miércoles, 27 de marzo de 2019

Lucrecia la de Sevilla

Leyenda caballeresca del siglo XVI

En una tarde de abril, 
deliciosísima tarde, 
no tengo presente el año 
pero muchos años hace; 
en la vega deleitosa5 
del humilde Manzanares 
río pobre en sus corrientes, 
pero en su renombre grande, 
pues su orilla es celebrada 
por ser cuna favorable10 
de las hermosas, según 
nacen en ella deidades; 
que aunque sólo en el Oriente 
las circasianas encanten; 
y aunque no hay tan bellos ojos15 
como son los orientales; 
aunque Málaga y Jerez 
sin ser del Oriente parte, 
son en materia de hermosas 
fuentes ricas y abundantes;20 
y pasan las de Granada 
por ser hurís celestiales, 
y las damas de Valencia 
por las damas más notables; 
las arenas de este río,25 
el imperio se reparten 
en punto a mirar hermosas, 
en sus mágicos raudales. 
Y no extrañéis que prodigue 
encarecimientos tales30 
a las bellas de mi patria; 
que no fueran disculpables, 
a no ser tanto el hechizo 
de sus ojos virginales, 
las demandas y tragedias35 
que desde añejas edades 
por alcanzar un suspiro 
bañaron su suelo en sangre. 
En aquella hora del día 
en que los rojos celajes,40 
ciñen un lazo de fuego 
sobre la frente gigante 
del horizonte extendido, 
y en que variados cambiantes 
tornasolan en las aguas45 
brilladoras y fugaces, 
los últimos rayos tibios 
de un sol, que en destellos suaves 
va prodigando su luz 
a los montes y a los valles,50 
gozándose en detener 
su cabeza agonizante 
mayor tiempo, por mirar 
el mundo de donde parte, 
en ese momento, pues55 
de armonía inimitable 
en que parece que el ruido 
de las ondas es más fácil, 
el olor de las praderas 
más sentido y agradable,60 
más blando el son de las ramas, 
más triste el son de los aires, 
más rico el manto de flores, 
más amorosas las aves, 
dos damas están sentadas65 
del pobre río en la margen. 
Las olas leves, parece 
que entre sus pies se deshacen, 
y así el tocar en la orilla 
es sólo para besarles;70 
porque acaso agradecido 
el río, querrá pagarles 
con la espuma que salpica 
sus mantos cual blanco encaje, 
el ver que aumentan sus ojos,75 
la copia de sus caudales. 
La más hermosa, y por cierto 
que la que es más no se sabe, 
pues de ambas celoso el sol, 
se hundió en el ocaso aun antes,80 
es morena, alta y delgada, 
de graciosos ademanes. 
Las azucenas y el lirio 
en el color de sus carnes 
su pura esencia confunden85 
en graduación admirable. 
La sonrisa es hechicera, 
tan bella, y tan insinuante, 
que los amores dichosos 
sus nidos en ellas hacen.90 
No es mucho en concha de perlas 
y entre un ramo de corales 
que anide amor, si otra concha 
fue la cuna de su madre. 
Sus ojos son dos estrellas;95 
cuando en luz agonizante, 
vierten tranquilas miradas, 
no hay alma que no desmaye, 
y en su lumbre moribunda, 
no tema que al fin se apague100 
un corazón tan hermoso 
que despide albores tales; 
cuando fogosas e inquietas, 
en fuego inspirado se arden, 
se espera que sus dos soles105 
todo el universo abrasen. 
Sus maneras, aunque nobles, 
son atrevidas y audaces: 
su edad, la del rostro apenas 
cinco lustros la señale;
más se presume en razón 
que de siete lustros pase. 
Su amiga es joven y hermosa, 
tan sencilla, tan amable 
que acaso sirvió en sus sueños115 
al pincel de Miguel Ángel 
para sus vírgenes bellas, 
de tierna y divina imagen. 
¿Y dices tú, dulce amiga,» 
la preguntó con donaire120 
la niña de azules ojos 
a la dama, «qué le hablaste 
a ese señor don Gonzalo, 
por primera vez en Flandes?» 
