En los primeros años del siglo IX, después de que el califa Al Hakem entrase en
Toledo victorioso de sus tíos Suleyman y Abdallah, designó gobernador a Jussuf,
joven petulante e inexperto, que con sus abusos y arbitrariedades consiguió despertar
en poco tiempo la antipatía de todos sus gobernados. Hartas de su caprichoso e
injusto gobernador, las gentes de Toledo, en un momento de exasperación, llegaron a
apedrear el alcázar.
El descontento había llegado a tal extremo que los nobles de la ciudad acordaron
detener a Jussuf, hombre por otra parte cobarde y pusilánime, y conducirlo hasta Al
Hakem, en Jadraque, con la súplica de que lo relevase del mando y nombrase otro
gobernador. Al Hakem consintió en acceder a lo que aquellos nobles toledanos le
pedían. Para sustituir a Jussuf designó al padre de éste, Amrú, que había sido un
importante general de su ejército.
Amrú había sufrido como una insoportable humillación el trato recibido por su
hijo en Toledo y estaba deseando vengarse de aquellos nobles que lo habían depuesto,
pero supo ocultar su odio, con el propósito de inspirar la confianza de aquellas
gentes, en paciente espera de la ocasión más favorable para ejecutar su venganza.
El momento propicio se produjo cuando Abderramán, hijo de Al Hakem, visitó
Toledo acompañado de numeroso séquito. El gobernador no solo alojó a Abderramán
en las mejores estancias del alcázar sino que preparó un gran banquete al que
deberían asistir todas las gentes notables de la ciudad para cumplimentar y festejar al
hijo del califa. La cena se celebraría en el alcázar. Especialmente iluminado, en los
muros del edificio lucían gallardetes y ricos ornamentos.
Al atardecer fueron llegando los invitados. Todos eran recibidos con muestras de
cortesía y júbilo pero, cruzadas las puertas, no todos tenían el mismo destino. Unos
eran conducidos a la sala del banquete. Otros, los nobles de Toledo que habían
detenido a Jussuf, eran llevados disimuladamente a los sótanos, donde se los
degollaba de inmediato. Nadie en el banquete advirtió lo que estaba sucediendo bajo
sus pies, y a la mañana del día siguienteAmrú ordenó que ante los muros del alcázar
se mostrasen las cuatrocientas cabezas decapitadas aquella noche.
Los narradores cuentan que la impresión del brutal suceso y la visión de los
cuatro centenares de cabezas le originaron a Abderramán un involuntario parpadeo
que conservó durante toda su vida.
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