viernes, 29 de marzo de 2019

La liberación del espíritu

Cuenta la leyenda que Li fue, hace mucho tiempo, uno de los discípulos de Lao Tse
en persona, el patriarca de los taoístas. Li era un letrado de gran belleza, sumamente
elegante. Estaba bastante orgulloso de su persona, sobre todo de su cuerpo, cuya
eterna juventud conservaba con la gimnasia taoísta. Tenía, al parecer, mucho éxito
con las damas… Sus poderes eran grandes. Médico, herbolario y taumaturgo, sabía
preparar el elixir de los cinco elementos, remedio supremo, que siempre tenía a mano
en su cantimplora. El arte del viaje astral tampoco tenía secretos para él. Pero no
había alcanzado el grado más alto de realización espiritual, entorpecido sin duda por
cierto narcisismo, y por tanto aún no se había forjado un cuerpo inmortal.
En su ermita, el bello Li tenía un discípulo a quien solía confiar la tarea de velar
por su cuerpo cuando realizaba viajes astrales. Una tarde se acostó y le dijo a su
aprendiz:
—Mi espíritu va a levantar el vuelo hacia el monte Hua, donde va a tener lugar un
gran conciliábulo de Inmortales. Espero encontrar allí a mi Maestro y beber una vez
más el néctar de sus palabras. El viaje será largo y peligroso, pues tendré que cruzar
puertos ventosos infestados de demonios.
Si en seis días no he abierto los ojos, destruirás mi cuerpo. Ya no tendré entonces
ninguna posibilidad de regresar a él y no quisiera que un espíritu maligno lo
poseyera. Pero debes esperar hasta que los primeros rayos del sol apunten en el
horizonte, en la mañana del séptimo día, para encender la pira funeraria.
Durante la sexta noche, el hermano del discípulo vino a avisarlo de que su madre
estaba moribunda y lo había llamado a su lado. Debían apresurarse; sin duda no
pasaría de aquella noche. Al joven adepto le afligía la idea de llegar demasiado tarde.
Pensó que el espíritu de su maestro sin duda estaba prisionero en alguna parte o se
había extraviado. Pensó que ya no volvería. Como el alba estaba próxima, apiló leña,
depositó el cuerpo sobre la pira y le prendió fuego. Luego corrió a la cabecera de su
madre.
Justo antes de que los primeros rayos del sol llegaran a lamer la cima de la montaña,
el espíritu de Li sobrevoló la ermita. Cuando vio la hoguera incendiar la noche,
comprendió que sus restos se estaban convirtiendo en humo. Se dijo que era una
lección del destino, que de ese modo quedaba liberado de aquel cuerpo al cual había
estado demasiado apegado. Pero necesitaba encontrar otro para acabar su evolución
espiritual y alcanzar la inmortalidad. No quería perder los conocimientos adquiridos
en esta vida y que sin duda olvidaría si se reencarnaba por las vías naturales. ¡A veces
se requiere más de una vida para recordar lo que uno ya sabe! Debía encontrar un
cuerpo enseguida, antes de que sus poderes psíquicos se disolvieran. Y si no lo hacía
antes del alba, su espíritu perdería la fuerza para animar un cadáver aún caliente. Le
quedaba muy poco tiempo.
Buscó desesperadamente en los alrededores unos restos adecuados, pero no los
encontraba. ¡Algunos cuerpos estaban demasiado fríos y totalmente rígidos; otros
todavía no habían sido totalmente abandonados por sus propietarios! El horizonte
palidecía, al espíritu de Li le entró pánico. Finalmente percibió un alma que se
escapaba de su envoltura carnal. Se precipitó en el cuerpo. ¡Era el de un mendigo
deforme con un rostro simiesco!
Y fue en este cuerpo poco agraciado donde el espíritu del bello Li alcanzó su
objetivo. Así pues, como les gusta repetir a los sabios chinos:
¡Todos los hombres quieren verse libres
de la muerte.
pero no saben liberarse
de su cuerpo!
Ésta es la razón por la que uno de los Ocho Inmortales tiene la apariencia de un
mendigo cojo y jorobado. Se le conoce popularmente con el nombre de Li Tieguai, Li
el de la muleta de hierro. Es el patrono de los pobres y de los médicos.

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