viernes, 29 de marzo de 2019

Un mendigo insoportable

Un tal Guang era un gran terrateniente sin escrúpulos, uno de esos nuevos ricos
abotargados de riquezas y de ambición. Para celebrar sus cincuenta años, había
invitado a todos los mandarines de alto rango y a los notables influyentes con que
contaba la región. Nada faltaba para dar al acontecimiento el fasto que convenía a su
fortuna totalmente plebeya y provinciana: banquete pantagruélico, decoración
excesiva, músicas insoportables y bailarinas obscenas. Pero Guang el ricachón se
enorgullecía sobre todo de una idea absolutamente original que había tenido, hallazgo
inédito que dejaría un recuerdo imperecedero en sus invitados: había hecho cubrir la
carretera fangosa que conducía hasta su residencia con una gruesa capa de granos de
arroz inmaculados. ¡Un ejército de campesinos famélicos debía rastrillarla
incansablemente para borrar las huellas de los carros y de los palanquines que dejaba
la tropa de comensales! Y esto bajo estricta vigilancia para que ningún necesitado
hurtara unos puñados de arroz…
Un mendigo cojo y deforme, apoyado sobre una muleta de hierro, burló la
vigilancia de los guardas, se arrodilló en la carretera, y se puso a llenar sus alforjas
con granos de arroz.
Un cancerbero de servicio lo agarró bruscamente para arrastrarlo fuera de la
calzada.
—¡Por piedad! —suplicó el andrajoso—. ¡Déjame tomar con qué alimentar a mis
hijos!—
¡Lárgate, miserable, y sabe que mi dueño prefiere que su arroz se pudra en el
Iodo antes que ver a pordioseros de tu calaña estropear su fiesta!
—¡Pues bien —replicó el mendigo—, le reservo un regalo que tardará en olvidar!
Y el cojo se enderezó en un santiamén, puso pies en polvorosa y, para sorpresa
general, se dirigió corriendo como un desesperado hacia la residencia del ricachón,
zigzagueando entre los últimos invitados. Una jauría de guardas se puso a
perseguirle, ladrando juramentos y órdenes. El mendigo, que parecía poseer ciertas
nociones de artes marciales, utilizó su muleta para abrirse paso entre quienes
vigilaban la entrada. Irrumpió desenfrenadamente en la sala del banquete, se inclinó
ante el dueño del lugar y le pidió limosna. Guang, furioso, le empujó violentamente.
El mendigo cayó hacia atrás, golpeándose el cráneo contra las baldosas. El cuerpo del
miserable quedó sin vida sobre el suelo.
El dueño del lugar dio orden de que se arrojara fuera a aquel aguafiestas. Pero
cuando dos guardas quisieron levantarlo, su peso parecía considerable. Tampoco
consiguieron llevárselo entre cuatro, ni siquiera entre diez. Un viento lúgubre silbó en
la sala. La comida empezó a moverse sola sobre las mesas, ante los ojos exorbitados
de los invitados, que descubrieron que hervía de gusanos e insectos. El viento arreció,
todas las linternas se apagaron, precipitando la huida de la mayor parte de los
comensales.
Guang empezó a gritar que aquello era un maleficio e hizo venir a un sacerdote
exorcista. El taoísta examinó el cuerpo del mendigo, constató el deceso y acto
seguido llevó a cabo una adivinación con el Yi Jing. Declaró que el espíritu del
difunto era muy poderoso, que no quedaría aplacado más que cuando fuese castigado
el responsable de su muerte. El juez del distrito, que había permanecido en el sitio, se
apresuró a ordenar la detención del dueño del lugar. Éste, visiblemente aliviado de
abandonar su casa encantada, se dejó llevar sin resistencia. Sin duda pensó también
que con un buen abogado y moviendo los hilos de sus relaciones saldría
honorablemente de aquel asesinato accidental. En cuanto Guang el ricachón fue
metido en el calabozo, se pudo levantar el cadáver. Éste fue depositado en un ataúd y
llevado al templo más cercano. En el momento de los funerales, el féretro pareció
extrañamente ligero. El taoísta que oficiaba, y que empezaba a sospechar algo, mandó
abrirlo y levantó la tapa. El cadáver había desaparecido. En su lugar había una carta.
El sacerdote la tomó y leyó estas palabras:
Quien pisotea los dones del Cielo
y se burla de sus hijos
se expone a la ira de los Inmortales.
Nadie puede impunemente
mofarse de las leyes celestiales.
El poema estaba firmado Li Tieguai. El sacerdote sonrió y, sin decir nada, volvió
a cerrar la tapa. El ataúd vacío fue enterrado con gran pompa. En cuanto al gran
Guang, fue juzgado culpable de la muerte, involuntaria, del mendigo. Sus bienes
fueron confiscados y distribuidos entre los pobres. Arruinado, durante el resto de su
vida tuvo que ganarse el sustento manejando la pala y el pico del peón.
¡Quien acumula riquezas tiene mucho que perder!
En cuanto al sacerdote taoísta, desveló a sus jóvenes asistentes, bajo el sello del
secreto, lo que había encontrado en el ataúd. Se rieron con ganas por la astucia de Li
Tieguai, el eterno mendigo cojo, el más popular de los Ocho Inmortales.
¿Y cómo un inválido poco agraciado llegó a ser uno de los santos taoístas? De
una manera muy extraña. Pero ésa es otra historia…

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