domingo, 24 de marzo de 2019

Don Rodrigo y la pérdida de España

Se dice que Hércules fue fundador de la ciudad de Toledo, pero esto no está
suficientemente probado. Lo que sí parece cierto es que en Toledo guardó Hércules
sus tesoros, escogiendo para ello una enorme cueva que alargaba bajo el río Tajo sus
numerosos pasadizos.
Para proteger la boca de la cueva, Hércules construyó sobre ella un torreón o
palacio con unas fortísimas puertas bien aseguradas por una gigantesca cerradura.
Sobre la puerta hizo que se grabase una inscripción disuasoria para quien pretendiese
entrar. Los narradores no concuerdan en el texto exacto, pero es seguro que la
inscripción se dirigía a un rey innominado y le advertía sibilinamente del peligro de
penetrar en el torreón. Más o menos, la inscripción vendría a decir lo siguiente:
REY, ABRIRÁS ESTAS PUERTAS
PARA TU MAL.
Hasta la llegada de Rodrigo al trono de España, ningún rey había osado desvelar
los misterios que podían encontrarse tras aquellas puertas, aunque la leyenda señalaba
que allí se hallaban todas las riquezas de Hércules. Al contrario, cada rey ordenó
colocar una cerradura más en las viejas hojas y el momento en que el herrero real
añadía una nueva cerradura a las ya fijadas, convertido en acto solemne, llegó a ser
uno de los ritos de la coronación. Además, una guardia permanente vigilaba aquella
entrada para protegerla de cualquier allanamiento.
Durante toda su niñez, los secretos de aquel torreón habían mantenido encendida
la curiosidad de Rodrigo. Así, cuando tras muchas vicisitudes accedió al trono, este
rey, a quien algún narrador califica de «peste, tizón y fuego de España», se propuso
utilizar su autoridad para desvelarlos. En el acto ritual en que debía añadirse una
cerradura a las que, en forma de cerrojos o candados, habían ido haciendo más
hermético el cerramiento originario y que habían llegado a ser veinticuatro, Rodrigo
ordenó a su herrero que, en lugar de colocarla, descerrajase todas las que había.
La orden escandalizó a sus consejeros, pues era despreciar la grave advertencia
que ningún antecesor del nuevo rey había dejado de respetar. Sin embargo, la
obsesión de Rodrigo le había hecho considerar la inscripción como un espantajo
encaminado solamente a amedrentar a los pusilánimes.
Romper todos aquellos cierres fue muy trabajoso. Al fin se consiguió y las
puertas se abrieron con sonidos rechinantes, empujadas por el esfuerzo de muchos
hombres. Hay narradores que dicen que el torreón, circular en su exterior, tenía en su
interior forma cuadrada. Otros aseguran que estaba dividido en cuatro estancias, cada
una pintada de un color. Lo cierto es que en el interior del torreón solamente había un
arca, pero que no guardaba joyas ni monedas ni objetos preciosos, sino un lienzo muy
fino, cuidadosamente doblado.
Rodrigo ordenó que aquel lienzo fuese desplegado. Los dobleces eran muchos, y
cuando todos ellos estuvieron deshechos, el lienzo ocupaba el suelo entero de la
estancia. No había en el lienzo otra cosa que pinturas de vivos colores, representando
muchas figuras de lo que parecían guerreros a caballo, vestidos con los ropajes
propios de los pueblos que vivían al sur, en la otra orilla del mar. Era como un nutrido
ejército que avanzase desde la derecha del lienzo. A la izquierda, en el otro extremo
de la pintura, se veía una fortaleza arrasada y envuelta en llamas, y figuras vestidas
con sayales, que parecían huir. Al pie de la fortaleza había muchos guerreros
cristianos muertos, armas tiradas, espadas y lanzas quebradas, escudos partidos. En el
centro, bien visibles, abatidos y rotos, guiones y banderas y unos blasones: los
guiones y las banderas del ejército de Rodrigo, el blasón de su escudo de armas y la
bandera y el blasón del propio reino de España. Aquella representación era tan
elocuente que Rodrigo ordenó a todos retirarse, sin que nadie dijese una sola palabra.
Los problemas del reinado que iniciaba hicieron que Rodrigo olvidase pronto
aquellas imágenes de malos augurios. No mucho tiempo después, convocó una
reunión de sus gobernadores y generales para tratar de asuntos que concernían a todo
el reino. Entre los asistentes estaba el conde don Julián, gobernador de Ceuta, que
había viajado hasta Toledo acompañado de los miembros de su familia, y entre ellos
su hija Florinda, una doncella muy hermosa.
Era el estío, y Florinda iba a bañarse cada atardecida a un pequeño soto del río.
Acompañada de sus siervas, la doncella reía entre los juncos, se arrojaba a las aguas
desde las peñas de la orilla, chapoteaba con regocijo en juegos y carreras.
El lugar estaba cercano a un torreón donde el rey solía retirarse algunas horas.
Una tarde, las risas de las muchachas llamaron la atención del rey Rodrigo. Éste
descubrió la belleza de Florinda desnuda y desde entonces procuró acecharla a
escondidas cada tarde, y ya no pudo pensar en otra cosa. Todo lo que hasta entonces
era sustancia de su vida, el gusto de la caza, sus devociones religiosas, su esposa
Egilona, las graves intrigas que amenazaban la gobernación del reino, perdieron para
él todo interés.
Sus consejeros más cercanos percibieron enseguida el estado en que se
encontraba el ánimo del rey y buscaron la manera de que Rodrigo consiguiese
recuperar el sosiego. Para ello propiciaron un encuentro entre el rey y la doncella,
procurando que tanto las servidoras de Florinda como los asistentes y pajes de
