domingo, 24 de marzo de 2019

La condesa traidora

Garci Fernández, hijo y sucesor del conde Fernán González, que independizó a
Castilla del reino leonés, además de su apostura física tenía unas manos muy
hermosas. No se sabe si era la forma de los dedos, el color de la piel o la gracia de sus
movimientos, pero había en ellas un hechizo tan poderoso para las mujeres, que al
verlas todas quedaban prendadas, fuese cual fuese su condición. Para evitar el fastidio
de tantos inevitables enamoramientos, el conde llevaba sus manos enguantadas.
Camino de Santiago, pasó por Castilla una princesa francesa de mucha belleza,
llamada Argentina. Al conocerla, el conde no solo se quitó los guantes sino que puso
todo el empeño de su corazón en su conquista, hasta que se casó con ella. Sin
embargo, tras seis años de matrimonio en que no tuvieron hijos, la princesa lo
abandonó para unirse a otro conde, un francés que regresaba de Santiago después de
cumplir su peregrinación.
Dañado en el hondón de su honor, el conde Garci Fernández juró vengarse, y
siguió a los fugitivos hasta Francia, disfrazado de mendigo, esperando la mejor
ocasión para cumplir sus propósitos. El conde francés con quien Argentina había
huido tenía una hija llamada Sancha, que no recibió de buen grado a la nueva
compañera de su padre. Al parecer, esta Sancha ponía su mirada en los hombres sin
importarle su aspecto, pues un día descubrió las hermosas manos de uno de los
mendigos que pululaban alrededor del castillo, y lo condujo hasta la intimidad de sus
habitaciones. Allí, el conde disfrazado le contó su historia y el objetivo de su
presencia en el castillo y de su disfraz, y prometió a Sancha que la haría su esposa y
la llevaría con él de vuelta a Castilla si le ayudaba a cumplir su venganza.
Realizadas nupcias secretas entre ambos, el conde vivió tres días y dos noches
oculto en las estancias de Sancha. La tercera noche, Sancha escondió a Garci
Fernández, armado con un cuchillo, bajo la cama en que dormían su padre y
Argentina, atando un cordel al dedo gordo del pie de su flamante esposo.
Cuando su padre y Argentina fueron a acostarse, Sancha, con mimos de hija
cariñosa, dijo que aquella noche quería dormir en la misma habitación que ellos. Así
lo hizo, y cuando estuvo segura de que su padre y Argentina estaban dormidos, tiró
del cordel atado al dedo del pie de Garci Fernández, para avisarle. El conde salió de
su escondrijo y degolló al padre de Sancha y a su infiel esposa, les cortó las cabezas y
aquella misma noche se puso en camino de Castilla con Sancha, sin que nadie
advirtiese su partida.
Una vez en Castilla, el conde Garci Fernández reunió a su consejo y le mostró las
cabezas de los adúlteros, como prueba de que su deshonra había quedado reparada. Y
comenzó una vida feliz en compañía de Sancha, que le dio enseguida un hijo y
heredero llamado como ella: Sancho.
Con el paso de los años el amor de Sancha hacia el conde se trocó en
aborrecimiento. Tampoco las relaciones del conde con su hijo fueron buenas, y
cuando Sancho se hizo mayor se alzó contra él. Las desavenencias entre padre e hijo
debilitaron el condado y pusieron en aviso a los moros.
Doña Sancha, que quería librarse de su marido, advirtió a Almanzor, con el que al
parecer tenía amores furtivos, para que estuviese prevenido a invadir Castilla cuando
ella le avisase. Para rebajar las fuerzas de los castellanos, la condesa procuró debilitar
el caballo de su marido, al que cada día dio por pienso salvado en lugar de cebada.
También convenció al conde de que, con motivo de la Navidad, concediese permiso a
la mayoría de sus guerreros para que se fuesen a sus casas.
Con un caballo sin fuerzas, y asistido solo por un pequeño número de caballeros,
el conde Garci Fernández fue derrotado y hecho prisionero por los moros en
Piedrasalada. En el combate había recibido tantas heridas que murió a los pocos días
en Medinaceli.
Muerto Garci Fernández, heredó el condado su hijo Sancho, que logró expulsar a
los moros. Mas el amor que su madre sentía haciaAlmanzor era tan fuerte que
resolvió matar a su hijo y quedarse dueña y señora del condado para ofrecérselo al
moro como dote. Iba a ser un veneno el arma mortal, y doña Sancha fue preparando
una poderosa pócima con destilaciones de ciertas hierbas y semillas, pero una
sirvienta lo descubrió, sintió sospechas y se lo contó a su amante, un montero del
conde.
El montero puso en aviso a Sancho y éste, cuando unos días después su madre le
ofreció una copa de vino ponderando su calidad, hizo que fuese ella quien lo bebiese,
llegando a amenazarla con una daga para conseguirlo. La condesa bebió el vino y
murió. Con el tiempo, Sancho se arrepintió de haber obligado a su madre a beber
aquella copa envenenada y para expiar su culpa fundó el monasterio de Oña.

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