Montserrat, muntanya santa,
la muntanya de cent cims.
Así dijo de Montserrat el poeta Joan Maragall. El hecho es que, en un tiempo muy
antiguo, la mole que hoy forma el macizo de Montserrat no estaba en la superficie de
la tierra, sino bajo ella: eran los cimientos de una montaña sobre la que se elevaba
una ciudad tan grande y fastuosa como llena de pecado. La ira de Dios obligó a la
enorme masa montañosa a girar súbitamente sobre sí misma, dejando la infame
ciudad para siempre sepultada y al aire las ciclópeas raíces de lo que antes estaba
hundido en lo profundo de la tierra.
Se dice que los ángeles divinos fueron luego tallando y serrando las formas de las
rocas hasta darles el aspecto que determinó su nombre, aunque en esto no coinciden
todos los narradores, pues hay quien señala otros orígenes milagrosos para las
formas, aparentemente caprichosas, de algunas rocas concretas.
De una serie de ellas se dice que son unos frailes petrificados por honrar a un
compañero que no lo merecía. Hay un gran peñasco del que se asegura que es un
gigante nocturno, hechizado por la luz solar y convertido en roca. Sobre el
monasterio se puede contemplar una especie de gigantesco alvéolo donde encajaba un
peñasco inmenso que un demonio hizo al parecer desplomarse para destruir el santo
edificio; el monasterio pudo salvarse gracias a la intervención celestial, y el demonio
quedó preso bajo el peñasco desplomado. De otra roca se asegura que un día fue un
caballo ofrecido por el diablo a un campesino a cambio de su alma, y convertido en
piedra por un milagro de Nuestra Señora cuando el campesino se arrepintió de haber
concertado el espantoso pacto.
El caso es que las grandes peñas de Montserrat, una vez que todo el macizo
montañoso dio la vuelta en el cataclismo con que fue castigada la ciudad construida
un día en su cima, han conocido la lucha entre las potencias del bien y del mal, y
siguen impregnadas de sentido sagrado. Durante muchos siglos, antes incluso de que
existiese el conocido monasterio, sus cuevas y abrigos naturales sirvieron de refugio a
santos ermitaños dedicados a la oración por las almas de los pecadores y pecadoras
que vivieron en la ciudad sepultada y por la redención de todos los pecados del
mundo.
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