viernes, 29 de marzo de 2019

Pasamurallas

Wang, un joven letrado de buena familia, había oído tantos relatos acerca de las
hazañas de los maestros taoístas que decidió partir en busca de sus secretos.
Abandonó a su mujer y sus estudios de mandarín para dirigirse a Lao-Shan, la
montaña adonde se habían retirado numerosos Inmortales. Le habían recomendado un
pequeño monasterio cuyo maestro gozaba de una reputación prodigiosa.
Tras haber escalado senderos escarpados y haber cruzado torrentes rugientes,
Wang se presentó ante la puerta del recinto sagrado. Fue recibido por el Inmortal, que
estaba sentado bajo el porche del templo. Sus largos cabellos blancos flotaban al
viento, una sonrisa benévola iluminaba su rostro de nácar. El joven letrado se
prosternó y preguntó:
—Maestro, he caminado muchos li con la esperanza de ser iniciado en los
misterios del Tao.
—Larga y peligrosa es la Vía. ¿Tendrás la paciencia para someterte a nuestra
disciplina?
—Ponme a prueba, te lo ruego.
Entonces el patriarca le hizo seña de que fuera a sentarse con los demás
discípulos.
Todas las mañanas, el maestro daba a cada uno de sus alumnos tareas y ejercicios
que debían realizar a lo largo de la jornada. A Wang el novicio no le propuso más que
trabajos pesados: ¡acarrear leña y agua, sacar brillo al suelo, limpiar las cunetas y
vaciar las letrinas! Wang obedecía sin quejarse. Al cabo de una semana de este
régimen implacable, sus manos estaban llenas de ampollas, y sus miembros, de
agujetas. Pensó en huir, pero por orgullo, se quedó. Quería demostrar que era capaz
de superar el examen de entrada en la dura escuela de los Inmortales. El maestro, que
velaba por sus discípulos, le concedió unos días de respiro, durante los cuales hizo
que le administraran un bálsamo reparador. Luego, Wang fue llamado de nuevo a
manejar el hacha, la escoba, la pala y el pico. Sus manos se endurecieron, sus
músculos se consolidaron, sus gestos se volvieron más hábiles y más distendidos.
Acabó por soportar esos trabajos de fuerza.
Así transcurrieron seis meses. Wang no había recibido enseñanza alguna sobre los
misterios del Tao y empezaba a dudar de la eficacia del método. Desanimado,
pensaba seriamente en abandonar aquel monasterio donde le parecía estar perdiendo
un tiempo precioso. Había tomado la firme decisión de marcharse a la mañana
siguiente. Pero a la caída de la tarde se perdió buscando leña en el bosque. Cuando
entró en el patio del monasterio era ya de noche. Allí oyó voces que resonaban bajo el
porche. Se acercó y, en la penumbra de una lamparilla de aceite, creyó distinguir a
dos extraños que charlaban con su maestro.
—Está demasiado oscuro aquí —dijo el viejo taoísta—. Estaríamos mejor al claro
de luna. Voy a arreglarlo.
Tomó una hoja de papel, la recortó en forma de círculo con unas tijeras. Luego la
colgó de la pared. El círculo de papel empezó a brillar como la luna en su apogeo.
Los tres hombres reanudaron su festín y sus libaciones, conversando alegremente.
Uno de los extraños, que también llevaba la vestimenta de los taoístas, declaró:
—Nuestros ágapes carecen de alegría. Permitidme invitar a las Señoritas de la
Luna.
Dejó su escudilla y lanzó sus palillos contra el disco de papel. Dos pequeñas
siluetas, no más grandes que pulgares, salieron de la luna, se deslizaron sobre los
rayos de luz y aterrizaron sobre el suelo del porche. Allí se agrandaron hasta
convertirse en dos encantadoras jóvenes de talla normal. Llevaban vestidos de seda,
bordados con flores y pájaros multicolores. Una de ellas portaba un laúd, la otra, una
cinta azul. Los hombres les sirvieron de beber. Luego, una de ellas hizo vibrar las
cuerdas de su instrumento y entonó un canto jubiloso. Su hermana se puso a bailar,
haciendo remolinear su lazo de seda.
Concluida la canción, las jóvenes saltaron sobre la mesa y, ante los ojos
maravillados de Wang, escondido detrás de un pilar, ¡volvieron a convertirse en los
dos palillos! Los tres hombres se echaron a reír y uno de ellos dijo:
—Venid a mi casa para terminar la velada. ¡He destilado en mi laboratorio
alquímico un pequeño digestivo que os va a encantar!
La luna de papel se apagó, y el porche volvió a sumirse en la oscuridad. Cuando