Camila, sí.» ¿Por qué lloras?125 
¿Es, Lucrecia, inconsolable 
tu dolor? ¡Poco en mí fías 
pues me ocultas tus pesares! 
Si ellos no admiten remedio 
no busco yo remediarles,130 
que hay penas en que el llorar 
es lo que más satisface. 
Pero al menos, ya que sé 
que te lastiman tus males, 
quiero mezclar mis suspiros135 
con el clamor de tus ayes 
La estrechó entonces Lucrecia 
contra su seno oscilante; 
y no quedaran aquí 
de su afecto las señales,140 
a no reparar las gentes 
que se paran a observarles. 
Que aunque buscaron de intento 
el más oculto paraje, 
y de la fiesta y bullicio,145 
el que hallaron más distante, 
como es noche de verbena 
fluctúan por todas partes 
las parejas y los grupos, 
de las danzas populares.150 
Y es tan crecido el tropel, 
que embaraza lo bastante 
para tener por estrechas 
las anchas extremidades 
del soto ameno y frondoso;155 
y para que así se ensanchen, 
como las olas de un mar, 
a límites tan distantes 
de la sagrada capilla 
de S. Antonio, al que aplauden,160 
y por quien es la verbena, 
la concurrencia, y los bailes. 
Son tan añeja costumbre 
en ciertas festividades, 
a guisa de romería,165 
estos campestres solaces, 
que en ellos lo más florido 
de la corte se distrae. 
Jamás se falta a lo honesto 
en punto de libertades,170 
las bellas damas platican 
con los garridos galanes; 
el rebozo no embaraza, 
ni se torna por ultraje, 
que los que no se conocen175 
allí se miren y se hablen. 
Las dueñas allí no acechan, 
ni son espías los pajes, 
que el campo y la noche dan 
extrañas seguridades.180 
Y como no hay atrevidos 
que el mudo recato asalten, 
se admiten cortesanías, 
sin responder con desaires; 
y requiebros, y los dulces,185 
del primero que los mande. 
Y así, excusando algún duelo 
entre donceles rivales, 
(lo que mención no merece, 
donde los hay tan amantes,190 
y haber cursado los más 
en las escuelas de Marte, 
donde aun les cabe por gala 
hacer del valor alarde.) 
Jamás tamañas licencias195 
causaron temeridades. 
el no encontrar, con las damas 
quien se atreva a propasarse, 
es que acaso les contenga, 
que haya tantos capitanes,200 
caballeros tan cumplidos, 
que no excusaran mil lances 
por vengar en los villanos 
sus licencias y desmanes. 
Pusiéronse en pie las damas,205 
y con lentos pasos graves, 
tomaron por el camino 
que al campo del Moro sale. 
La confusión de las gentes, 
la variedad de los trajes,210 
ni una mirada las roba 
ni de su andar las retrae; 
y eso, que son tan vistosos 
que causa hechizo mirarles. 
Sombreros de larga falda,215 
con retorcidos plumajes, 
anchas valonas caídas 
sobre los coletos de ante. 
Ya capotillos airosos 
ferreruelos y gabanes:220 
ya capas de inmenso vuelo 
que hasta sus espuelas caen. 
Botas de fieltro con vueltas, 
en casi la mayor parte; 
y medias de mil colores225 
lazos, cintas, alamares: 
cruces de ser caballeros, 
a medio codo los guantes, 
y asomando por el cinto 
del puño los gavilanes,230 
todo esto da a los hidalgos 
cumplido y marcial realce. 
Las camisolas rizadas, 
de las damas, los encajes 
de las golas, que en cañones235 
sin que su cuello embaracen 
forman un blanco dosel 
en que sus rizos descansen, 
que en trenzas cortas les cuelgan 
partidos en dos mitades;240 
jubones acuchillados, 
petos de punta adelante 
sendas sayas de Cambray, 
tocas tan largas que arrastren, 
negras porque entre ellas más245 
su blanca color resalte, 
completan de aquella escena, 
el movimiento incansable, 
y del cuadro pintoresco 
el mágico paisaje.250 
La campana de la ermita 
da las seis. Luces errantes 
van de pronto apareciendo, 
entre los verdes ramajes 
de los troncos populosos,255 
de que cuelgan los cristales 
de los pintados faroles 
que las luminarias traen. 
Puéblase el campo de luces, 
y el crepúsculo agradable260 
va enmarañando las sombras 
porque alumbren más brillantes. 
De pronto se oyen ruidosos, 
confusos gritos mezclarse, 
y un eco formaron ronco265 
que turbó la paz del valle, 
«¡Fuego! ¡Fuego!» -Otras cien voces 
lo repitieron distantes. 
La campana de la ermita 
tocó a rebato; y voraces270 
poco después ya las llamas 
sobre la techumbre salen. 
En aquel punto, cruzaban 
tan cerca de sus umbrales, 
las dos damas, que por fuerza,275 
bajo sus mismos pilares 
el gentío que avanzaba, 
las obligó a refugiarse. 
A poco tiempo, observaron 
que un doncel de buen semblante,280 
mozo en años, bien dispuesto, 
vigoroso, atento, y ágil, 
una mujer desmayada 
sobre sus hombros de Adlante 
sostenía, procurando,285 
cual rauda y velera nave 
que rompe las rudas ondas 
de los tormentosos mares, 
traspasar aquel tropel 
de la turba innumerable.290 
Le vio Lucrecia al pasar; 
y creyendo desmayarse 
apoyó en su tierna amiga 
la pálida sien. ¡Ah! ¡infame!» 
(Gritó con furia.) ¿Le ves?295 
¡Es Federico!... ¡Es su amante 
sin duda! -Es verdad; es tu hijo. 
No, Camila; no le llames 
hijo mío! -¿Cómo no? 
Cómo es hijo de otros padres!300 
¡Mas ah! sigamos sus pasos, 
si no quieres que me mate 
el pesar: que ya sabrás 
historias ¡ay! que te pasmen. 

Son las diez del otro día, 
y aún el rumor de la fiesta 
se escucha del Manzanares, 
en las frondosas riberas.420 
Mas ya la gente cansada 
de pasar la noche en vela, 
mustia, ojerosa, y rendida, 
forma dos anchas hileras 
al retirarse en tropel425 
por el largo de la cuesta, 
que por nombre inmemorial 
se llama la de la Vega; 
donde el cubo ennegrecido 
de un corto lienzo de almena430 
la imagen de aquella virgen 
soberana representa, 
que ahuyentó de la morisma 
las escuadras altaneras. 
La ermita del Santo, está435 
casi la mitad por tierra; 
Y aún las quemadas paredes 
en los montones humean. 
Junto a los negros escombros, 
solos dos hombres pasean;440 
y alguna vez sus miradas 
entre furiosas y tiernas, 
se clavan por un momento 
en aquel montón de piedras, 
cual si pensaran hallar445 
alguna reliquia entre ellas. 
   El traje que visten, es, 
de personas de gran cuenta, 
según dicen los aromas 
de sus guantes y melenas,450 
y según reluce el oro 
de los pinchos de su espuela. 
   Ancianos son; y uno de ellos 
acaso demás lo sea, 
pues el peso de los años,455 
rinde su blanca cabeza, 
que escasa de nobles canas 
sobre el coleto se asienta, 
hasta que impide la barba 
que más adelante venga;460 
semejando un tronco añoso 
que ha encorvado la tormenta. 
   El otro es fiero y erguido, 
y su porte y gentileza 
desmiente el rugoso sello465 
de su frente macilenta. 
Altivo levanta el rostro 
como haciendo alarde muestra 
de dos ojos, que aunque ocultos 
bajo sus pobladas cejas,470 
fingen dos vivos volcanes, 
que entre nieve centellean. 
Azules son, por formar 
armonía más perfecta 
con la color sonrosada475 
de sus mejillas aún frescas. 
Dos horas van de silencio, 
y dos horas que no cesan, 
de recorrer los escombros, 
y de mirar sus arenas;480 
y en tan rara suspensión 
ignoro cuanto estuvieran, 
a no llegar un soldado 
y entrégales una esquela. 
El más anciano, leyó,485 
del sobre escrito las señas. 
«De una amiga, a don Gonzalo 
de Guevara, Artel y Urrea.» 
Recorrió con avidez 
las breves líneas que encierra;490 
prosiguió de esta manera. 
«El ser Urreas los dos 
me hizo tomar la licencia 
de ver la carta, sin ver 
que a don Gonzalo es la muestra,495 
pero me huelgo ser ya 
quien os dé tan buenas nuevas, 
y exijo de vos albricias 
por las que a mi parte quepan. 
Vive Eloísa. Es posible!500 
-Con un doncel se aposenta; 
y aseguran que la trata, 
con respeto y con decencia. 
-Ah señor, dejad al menos 
que alguna lágrima viertan505 
estos ojos, ya que tantas 
mi fiel corazón anegan. 
Gracias, mil gracias os doy. 
¡Quién duda de Dios blasfema! 
Sí, don Gonzalo; no falta510 
al triste la Providencia! 
Ahora preparad el alma, 
don Gonzalo, toda entera, 
para aposentar su dicha, 
y aun dudo que la contenga.515 
¿Conocéis una señora 
de Sevilla? Ah... sí! -¿Lucrecia? 
-Ese es su nombre, don Lope. 
¿Y esta carta? -Es cierto, es de ella. 
-Dadme. -Tomad, y advertid520 
si es vuestra dicha completa. 
-¿Cómo? ¡Mi hijo! ¡mi hijo amado, 
me prometen que le vea, 
y que hoy mismo, entre mis brazos 
le estrecharé con terneza!525 
Corramos, señor, corramos, 
porque temo de mi estrella 
según fue siempre enemiga, 
que dejó de serme adversa 
porque al darme un desengaño530 
me mate así más apriesa. 
Este hijo amado, fue el fruto 
de mis pasiones primeras; 
el que he llorado perdido 
desde que nació a la tierra:535 
¡cuyo recuerdo alentaba 
mi entusiasmo en la pelea; 
por quien estimaba tanto 
mis títulos y riquezas! 
Como era hijo natural,540 
me instaba aun más la conciencia 
a que pagase en el hijo, 
lo que le resté por deuda 
a su madre, en no elegirla 
por mi esposa, y compañera.545 
Mas ya sabéis se terció 
de mi amor en competencia 
aquel alférez francés; 
y aunque se quedó en sospechas, 
para un hombre como yo550 
bastaba sólo tenerlas. 
Cesaron nuestros amores, 
partiose altiva y resuelta 
aquella mujer llevando 
el fruto de nuestras penas,555 
sentida en que la ofendí 
cuando dudé de quién era. 
Y aunque después procuré, 
sin excusar diligencias, 
averiguar su retiro,560 
se ocultó de tal manera 
que aun me ha dejado, ¡ah cruel! 
ignorar de su existencia. 
Llegando a tan alto punto 
su energía o su soberbia,565 
que algunas cuantiosas sumas 
que giré sobre Venecia 
(pues sospeché que en su patria 
acaso algún deudo tenga,) 
a su nombre, con el fin570 
de prevenir su miseria 
a favor de un Federico 
he sabido dejó impuestas 
en el banco, y sin tocar 
ni un escudo de las letras.575 
¡Y acaso ese Federico 
será la perdida prenda 
de un amor que quince inviernos 
en mi corazón no hielan! 
Don Lope no creo en esto580 
que vuestro respeto ofenda, 
pues de caberos mancilla, 
me cabría a mí la mesma. 
Dígolo porque ya somos 
deudos los dos tan de cerca,585 
como lo está el que es esposo 
de la inocente hija vuestra. 
Que aunque no hace un sol cumplido 
que nos enlazó la iglesia, 
y aunque a poco de ser mía,590 
nos sucedió su tragedia; 
corre ya vuestro apellido 
con el mío de mi cuenta. 
-Don Gonzalo, vanas son 
aquí excusas ni protestas.595 
No puede extrañarle a un padre 
de otro padre la flaqueza; 
y yo por mí, os aseguro 
que en extremo me interesa 
hagáis legítimo al hijo,600 
por acallar la conciencia. 
-¿Y Eloísa que dirá? 
-Es mi sangre. Que grandeza!» 
A largo paso subieron 
del Alcázar por la senda605 
que cruza el campo del Moro 
al cubo de la Almudena. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario