viernes, 1 de marzo de 2019

Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia:Ceremonias para sembrar. Prácticas para evitar las heladas y sequías.—Los eclipses y presagios malos

Escogen para la siembra, lo mismo que hicieron para roturar el terreno, una fecha que no sea señalada como aciaga, porque de estarlo supónese que la semilla será destruída por los gusanos que ese día, según los campesinos, se hallan en movimiento.
Los días de la siembra se presenta a los toros adornadas las espaldas de enjalmas que contienen monedas antiguas de plata y pequeños espejos, y de frenteras vistosas. En el yugo que une la pareja de aradores, ponen dos banderitas en los extremos y una en el centro. Mientras abren surcos en el terreno arde un montón de boñiga seca, para que con su humo ahuyente los espíritus malos.
Al dar comienzo a la faena claman a sus huacas para que proteja la sementera y aleje la sequía y heladas; vierten chicha en el surco humeante, recién abierto y después arrojan en él, coca mascada. Las jóvenes suelen entonar sus cantares o jayllitas, diciéndolas unas y respondiendo otras, al seguir al labrador que conduce la yunta, derramando a la vez en el surco abono y semilla. Si ese momento cruza por el aire un cóndor o una águila, prorrumpen los concurrentes en un grito de alegría y presagian que la cosecha será buena.
Todo el tiempo de la siembra no dejan de invocar a sus huacas, para que les mande abundantes y sazonados frutos y que las lluvias no escaseen, ni hayan heladas. Los blancos suelen recitar oraciones a los santos con igual objeto.
Terminada la siembra, si la parte labrada es de maíz, colocan en el centro una piedra larga, que se asemeja a una mazorca y que es la Mama Sara, encargada de impedir la presencia de la Mekala y dar una copiosa cosecha; si es de papas u otras raíces, ponen otra piedra empinada con el nombre de kompa, que tiene la misma misión y la de evitar ladrones. El agricultor rara vez o casi nunca se olvida ejecutar tales ceremonias.[20]
 Durante el tiempo en que germinan los frutos, el indio vive inquieto y temeroso de que sobrevenga algún mal temporal. En las mañanas contempla la forma en que se posan las nubes en los picos de la cordillera andina; si tienen la de un sombrero, augura que caerá una granizada en la tarde, como en efecto sucede. En las noches se halla examinando el cielo y cuando se convence de que habrán heladas y se suspenderán las lluvias, tal vez cuando más necesiten sus sementeras, se apodera de él un profundo abatimiento. Apela, cuanto antes, a las brujerías: si el mal tiempo es causado por las heladas, adora las estrellas, prende fogatas en las alturas, lleva las plantas averiadas al templo y hace celebrar misas, a la vez, que no cesa de implorar a la Pacha Mama y a sus huacas; si lo motiva, la sequía, rinde fervoroso culto a las lagunas, ríos y represas de agua. Va a las balsas que se forman en las cumbres de los montes, las adora y después trae el agua de allí para rociar alguna parte de sus sembrados, suponiendo que con este acto volverán las lluvias.
En esos días, en que las heladas y el calor abrasan sus sementeras, matan los gérmenes y sepultan en frío sueño, tal vez definitivo las semillas, su atribulado espíritu se entrega por completo a la dirección de los brujos, y cuando éstos, no alcanzan a remediar el mal, duda de que procedan con sinceridad y les atribuye connivencias con sus enemigos; haber sido sobornado por éstos, y en trance tan difícil y desesperado como él se encuentra termina por ejecutar, por su cuenta, actos de hechicería. Toda la comarca se presenta entonces como habitada por una población de alucinados, en espera de algo maravilloso que deba suceder, y en la tensión de ánimo que domina a sus moradores, lo más insignificante que ocurre, les parece señales favorables de sus divinidades o augurios fatales, que empeorarán su aflictiva situación.
En aquellos días viven los desgraciados indígenas, tristes, en constantes sobresaltos, sin apartar la vista de sus sembrados, derramando lágrimas sobre la tierra que ayer humedecieron con su sudor, y que hoy, a medida que aumentan los calores van covirtiéndose en desolados campos. Los yatiris, laykas y thaliris son consultados a menudo, no cesando éstos a su vez de investigar el porvenir, en la coca y en el vientre de los animales que con ese objeto matan, los cuales sean perros, corderos, cuys, o gallinas, deben ser siempre de color negro. Cogen a los sapos y los exponen en rocas áridas, o los encierran en ollas para que viéndose en esa dura situación clamen al cielo por agua; revuelven los hormigueros y obligan a cuanto animal vive bajo de la tierra a que salga fuera. También acostumbran hacer que los niños completamente desnudos suban a los cerros y alturas, llevando velas encendidas y cruces, gritando en coro: Misericordia Señor... Agua por amor de Dios...

Si el mal tiempo persiste y pierden las esperanzas de recoger sus cosechas, los más cierran las puertas de sus casas y tapiandolas con adobes, emigran a las ciudades en busca de trabajo y alimentos; si, por el contrario, mejora el tiempo, la alegría es general: las jóvenes cubren sus sombreros con las primeras flores y entonan cantos; los indios jóvenes tocar, sus kenas y pinquillos, mientras los viejos rodean y agasajan respetuosos al brujo, que ha acertado para que, según ellos, se produzca aquel cambio feliz.
Por lo común mantienen la idea, desde el principio de la cosecha, de que cuando caen aguaceros a principios del mes de agosto, el año agrícola será lluvioso y abundante en productos; cuando no, que será seco y escaso. Además, bajo el nombre de cabañuelas, acostumbran calcular los agricultores la mayor o menor humedad de los meses posteriores a agosto, levantado indistintamente una piedra del campo, durante los primeros siete días de este mes. Si la piedra levantada el primer día tiene humedad, dicen que en septiembre lloverá, si no, que será seco. Al siguiente día que corresponde a octubre hacen el mismo pronóstico, continuando en los días restantes, adjudicados a los meses sucesivos, en igual forma.
Los eclipses son siempre considerados por los indios como presagios de grandes calamidades que, sin duda alguna, tienen que sobrevenir, más o menos tarde sobre el país. Por esta creencia, tan arraigada en ellos, un eclipse los apena tanto, que para conjurar el peligro que les amenaza, ocurren a la intervención de sus hechiceros. El momento en que se realiza el eclipse, sacan al patio platos y utensilios de plata, llenos de agua, levantan el grito al cielo, cual si alguien los maltratara; castigan a los muchachos y a los perros, para que con sus chillidos y ladridos espanten el espíritu malo que trata de devorar a la luna y privarles de ese benéfico astro de la noche. Suponen los indios que sin ese bullicio estrepitoso, la luna no despertaría de su letargo y sería víctima cómoda de aquél.
Las mujeres dan a luz mellizos, cuando el año será estéril y, para conjurar el mal, suelen matar, en secreto una de las criaturas, o enterrarla viva. Este es uno de los pocos casos en que el indio se desprende de un niño, sea su hijo o ageno. En esta raza son muy raras las acusaciones de filicidio, porque las mujeres se muestran incapaces de dar muerte a un hijo suyo, sea que éste provenga de un comercio ilícito o de legítima unión. La razón es obvia: los hijos no constituyen desventaja, en ninguna forma, en las casas indígenas, por las múltiples ocupaciones pastoriles y agrícolas que los hacen necesarios. A los cuatro o cinco años el hijo es, por lo general, el pastor del pequeño rebaño que provee a la familia de la carne para vender o sustentarse, de la lana que ha de servir para su vestido y de la leche para formar quesos. Desde la adolescencia, hasta que llega a la mayoridad, ayuda a sus padres o a los que lo criaron, en la labranza del campo. Un miembro más que sobreviene en la familia indígena, no es una carga para ésta, sino una esperanza de alivio.
No permiten que las mujeres preñadas o que están menstruando pasen por las sementeras, porque temen que al ejecutarlo, absorvan con sus órganos genitales predispuestos para la fecundación o ya fecundados, la virtud productiva de la tierra y que, a causa de ello, resulten escasos y débiles los frutos que se recojan en la cosecha próxima.
Cuando caen rayos, hay que hacer una cruz en el suelo y poner en el centro un huevo para que cesen aquellos.
Para que la granizada se suspenda, se deben aprisionar los granizos y maltratarlos, y cesa la tempestad.
Soplando el humo del incienso a la tempestad, se suspende ésta.
Las polillas corretean en las paredes agitando sus alas para que llueva.
El agua corriente se entibia, para que llueva.
La alegría de los puercos anuncia lluvia.
Los sapos se retiran del río, cuando está próxima a estallar la tempestad, temiendo que la avenida que entre los arrastre lejos.

[20] El P. Oliva, refiriéndose a esta costumbre inmemorial, que aún subsiste, dice: «Ponen por guardas de las chacras unas piedras largas, o de color porque entienden que estas conservan la humedad de la tierra y para asegurarlas de los ladrones ponen por guardas conchas de tortuga que llaman quirquincho que causan tan grande temor a los que pasan y las miran, que ninguno de ellos se atrevería entrar en la chacra donde ellas están porque entienden. Se han de enchir de lepra.» Libro primero del manuscrito original del R. P. Anello Oliva. S. J. etc., pag. 113.


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