Los días en que se efectúan las cosechas son de fiesta y alegría para los agricultores. Concurren al lugar, llevando consigo chicha y coca. Al principio de la faena piden a la Pacha-Mama que la cosecha sea buena y abundante. Derraman algunas gotas de aguardiente y tiran algunos pedazos de coca mascada y dan comienzo a su labor. En el escarbe de papas y otros tubérculos, acostumbran formar sobre el mismo campo, pequeños hornos, construídos provisionalmente con terrones y cuando se encuentran caldeados, introducen en su interior papas escogidas y, después de acondicionarlas con moldes de queso o trozos de carne, derrumban el horno encima de esos objetos, para que se cuezan dentro de él.
Después de un rato, más o menos largo, según sea el cálculo que se haga para el conocimiento de aquellas especies, se las extrae y en seguida colocándolas sobre manteles o lienzos extendidos en el suelo, se sientan de cuclillas o se recuestan, en rueda, en su rededor y comienzan a servirse de los productos cocidos, los cuales han sido antes rociados con la sangre de los corderos que degollaron con ese objeto, reinando entre los asistentes la mayor alegría. En cuatro puntos opuestos de la rueda, se sitúan indios que tocan flautas que llevan poritos en la extremidades inferiores y a las que se llama pululus. Tal ceremonia se realiza con el fin de no ahuyentar el alma de los frutos, que debe continuar vivificando ese terreno para que al año próximo, se manifieste más pródigo en sus dones.
Terminada la merienda, arrastran a los dueños sobre cueros por encima del terreno escarbado y concluído el acto, dan vueltas bailando, y, en cierto momento, se paran cuatro de los más caracterizados, con la vista fija al oriente e imprecan la protección del sol. Pasada esta ceremonia, sigue la danza en rueda de los dueños de la cosecha y de sus invitados; beben abundante chicha y licores, retirándose en la noche a sus hogares, completamente embriagados.
En el imperio incaico los labradores tenían una danza especial denominada jaylli. La realizaban llevando hombres y mujeres instrumentos de labranza: «los hombres con sus Tactllas, que son sus arados»—dice el P. Cobo—«y las mujeres con sus Atunas, que son unos instrumentos de palo a manera de azada de carpintero, con que quebrantan los terrenos y allanan la tierra».[21]
En la cosecha de cebada, trigo o de quinua, extienden los cereales en el mismo terreno del que han sido cortados o arrancados y cuando se encuentran secos, la cebada debe servir de alimento a los animales, si la recogen en los depósitos, y si está destinada a dar grano, lo mismo que la quinua, la desgranan a golpes de palo, para lo que se colocan en filas paralelas los indios necesarios, armados de largos palos, ligeramente encorbados, los cuales caen sobre las parvas guiados por la diestra mano de sus tenedores, quienes descargan los golpes con regularidad, produciendo un sonido seco y acompasado. El trigo se siega con la hoz y se trilla en la era, echando las gavillas bajo las patas de los caballos trilladores. La selección del grano se obtiene lanzando al aire paletadas de la mies desgranada, la que con el viento que hace, al caer en el suelo queda separada del polvo y partículas de tallos y hojas machacadas con las pisadas.
En las haciendas acostumbran cosechar el maíz, apartando las mazorcas de la caña y desnudándolas de sus envolturas y recogidas en una manta, que llevan amarrada al pescuezo por dos de sus extremos.
Llenada la manta de mazorcas, se echan a la espalda y la derraman en un montón, que todos los ocupados en esta tarea van formando del total que ha producido el terreno. Las mujeres se dedican a separar las panojas de buen grano de las que tienen menudo o podrido, haciendo otros montones.
Terminada la recolección del producto, miden en costales o grandes canastos, con capacidad para recibir varias cargas, y así se cercioran de la cantidad que se ha cosechado.
Se cuentan cuidadosamente las mazorcas de la primera porción que se ha medido, y con el nombre de muestra, se guardan para que después sirvan, a su vez, de medida para recibir el producto seco y desgranado.
Entregado el maíz a un cuidador, especialmente nombrado, con el título de Camani, lo extiende éste en un canchón apropiado, que se le denomina tendal, donde permanece hasta secar por completo.
Llegando el día designado para el desgrane, se reunen en el tendal los colonos de la hacienda, acompañados de su familia, allegados y ayudantes; cuentan las panojas de la muestra, y las desgranan en algún costal o cajón, el cual después sirve de medida para recibir la cosecha y ver si se halla conforme con la cantidad que se ha entregado al Camani.
Cada colono, formando con los suyos un grupo independiente, coloca en el centro un cuero seco de vaca, pone encima las mazorcas, y hace que el más robusto del círculo, que comúnmente es algún joven, calzado de sandalias de cuero duro o zapatos de grandes tacones, comienza a pisotear las panojas, haciendo que con los repetidos golpes que da, se desprenden los granos y vayan siendo arrojados a los extremos las raspas y los marlos. Vaciados los cueros, vuelven a rellenarlos inmediatamente dos indios ágiles que hacen de repartidores, sin que el zapateo cese hasta que el montón de mazorcas se haya agotado. Las mujeres se encargan de apartar los últimos granos, que no hayan podido ser separados por el contacto de los pies.
El día aquel es convertido por los indios en festivo, durante él beben abundante chicha y comen de lo mejor que tienen en su cosecha; sólo ese día, en homenaje a la Pacha-Mama, que se ha mostrado bondadosa, se permiten guisar sus conejos, gallinas y corderos. Ese día, realmente gozan y se divierten los agricultores, penetra una racha de verdadera alegría en sus corazones.
Las papas grandes, o que tienen distinta forma de las demás y que se llaman llallahuas, así como las panojas de gran tamaño, o compuestas de dos o tres unidas, las tienen cual portadoras de buen agüero y las colocan en sitios de preferencia, con el nombre de tomincos, prestándoles muchas reverencias, como si fueran cosas divinas.
[21] Historia del Nuevo Mundo, etc., tomo IV; pag. 230.
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