domingo, 24 de marzo de 2019

El mirlo de la Mayor Señora

A los siete años de la proclamación del califato de Córdoba, Abderramán III decidió
construir una ciudad que simbolizase la grandeza y hermosura de su reino. El
proyecto era muy costoso, y el califa solo lo acometió cuando al otro lado de las
fronteras de Al Ándalus ya no quedó ningún cautivo árabe por rescatar.
Las obras de los palacios, mezquitas, jardines y salones de recepción de aquella
ciudad, que se llamó Medina Azahara, duraron veinticinco años, y en ellas
participaron los más importantes arquitectos y alarifes del mundo de su época. Las
cuatro mil columnas que se emplearon en ordenar las estancias provenían de
Andalucía, pero también de Tarragona, Cartago, Túnez, Constantinopla y Francia, y
cuando con el paso de los años la hermosa ciudad fue destruida, numerosas columnas
fueron transportadas a África, donde hoy adornan muchos palacios.
El califa estaba tan entusiasmado con aquella ciudad que se iba creando bajo sus
órdenes que se pasaba en el lugar mucho tiempo, una vez construidos ciertos
aposentos destinados a su descanso. A la placidez y belleza del lugar, y al sentimiento
de plenitud que le suscitaba contemplar cómo se materializaban los dibujos y
proyectos de los edificios, se unía la compañía de su favorita, la dulce y bella Zahara,
de ciertas hermosas bailarinas y de tres cantoras llamadas Fádal, Adal y Kálam,
procedentes de la lejana Arabia, que llenaban de regocijo sus jornadas.
Embelesado en los placeres de que disfrutaba mientras iba naciendo la nueva
ciudad, el califa llegó a abandonar sus deberes religiosos y conyugales. Un viernes,
en la gran mezquita de Córdoba, a la hora de la principal ceremonia religiosa, su
ausencia suscitó el enfado del jefe de la oración, que desaprobó públicamente el
grave abandono que hacía el califa de sus deberes religiosos.
La noticia de la reprobación llegó aAbderramán y el viernes siguiente procuró no
faltar y se dirigió a Córdoba. Era un día muy caluroso del mes de julio, y el califa
llegó a su alcázar muy sofocado. Tenía la intención de saludar a doña Coral, su
primera esposa, y también quería refrescarse antes de acudir a la mezquita.
Doña Coral, que ostentaba la condición de Mayor Señora por ser madre del
príncipe heredero, no le recibió con júbilo, sino todo lo contrario. De muy mal humor
le echó en cara su alejamiento en brazos de aquellas bailarinas y el olvido en que la
tenía a ella y a toda su familia, incluidas las demás esposas legítimas. El agobio que
sentía el califa por el calor del día creció ante aquella severa amonestación y,
enfurecido, ordenó a su séquito el inmediato regreso a Medina Azahara.
El califa llegó a Medina Azahara a mediodía. Lo caluroso de la hora y la
irritación por los reproches de su primera esposa lo hacían sentirse indispuesto, y
llamó a su médico. El médico, como paliativo de la congestión que mostraba, juzgó
necesario sangrar al real paciente. Cuando todo estuvo preparado y el califa,
recostado en su lecho, se prestaba a que el cirujano abriese con la lanceta una vena en
uno de sus brazos, se escuchó una vocecita cantarina que, desde la ventana, exhortaba
al médico a tratar con mucho cuidado la valiosísima vida del Emir de los Creyentes,
de quien tantos destinos dependían. La vocecita repitió su exhortación y los presentes
pudieron ver que se trataba de un mirlo, que entonaba aquel curioso canto posado en
el alféizar. Y una vez más repitió el mirlo aquellos gorjeos en forma de palabras,
antes de alzar el vuelo y desaparecer.
El médico puso mucha atención en la sangría del califa, y poco tiempo después
éste se encontró mejor. Entonces quiso conocer quien había amaestrado a aquella ave
de tan singular comportamiento. Uno de sus consejeros le informó de que doña Coral
Murchana, la Mayor Señora, al no poder acompañarle a Medina Azahara en aquellas
visitas que él justificaba como necesarias para la dirección de las obras, había
mandado amaestrar varios mirlos, para que, en su nombre, estuviesen cerca de su
amado esposo y velasen con sus advertencias por su salud y su seguridad.
El califa regresó a Córdoba aquella misma tarde y se mostró tan galante con doña
Coral que ella acabó por perdonarle las ausencias que le reprochaba. Desde aquel día,
el califa cumplió con todos sus deberes de creyente y de esposo, sin olvidar por ello
la ciudad que se estaba alzando bajo su dirección y que llegó a ser una de las más
hermosas del mundo.
Pero toda obra humana, que viene del polvo, está condenada a deshacerse otra vez
en él.

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