domingo, 24 de marzo de 2019

El primer almogávar, los nueve barones, las cuatro barras

No habían pasado todavía diez años desde la invasión de España por los árabes, pero
su dominio se hacía sentir en todas partes. En unos lugares, los invasores exigían
fuertes tributos. En otros, partidas de guerreros separados del ejército saqueaban y
destruían lo que encontraban a su paso. En Ribagorza, Huesca, una de tales partidas,
al mando de Ben Awarre, era el azote de la gente cristiana.
Al pie de la sierra de Sis, en el pueblo de Riguala, vivía con su mujer y su hijo un
hombre llamado Fortuño. Con sus familiares y vecinos buscaba el cobijo del bosque
cuando aquellos feroces guerreros se acercaban, y aprovechaba su lejanía para
conseguir lo necesario para la supervivencia.
Ausentes los moros durante una larga temporada, Fortuño se marchó a cazar al
monte una mañana. A mediodía, la fuerte humareda que se alzaba en el valle le dio
una señal infausta. Regresó corriendo al pueblo para descubrir que había sido
saqueado por la tropa de Ben Awarre, que había incendiado las casas, las corralizas y
los graneros. Su mujer y su hijo, escondidos, habían logrado salvar la vida.
Buscando un lugar más seguro, Fortuño se trasladó con los suyos a Roda de
Isábena, donde vivía el resto de su familia, pero los árabes atacaron también el pueblo
y, aunque los cristianos procuraron defenderse con furia, al final solo un puñado de
ellos había logrado sobrevivir al ataque cuando la tropa mora se retiró.
Fortuño, que aquel día había perdido a toda su familia, se refugió en la sierra con
los demás supervivientes, jurando vengar la sangre de los suyos, y se convirtió en el
capitán de una partida armada que atacaba a los árabes en escaramuzas breves y
sangrientas, despojando a los viajeros árabes de sus bienes y destruyendo las casas,
animales y campos de labor de los que se afincaban en aquellos valles.
Buenos conocedores del monte, aquellos cristianos rebeldes no pudieron ser
dominados por los sarracenos y se convirtieron en un ejemplo para los demás
cristianos, de manera que el grupo fue creciendo con la incorporación de nuevos
miembros. Al hablar de Fortuño, los moros le llamaban almogávar, el de las correrías
y la rapiña, el rebelde, el bandido. Cuando el grupo guerrillero fue tan fuerte como un
pequeño ejército, se unió a las tropas, también rebeldes, que dirigía el conde
Armentario.
El obispo zaragozano Bencio, que se había refugiado en el monasterio de San
Pedro de Tabernas bajo la hospitalidad del abad Donato, se puso al frente de una
embajada que cruzó los Pirineos para solicitar el apoyo del rey de los francos en la
lucha contra los moros. Así comenzó el propósito de reconquista en aquellas tierras.
Primero los reyes francos, luego el imperio carolingio, apoyaron el esfuerzo de
los españoles en su lucha contra los árabes invasores. Al principio, Carlos Martel, rey
de Francia, estableció junto a los Pirineos un espacio defensivo y lo puso bajo el
mando del noble Otger Catalón. Éste era un valiente guerrero que, tras presentar
batalla con los suyos a los invasores, había visto cómo caían todos y había tenido que
refugiarse en una de las zonas más agrestes del Ripollés, en la cima del Montgrony,
donde se alimentaba de hierbas, bayas y la leche de ovejas, cabras y ciervas.
A Otger Catalón se unieron nueve señores cristianos: el de Alemany, el de
Anglesola, el de Erill, el de Cervelló, el de Cervera, el de Mataplana, el de Montcada,
el de Pinós y el de Ribelles, que ante la imagen de la Virgen de Montgrony juraron
dedicar su vida a la lucha contra el invasor. Estos señores, luego barones, lograron
reunir un ejército de más de veinte mil hombres, que habían tenido que retirarse
frente al empuje de los árabes, y que, tras cruzar otra vez los Pirineos y derrotar a los
musulmanes en sucesivos combates, acabaron reconquistando Ter, Ribagorza, Pallars
y Ampurias.
Muerto en combate Otger Catalón, le sucedió el barón de Montcada, que logró
reconquistar Barcelona. Los territorios recuperados se organizaron en forma de
condados y se dice que recibieron el nombre de Marca Catalónica en recuerdo del
primer caudillo de la resistencia.
Con el tiempo fue conde de Urgell y Cerdanya Wifredo, llamado el Velloso, —
Guifré o Jufré el Pilós—, que fue investido también de los condados de Barcelona y
Gerona, y que conquistó y unificó muchas de aquellas tierras. Hombre piadoso,
fundador de monasterios, era también muy admirado por haber dado muerte a un
dragón que tenía su guarida en una cueva de Sant Llorenç de Munt. Sin embargo, a
pesar de todas sus hazañas, el rey cristiano protector de aquellos condados, el franco
Carlos II, no había concedido a Wifredo, de quien se dice que era sobrino suyo,
ningún blasón para su escudo de armas.
El reinado de Carlos II, a quien se conoció como el Calvo, estuvo muy agitado
por guerras con los alemanes e invasiones normandas. Una de estas invasiones obligó
al rey francés a solicitar la ayuda del conde Wifredo que, aprovechando un momento
de paz con los moros subsiguiente a alguna de sus victoriosas campañas, cruzó los
Pirineos para apoyar a su protector. En una de aquellas feroces batallas Wifredo cayó
herido de gravedad. Se le condujo a su tienda y los físicos lo atendieron, temerosos de
que perdiera la vida, pero la herida no era mortal, aunque de ella manaba mucha
sangre.
El rey Carlos acudió enseguida a visitarlo y, deseoso de honrar a su valiente y leal
colaborador, le prometió muchas riquezas como recompensa que sirviese para paliar
el dolor de la herida. Sin embargo, Wifredo declinó los bienes que el rey le prometía
y le recordó que todavía no se le había concedido ningún blasón para su escudo.
Cuentan los narradores que el rey Carlos se quedó pensativo y que, al cabo, mojando
en la herida de Wifredo los dedos de su mano derecha, señaló con ellos, de arriba
abajo, el escudo dorado del conde, que desde entonces tuvo como emblema cinco
barras rojas verticales sobre campo de oro.
Años más tarde, con ocasión de la conquista de Valencia por el rey Jaime I, las
damas de la corte quedaron tan contentas que decidieron dar una sorpresa a sus
maridos, padres y familiares, e ir a encontrarse con ellos en las tierras recién
conquistadas, con la reina a la cabeza. Las damas se pusieron en camino y estuvieron
a punto de ser capturadas por los sarracenos que todavía recorrían aquellas tierras,
furiosos por su derrota, si no hubieran contado con la espada y el valor del caballero
de Merola, que las condujo indemnes a su destino.
Cuando el rey Jaime lo supo, le prometió al caballero lo que más desease como
premio a su conducta. El caballero de Merola le pidió al rey Jaime una de las barras
rojas del blasón real para su propio escudo, y el rey Jaime, para cumplir su palabra,
no tuvo más remedio que cedérsela. A partir de entonces, el escudo de Aragón y
Cataluña tuvo cuatro barras rojas, en vez de cinco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario