Se cuenta que en los primeros años del siglo XIII vivían en Teruel dos familias, la de
los Segura y la de los Marcilla, bien conocidas en la ciudad, la primera por su riqueza
y la otra por lo antiguo de sus blasones.
A la familia de los Segura pertenecía Isabel y a la de los Marcilla Diego, que
desde niños habían compartido juegos y amistad, y que al llegar a la juventud se
encontraron enamorados con firmeza el uno del otro. Sin embargo, el antiguo linaje
de Diego no estaba acompañado por una hacienda desahogada, y los padres de Isabel
veían con muy malos ojos la relación entre los jóvenes, y llegaron a prohibir su
comunicación.
El joven pensó que acaso podía conseguir prosperidad y riqueza si participaba en
la guerra contra los árabes, y decidió incorporarse a los ejércitos cristianos, no sin
antes hacer prometer a su amada Isabel que esperaría cinco años a que él regresase
para hacerla su mujer, provisto de los bienes necesarios. Si el plazo vencía sin que
retornase, quedaba ella libre de cualquier compromiso. La despedida fue muy triste, y
los años iban transcurriendo sin que Isabel tuviese noticia alguna de Diego. Mientras
tanto, los Segura prepararon para su hija una boda que acrecentaría de modo
extraordinario su patrimonio, y que sería muy beneficiosa para toda la familia.
Cuando se iba aproximando el cumplimiento del plazo sin noticias de Diego, la
presión de los padres de Isabel se hizo tan acuciante que no pudo retrasar el enlace ni
un solo día más allá del término de su compromiso de espera.
El destino militar de Diego, mientras tanto, había sido muy favorable. Tras
participar en victorias importantes, había conseguido, en un repartimiento del terreno
conquistado a los moros, tierras extensas y muy feraces que le permitirían vivir con
holgura el resto de su vida. Los cronistas de esta historia dicen que regresaba a la
ciudad casi en el límite del plazo pactado con su amada y que, en algún punto del
camino, tuvo noticias de aquella boda que estaba a punto de celebrarse, por lo que
aceleró todo lo que pudo el regreso, reventando caballos y privándose de todo
descanso y refrigerio, en un intento desesperado de llegar a tiempo para impedir que
Isabel se casase con otro hombre.
Sin embargo, no lo logró. Cuando llegó a Teruel ya era de noche, y supo de la
boca de la gente que aquella misma mañana Isabel había celebrado sus bodas.
También conoció el lugar en que estaban pasando su primera noche los recién
casados, y allí se dirigió lleno de angustia.
Al llegar a este punto los narradores no concuerdan en la descripción de los
sucesos. Parece que Diego logró alcanzar el balcón de la alcoba nupcial y que Isabel
sintió su llegada. Cuando estaba a punto de lanzar un grito de alarma ante el intruso,
reconoció en aquel individuo sudoroso, desgreñado, que en el desarreglo de su atavío
y en todo su aspecto daba señales del agotador esfuerzo que había realizado hasta
llegar allí, a su amado Diego. Y parece que, agotado también, aunque por los excesos
del banquete y de sus flamantes nupcias, el marido de Isabel dormía profundamente,
ajeno al dramático encuentro.
Se cuenta que Diego reclamó el amor de Isabel y que ella, con mucho
sentimiento, le hizo ver que todo había terminado entre los dos. Y fue entonces
cuando, consciente Diego del fracaso de sus esperanzas, y habiendo llegado al límite
los esfuerzos de su regreso, sintió que su corazón se rompía y cayó muerto a los pies
de Isabel.
Isabel despertó a su marido para darle la noticia de aquel fallecimiento súbito y de
su inocencia completa en el lance. El marido resolvió que había que desembarazarse
cuanto antes del inesperado cadáver que permanecía en la alcoba nupcial y,
aprovechando la tranquilidad de la noche, trasladó el cuerpo del fallecido a una calle
alejada.
La aparición del cadáver de Diego trajo a la ciudad muchas hablillas, pero no
presentaba muestras de que su muerte se hubiese debido a un hecho violento. La
familia Marcilla, consternada, preparó su funeral, y en la iglesia se reunieron todas
las gentes de la ciudad, y entre ellas, acompañada de su reciente esposo, Isabel, que
mostraba gran tristeza en su hermoso rostro.
Cuentan que, en un momento de la ceremonia, Isabel, abandonando el lugar en
que se encontraba, se acercó al catafalco en que yacía el cadáver de Diego. Tras
contemplar su rostro durante largo tiempo con mirada intensa, se inclinó para besarlo
y se desplomó sobre el cuerpo del muerto.
Cuando los presentes se atrevieron a acercarse, alarmados por la larga
inmovilidad de Isabel, pudieron comprobar que la muerte había unido para siempre a
los desdichados amantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario