De un antiguo solar alavés provenía la soriana María Pérez, hermana de dos
esforzados caballeros, Álvar y Gómez Pérez, que desde su mocedad le enseñaron las
artes de la caballería, hasta el punto de que se hizo famosa en todo el reino por su
valor y maestría en el manejo de las armas.
En cierta ocasión se reunieron Alfonso VII, que llegaría a ser emperador, y su
padrastro, el aragonés Alfonso I el Batallador. El aragonés estaba muy orgulloso de
su capacidad como guerrero, que tantas victorias había dado a sus ejércitos y tantas
tierras nuevas a su reino, y al cabo se jactó ante el leonés de que ninguno de sus
súbditos, ya fuesen leoneses o gallegos, asturianos o castellanos, sería capaz de
vencerlo a él en singular combate.
Alfonso VII, acaso deseoso de tomarse una pequeña venganza de quien tan malas
relaciones había tenido con su madre doña Urraca, consideró aquel reto como ocasión
adecuada para humillarlo, y mandó que Álvar Pérez, famoso aquellos días por ciertas
hazañas en la lucha contra los moros, se presentase ante ellos, indicándole que debía
prepararse para justar al día siguiente con el rey aragonés. Al mismo tiempo hizo
llamar a María Pérez para que viniese sigilosamente al campamento. Y aquella
misma noche juntó a los dos hermanos a su lado y les expuso su plan. No sería Álvar
quien al día siguiente se enfrentaría al rey aragonés, sino su hermana María,
disfrazada con la armadura de aquél.
La lucha duró mucho tiempo y fue muy enconada. Rompieron primero bastantes
lanzas y ambos contrincantes consiguieron esquivar los envites del adversario. Hubo
luego lucha de espadas. A los ojos de los espectadores, el aragonés parecía más firme
y fuerte, pero Álvar Pérez, como si hubiese cambiado su manera de combatir, se
movía con mayor agilidad, sin permitir al otro permanecer quieto.
A la media mañana, el rey Alfonso daba muestras de cansancio, y a su
contrincante se le quebró la punta de la espada, pero no por eso se interrumpió el
duelo. Cuando el sol estaba en lo más alto, un golpe afortunado de su oponente
desarmó al aragonés, lo tiró de espaldas, y le hizo rendirse. Entonces el supuesto
Álvar Pérez se quitó la celada, y todos pudieron ver el rostro de María.
Cuentan que el orgulloso rey batallador quedó muy humillado al haber sido
vencido por una mujer, pero que, como sabía apreciar el valor y no era rencoroso,
concedió a su vencedora el privilegio de usar a partir de entonces en su escudo las
cuatro barras rojas en campo de oro del blasón aragonés.
En cuanto al emperador, que nunca debió de encontrarse tan ufano de sus
vasallos, regaló a María Pérez un anillo muy valioso al que se le atribuían
propiedades de mágica protección en el combate, y le concedió el apellido Varona,
pues como varón de mucho temple se había mostrado. De ese nombre dicen que
proviene el del lugar en que ocurrió la hazaña, los Campos de Barahona.
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