste en acechar el sol y,
aunque estemos encerrados, sentimos su llegada en nuestro corazón. ¡Si nos
equivocamos, nos cortan la cabeza!».
«Ya ves, prosiguió el gallo, la persona que ha comprado al esclavo de nuestro
amo ha hecho un mal negocio, pues este esclavo ha muerto ya. Pero mañana, toca el
turno de morir a nuestro amo y sus herederos se alegrarán tanto que sacrificarán la
vaca. Te lo digo: mañana será un día de abundancia para todos. Tú quedarás
satisfecho más allá de tus deseos. Nuestro amo, dominado por la avaricia, se ha
negado a perder cualquier cosa. Sus bienes han crecido, pero él va a perder la vida
con ello».
Cuando hubo oído esto, el joven, temblando de miedo, se precipitó a casa de
Moisés y le dijo:
«¡Moisés, ayúdame!».
Moisés respondió:
«¡Tienes que sacrificarte tú mismo si quieres salvarte, pues has trasladado tus
contrariedades sobre los hombros de los fieles para llenar mejor tu bolsa!».
A estas palabras, el hombre se puso a llorar:
«¡No te muestres tan severo! No me tires de las orejas. Es verdad que he
cometido un acto indigno. ¡Responde a mi indignidad con un nuevo favor!
—La flecha ha dejado el arco, dijo Moisés y no podría dar media vuelta. Pero
rogaré a Dios para que te conceda la fe, pues, para quien tiene la fe, la vida es
eterna».
En aquel mismo instante, el joven sufrió una indisposición cardíaca y cuatro
personas lo llevaron a su casa. Cuando llegó el alba, Moisés se puso a rezar:
«¡Oh, Señor! No le quites la vida antes de que haya adquirido la fe. Se ha
conducido mal. Ha cometido muchos errores, pero perdónalo. ¿No había yo dicho
que este saber no le convenía? Ningún ave puede sumergirse en el mar si no es un ave
marina. Él se ha sumergido sin ser ave marina. ¡Ayúdale, que se ahoga!».
Dios respondió:
«Ya lo he perdonado y le ofrezco la fe. Si tú quieres, puedo también darle la vida,
pues por ti, yo resucitaría a los muertos.
—¡Oh, Señor! dijo Moisés, aquí está el mundo de los muertos. El más allá es el
mundo de la vida eterna. ¡Es, pues, inútil que lo resucites temporalmente!».

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