Rodrigo estuviesen ausentes.
Los narradores se contradicen al relatar los resultados de aquel encuentro. Hay
quien asegura que el rey Rodrigo no pudo aplacar sus deseos y que en la primera
entrevista violó a la hermosa doncella. Otros dicen que desde el primer momento
surgió entre ambos una fortísima atracción amorosa y que Florinda se entregó con
gusto a don Rodrigo.
Fuese como fuese el inicio de su relación, lo cierto es que don Rodrigo y Florinda
tuvieron amores apasionados. Estos amores no se mantuvieron lo suficientemente
secretos y al fin su noticia llegó al conde don Julián, que juzgó a su hija deshonrada
por el rey y consideró a éste un infame seductor.
El furor del conde don Julián no se aplacó a su regreso a Ceuta, sino que la
distancia de la corte le hizo ver aún más afrentosa su situación. Aquel furor fue el
motivo de que el conde entrase en las intrigas políticas de ciertos descontentos, entre
ellos el obispo don Oppas, y acabase facilitando la invasión de la península por los
ejércitos árabes bajo las órdenes del general Tariq ben Ziyad y de su señor, Muza ben
Nusayr.
El romancero ha relatado muy bien la melancolía del rey Rodrigo tras la batalla
de Guadalete, que duró ocho días, de domingo a domingo, y en la que las tropas
españolas fueron derrotadas por los invasores:
Ayer era rey de España,
hoy no lo soy de una villa;
ayer villas y castillos,
hoy ninguno poseía;
ayer tenía criados
y gente que me servía,
hoy no tengo ni una almena
que pueda decir que es mía.
Además de su reino, todas sus riquezas cayeron en manos de los invasores, y
entre ellas la famosa mesa de jaspe de Suleymán, o Salomón, que más adelante sería
causa de discordia entre Tariq y Muza.
Después de la derrota de Guadalete el rey Rodrigo desapareció, pues solo se
encontraron en el campo de batalla su caballo Orelia, su corona, su ropa y sus
zapatos. Luego se sabría que, descalzo y vestido con un simple sayal, buscó el
consuelo en el retiro eremítico y al fin tuvo que aceptar la terrible penitencia de vivir
hasta el fin de sus días en la misma tumba que debía acoger su cuerpo tras la muerte,
en compañía de una culebra prodigiosa que no dejaba de torturarlo. También el
romancero ha puesto en su boca los lamentos que le provocaba este suplicio:
Ya me come, ya me come,
por do más pecado había,
en derecho al corazón,
fuente de mi gran desdicha.
Del conde don Julián se sabe que, atribulado por el papel que había desempeñado
en la destrucción del reino de España, huyó de los árabes para reunir sus riquezas,
acaso con la intención de organizar algún modo de resistencia. Don Julián intentó
refugiarse primero en lo que hoy se conoce como la Muela del Conde, en el Señorío
de Molina, río Tajo arriba. Sin embargo, los árabes lo acosaban muy de cerca, y para
que sus tesoros no cayesen en manos de quienes le iban a la zaga hizo arrojarlos a la
laguna de Taravilla, en cuyo fondo deben de encontrarse todavía. Consiguió luego
escapar al norte, pero los árabes lo apresaron en las tierras aragonesas de Loarre,
donde lo maltrataron hasta matarlo, enterrándolo luego fuera de tierra sagrada.
Florinda, a quien los árabes denominaron la Cava, «la barragana», murió ahogada
por su propia voluntad en el río Tajo, en el mismo sitio en que sus baños habían
provocado los deseos del rey Rodrigo. El lugar, cercano al actual puente de San
Martín y a las ruinas de un antiguo torreón, es conocido como Baño de la Cava.
Durante mucho tiempo vagaba por las orillas del río o aparecía entre sus aguas su
desesperado y gimiente espectro, pero ya hace siglos que unos adecuados exorcismos
consiguieron calmarlo para siempre. El espectro lloroso fue sustituido por dos tenues
figuras luminosas, las de un hombre y una mujer, que a veces, en ciertas noches,
pueden vislumbrarse en aquellos mismos parajes, en apacible compañía.
Algunos narradores aseguran que de los amores de Florinda y don Rodrigo nació
un hijo que, tras la destrucción del reino cristiano de España y la muerte de sus
padres, se criaría en el castillo de Torrejón el Rubio, Trujillo, Cáceres, que pertenecía
a su abuelo, el conde don Julián. Al parecer, obsesionado por el desastre que habían
causado los amores de sus padres, el hijo de Florinda y don Rodrigo intentó formar
un ejército capaz de enfrentarse a los invasores y recuperar el reino. Y allí acechó en
vida a cuantos muchachos pasaban por un lugar cercano, llamado Calleja de la Cava,
para secuestrarlos e incorporarlos a su ejército, y siguió haciéndolo después de su
muerte, hasta convertir la calleja, según parece, en un lugar temido por las madres,
que prohíben a sus hijos frecuentarlo después de la puesta del sol.
En lo que toca a la cueva de Hércules, que debería de encontrarse bajo la iglesia
que sustituyó al antiguo torreón, hoy plaza de San Ginés, el cardenal Silíceo ha
dejado escrito que a mediados del siglo XVI ordenó unas excavaciones para descubrir
los célebres tesoros. Los buscadores regresaron tras hallar muchas osamentas
humanas y enormes estatuas de bronce. Ya la leyenda había hablado de una de
aquellas estatuas, que golpearía mecánicamente con un mazo en un yunque, con
insistencia tan amenazadora como inagotable. No obstante, una corriente de agua les
impidió continuar la búsqueda de los famosos tesoros, que sin duda siguen
descansando bajo los cimientos de Toledo.

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