El rey Chindasvinto tuvo cuatro hijos: Recesvinto que, como mayorazgo, heredó la
corona; Teodofredo, que sería padre de don Rodrigo, el último rey godo; Favila,
duque de Cantabria; y una hija cuyo nombre no se recuerda, que murió tras alumbrar
a una niña. Esta niña, doña Luz, fue creciendo en el palacio real de Toledo y se
convirtió en una doncella muy hermosa, que despertó los deseos de su tío, el rey
Recesvinto. Sin embargo, la doncella estaba enamorada de su otro tío, Favila, y tenía
con él apasionados encuentros cuando éste visitaba la corte.
En uno de tales encuentros tío y sobrina se otorgaron ante una cruz el mutuo
consentimiento nupcial y luego consumaron el matrimonio. De aquellas bodas
secretas quedó preñada doña Luz, y aunque intentó disimular lo más posible su
embarazo, el rey llegó a advertirlo. Muy enojado con ella por su rechazo y por
aquella prueba de que se había entregado a un rival, se propuso ponerla en la pública
vergüenza cuando pariese.
Mas llegó la hora del parto y doña Luz, ayudada por una camarera de su
confianza, tras alumbrar en secreto un robusto varón, lo puso en un arca muy bien
compuesta, labrada y embreada, arropado en paños finos, con un pergamino en que
advertía de la inocencia del pequeño tripulante y su procedencia de linaje noble, y lo
confió a las aguas del Tajo tras pedir a Dios y a Nuestra Señora que ayudasen a su
hijo en aquella aventura.
El arca llegó en su navegación hasta el pueblo de Alcántara, donde se encontraba
casualmente Teodofredo, el otro tío de doña Luz, que mandó recoger aquel vistoso
objeto que descendía aguas abajo. Cuando comprobó su contenido, Teodofredo se
llevó el niño a su casa, lo bautizó con el nombre de Pelayo e hizo que lo criasen junto
a Rodrigo, su legítimo heredero, que con el tiempo llegaría a ser rey de España. De
manera que, por designio de la divina providencia, estuvieron juntos, a poco de nacer,
quien habría de perder España y quien habría de salvarla.
El rey Recesvinto se sintió nuevamente burlado al descubrir que los síntomas del
embarazo de su sobrina habían desaparecido, y decidió perderla de todas formas, para
lo que buscó a un caballero ruin, llamado don Melias, y le encargó que públicamente
acusase a su sobrina de deshonestidad e impudor. Así lo hizo el tal don Melias, y el
rey juzgó el caso muy grave, e invitó a los demás caballeros de la corte a rechazar
con las armas aquella acusación, pero ninguno se presentó pues entendían que, siendo
la dama sobrina del rey, a él le correspondía la defensa de su honor.
Mas el rey declaró que aquella abstención de sus caballeros apoyaba la acusación
de Melias y señaló un plazo de dos meses para que algún caballero se presentase a
defender el honor de la dama en singular combate, o de lo contrario ella ardería en la
hoguera para purificar su lasciva conducta. Doña Luz consiguió enviar aviso a su tío
y esposo Favila, y éste llegó a Toledo con tiempo suficiente para desafiar a don
Melias, derrotarlo y quitarle la vida, y después de él a otros caballeros que quisieron
vengar al vencido.
A las justas, y también con el propósito de defender el honor de su sobrina, había
acudido Teodofredo, que de modo fortuito, mientras ella rezaba entre lágrimas ante
una imagen bendita, la oyó pedir por aquel niño que se había visto obligada a
abandonar al capricho de las aguas del río. Teodofredo comprendió que el niño por él
hallado era el hijo de doña Luz, habló con ella para darle la buena noticia de su
salvación y conoció de su boca las bodas secretas que había habido entre doña Luz y
don Favila.
El rey tuvo que dar su consentimiento para que aquellas bodas se celebrasen con
solemnidad y, tras los festejos nupciales, don Favila y doña Luz, con su hijo Pelayo,
se marcharon a las montañas del norte, donde estaban las posesiones del duque. Allí
tuvieron una hija, Ormesinda, y allí fue creciendo Pelayo, quien se convirtió en un
extraordinario luchador.
Tras la invasión de España por los árabes, resultó gobernador de aquellas tierras
del norte un moro llamado Munuza, que residía en Gijón. El duque Favila, incapaz de
hacer frente al poderío militar de los árabes, entregaba puntualmente a Munuza sus
tributos, aunque tanto él como su hijo Pelayo y los demás cristianos esperaban sin
desfallecer el momento propicio para sacudirse la opresión de los extranjeros.
La hermana de Pelayo, que se había convertido en una hermosa muchacha, atrajo
a Munuza, que la requirió de amores, siendo rechazado por ella. Sin embargo, los
deseos de Munuza de poseer a la bella cristiana eran crecientes, y al fin imaginó una
treta para apartarla de su hermano y dejarla indefensa, y fue la de convencer a Pelayo
para que llevase a Córdoba unos documentos que podrían ser muy importantes para la
futura situación de los cristianos en aquellas tierras. Pelayo se alejó durante un
tiempo y Munuza, venciendo por la fuerza la resistencia de Ormesinda, la hizo suya.
Cuando Pelayo regresó de su embajada, la afrenta hecha a su hermana encendió
en él definitivamente el ánimo rebelde y se retiró al valle de Cangas, tocó tambor y
levantó estandarte, congregando a los cristianos para hacer guerra a los invasores.
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