domingo, 24 de marzo de 2019

Ramiro el Monje y la campana de Huesca

Todo en la vida y muerte del que fue Ramiro II de Aragón es digno de ser narrado.
Después de profesar como monje en un monasterio y vivir sinceramente su piadosa
vocación, hubo de dejar los hábitos para hacerse cargo de la corona que había dejado
vacante la muerte de su hermano Alfonso I el Batallador.
Su elección fue discutida, y no solo conoció el rechazo de muchos de los notables
que debían acatarlo sino sus burlas por no conocer el oficio guerrero y ser torpe jinete
y pésimo luchador. Todos le llamaban Rey Cogulla, y algunos de los nobles díscolos
intentaron raptarlo y quitarle la corona. Hasta un heredero del mítico Roldán le plantó
cara. La obligación que tenía de dejar descendencia le hizo infringir los votos de
castidad al menos dos veces, pues aunque de la primera cópula con la esposa que le
habían destinado nació un hijo varón, éste murió enseguida y debió copular otra vez,
engendrando en esta ocasión una hembra, que sería esposa del conde barcelonés
Ramón Berenguer.
Incluso su muerte fue digna de admiración, pues se produjo en una cacería,
atravesado su cuerpo por la flecha destinada a un osezno al que el rey oyó hablar
pidiendo clemencia, como había visto suceder en sueños la noche anterior.
Sin embargo, acaso el hecho más memorable en la vida de Ramiro II fue el
escarmiento que hizo de los nobles de Huesca. Se sabe que quince nobles rebeldes
perturbaban gravemente la gobernación del reino y el rey no sabía qué resolución
tomar. Al fin decidió mandar un mensajero al abad del monasterio en que él había
profesado como monje para que le enviase por escrito su consejo. El abad no escribió
nada: invitó al emisario a pasear con él por la huerta y, con una podadera, fue
cortando uno a uno los tallos superiores de las plantas que sobresalían de las demás.
Cuando terminó, le dijo al mensajero que regresase al palacio del rey y le contase con
todo detalle lo que acababa de ver.
Una vez recibido el mensaje, el rey reflexionó, y luego convocó a todos los
notables para celebrar cortes, asegurando que para tal ocasión se había fundido una
campana cuya sonoridad alcanzaría las más lejanas fronteras del reino.
Reunidos todos los nobles, uno a uno les fue invitando a pasar a la sala en que se
encontraba la famosa campana, haciendo que los díscolos fuesen los primeros. En la
sala de la campana, un verdugo iba cortando, una tras otra, las cabezas de los quince
rebeldes, que cuando entraron los demás colgaban ensangrentadas de una soga atada
al badajo.
La campanada se escuchó en todo el reino, como el rey quería, y parece que tuvo
efectos beneficiosos para la pacificación de los ánimos.

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