Wang se acercó a la luz de la lamparilla de aceite no vio ya a nadie alrededor de la
mesa. No le pareció que hubiera soñado; las escudillas y los palillos desde luego
seguían allí. Y decidió quedarse algún tiempo más en el monasterio con la esperanza
de aprender a realizar tales prodigios.
Transcurrieron dos años. Wang aún no había aprendido ninguno de los secretos
que había ido a buscar. Fue a despedirse de su maestro, alegando que estaba
preocupado por su familia, de la cual no había recibido noticias, y prometiendo
regresar un día de aquéllos para concluir su aprendizaje.
—Lástima —respondió el sabio— que te detengas en tan buen camino. No
estabas lejos de conquistar la paciencia, primer paso en la Vía. Pero vive tu vida de
hombre, sigue inmerso en el mundo exterior y, cuando estés maduro, vuelve a verme.
—Venerable, ¿puedo pedirte un favor? Me gustaría que me enseñaras uno de tus
trucos, pues no quisiera volver a casa con las manos vacías. ¿Qué dirán mis padres,
mis amigos, mi mujer, si no he aprendido nada durante tan larga ausencia?
—¿Y qué poder deseas?
—He observado que, para ti, los muros no son un obstáculo. Enséñame cómo se
hace. —Está bien, sea. Pero no creo que tu mente esté lista para realizar ese prodigio.
¡Sin duda tendrás que permanecer aquí aún algún tiempo! Debes aprender a recitar
una fórmula mágica sin pensar en otra cosa. ¡Y no es tan fácil!
El viejo taoísta le enseñó las palabras mágicas, el ritmo y las sonoridades exactas
para producir el estado vibratorio imprescindible. Pasaron días y días antes de que el
aprendiz de mago pudiera recitarlas haciendo el vacío en su mente. Cuando
finalmente lo consiguió, tuvo que intentar la cosa frente a un muro de piedras. ¡Y ahí
fue otro cantar! Cada vez que tocaba la muralla, ésta ofrecía resistencia. El maestro le
aconsejó que se lanzara, confiado, con la cabeza por delante. Pero, indefectiblemente,
se golpeaba contra la piedra. Su rostro no era ya sino llagas y chichones.
Habían pasado seis meses sin que Wang hubiera conseguido atravesar el muro.
Desesperado, se prosternó ante el patriarca y le pidió un último consejo. El Inmortal
le condujo ante la muralla y le dijo:
—El obstáculo no es el muro. El obstáculo es tu realidad mental. Mientras veas
un muro, mientras le des un nombre, no podrás atravesarlo.
Estas palabras fueron como un disparador. Wang cogió impulso y pasó a través de
la piedra. Entonces su maestro le dijo:
—Has dado un gran paso en la Vía. Ahora ve, vuelve a tu hogar, si lo deseas.
Pero no abuses de tu poder, de lo contrario te arriesgarías a perderlo.
El discípulo se inclinó profundamente y dio las gracias al anciano, luego bajó
nuevamente a pisar los caminos polvorientos del mundo.
Una vez en casa, Wang, respetando la tradición ancestral, fue primero a saludar a sus
padres. Les contó su iniciación en el monasterio y les hizo una demostración del
poder que había adquirido. Cosa que logró sin problemas ante los gritos de
admiración de su madre.
Deseoso de darle una sorpresa a su mujer, entró en la vivienda atravesando el
muro. Su mujer estaba en la estancia donde penetró, aunque de espaldas al tabique.
La llamó. Ella se sobresaltó y se volvió diciendo:
—¡Me has asustado, no te he oído entrar! ¿Qué has hecho durante todo este
tiempo?
—Estaba en la escuela de un Inmortal. He adquirido un gran poder. ¡No me has
oído entrar porque he atravesado el muro!
Su mujer se alejó riéndose a carcajadas.
—Ay, mi pobre marido, ¿qué estás diciendo? ¡Has debido pasar tu tiempo en las
tabernas y vuelves completamente ebrio!
Herido, Wang le dijo que observara. Dio media vuelta y atravesó nuevamente el
tabique. Entusiasmada, la mujer congregó a sus vecinas, invitándolas a presenciar los
trucos que su marido había aprendido durante su estancia en la montaña de los
taoístas. Pavoneándose como un gallo de corral, el aprendiz de mago arremetió con la
cabeza. Se golpeó contra el muro de su casa en medio de la hilaridad general. ¡Por
fortuna, el tabique era de madera y adobe, de lo contrario se hubiese fracturado el
cráneo!
¡Cuanto más alto sube el mono, más enseña el culo!

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