El rey Jaime I de Aragón y Mallorca que, como se sabe, mereció sobradamente el
sobrenombre de Conquistador, fue educado en el castillo de Monzón bajo la tutela del
maestre del Temple don Guillén de Montrodó, que le enseñó todo lo que correspondía
a la vida de un caballero y le regaló la espada Tizona, que había sido del Cid y que
había llegado a sus manos por haberse casado Cristina, hija del héroe castellano, con
el señor de Monzón.
La invicta Tizona fue pues una de las espadas de Jaime I. Las otras dos fueron la
Villardell y la de san Martín, y todas tenían virtudes para asegurar sus éxitos
guerreros. La Villardell procedía de Valdealgorfa, Teruel, y había pertenecido al señor
de aquel nombre, que la recibió de un mendigo milagroso en agradecimiento a
haberle socorrido. Con ella, el señor de Villardell había matado al dragón que traía
aterrorizada la comarca, aunque había perdido la vida al acometer la hazaña,
envenenado por las salpicaduras de la sangre del dragón.
La tercera espada, la de san Martín, procedía de una imagen del santo expuesta en
una ermita cercana al lago de Bañolas. El propio san Martín se la había cedido al
conde de Besalú cuando éste pedía angustiado la ayuda del santo en una batalla
contra los moros en que se había roto la hoja de su espada. Hay que añadir que la
espada de san Martín era tan poderosa que el conde de Besalú partió con ella en dos
una enorme roca, la Pedratallada, que todavía existe.
En la vida de Jaime I hubo muchos hechos extraordinarios y milagrosos. En la
conquista de Mallorca sucedieron dos que muchos narradores recuerdan. En el asedio
a la fortaleza de Palma, cuando los sitiados pudieron comprobar la formidable
potencia de tiro que mostraban los arqueros del rey Jaime y la fuerza de sus
catapultas, y al sospechar que los cristianos avanzaban cada vez más en la
construcción de una mina que acabaría abriendo una brecha en la muralla, decidieron
fabricar un escudo vivo con los cautivos que estaban en su poder, a los que ataron a
cruces y suspendieron encima de las murallas. El obstáculo que aquellos compatriotas
inermes presentaban hizo que los cristianos interrumpiesen su ataque, pero tras
reunirse el consejo real, el rey Jaime dispuso que el asalto se llevase a cabo, dejando
en manos de Dios el destino de los crucificados.
Dispararon los cristianos sus flechas, arrojaron sus piedras, minaron la muralla,
lograron colocar las escalas y alcanzar las almenas, tomaron al fin la fortaleza y ni
uno solo de aquellos cautivos que estaban atados a las cruces en medio de la batalla,
expuestos a recibir toda clase de heridas y golpes, sufrió un solo rasguño.
Otro hecho milagroso tuvo lugar después de que Jaime I se hubo apoderado de la
ciudad, cuando los árabes fugitivos se habían refugiado en las asperezas de la sierra,
al norte de la isla. Los ejércitos reales tenían rodeados a los árabes, pero éstos
presentaban tenaz resistencia a ser sometidos. Era tiempo de Cuaresma y, entre los
cristianos, a la abstinencia propia de las fechas se unía la escasez de alimentos.
El rey Jaime dio ocho días de plazo a los árabes para su rendición, con la amenaza
de un asalto sin perdón ni cuartel, en caso de que el rey árabe no accediese a
entregarse con todos los suyos. Sin embargo, transcurridos seis días, entre las tropas
cristianas no había nada que comer y los soldados se dispersaban por los campos
buscando cualquier cosa que pudiese servirles de alimento. En esto llegó hasta el real
la noticia de que don Hugo de Montcada había conseguido un importante botín
alimenticio de unos moros y que lo tenía en su tienda. El rey Jaime, con muchos
caballeros, se dirigió allí.
Cuentan los narradores que don Hugo, prevenido de la visita, salió a recibir al rey
con mucha cortesía. Y que después, quitándose la capa de color de grana y tras
extenderla en el suelo, colocó sobre ella, muy solemnemente, siete pequeños panes
que el rey contempló con mirada desolada. Mas don Hugo bendijo el pan y lo fue
repartiendo entre el rey y su séquito, y al cabo se produjo el milagro de que todos
ellos, que eran más de un centenar, comieron abundantes porciones, de forma que
satisficieron su hambre y pudieron resistir hasta el cumplimiento del plazo que el rey
Jaime había impuesto, en que los mil quinientos moros fugitivos se entregaron.
Jaime I expresó su gratitud a Hugo de Montcada concediéndole el blasón de siete
panes de oro en campo de grana, aunque hay otros narradores que lo desmienten,
pues los siete panes, en realidad besantes, estarían en el escudo de los Montcada con
varios siglos de anterioridad al suceso.
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